Isaac Penn, editor del Sun, construyó su casa en medio de solares y campos del Upper West Side, de modo que se erguía ella sola ante el embalse de Central Park. «No tengo ningunas ganas de vivir con un montón de necios en la Quinta Avenida —había dicho—. Nací en una modesta casa de Hudson, no muy lejos del puerto. El ruido era infernal las veinticuatro horas del día antes incluso de que llegara el ferrocarril, y los cerdos andaban sueltos por todas partes gruñendo. Ahora que lo pienso, también andan sueltos en Nueva York, pero van con chaleco. Allí era donde vivíamos. Éramos pobres. Recuerdo que toda la gente bien vivía en el mismo lugar, apretujados como puros en una caja. La mayoría eran necios que no habían tenido un pensamiento cabal en toda su vida y que se juntaban para disimular.
»Me gusta mi casa. Se alza sola al aire libre. A mis hijos les gusta la casa. Están solos al aire libre. Los escucho a ellos y no a la señora Astor…, y ella lo sabe».
Como Isaac Penn era desabrido, franco, poderoso, rico, sabio y viejo, el optometrista se asustó al ver que el dueño de la casa le abría personalmente la puerta y lo invitaba a pasar. Se sentía como un niño que imagina que pronto se lo comerá un enorme animal poco amistoso que vive en la oscuridad. Además, no atinaba a comprender por qué había tenido que ir a casa de los Penn con todo su equipo. Él tenía una clientela selecta e incluso sus clientes más famosos se desplazaban hasta su local. También se quedó estupefacto al ver que Isaac Penn no utilizaba gafas, algo de lo más insólito en un anciano cuyo negocio pasaba ante sus ojos en letra menuda.
—Supongo que no podemos hacer nada por usted —dijo el optometrista a Isaac Penn, que se había sentado en una enorme butaca de cuero. Apenas se le oyó por encima del piano que sonaba en una habitación contigua.
—¿Cómo dice?
—Que supongo que no podemos hacer nada por usted.
—¿Podemos? —preguntó Isaac Penn recorriendo la habitación con la mirada.
—Usted no necesita gafas, ¿no es cierto, señor?
—No —respondió Isaac Penn, que se preguntaba aún si el optometrista había llevado consigo un ayudante—. Nunca las he necesitado. Crecí buscando ballenas. De poco me habrían servido unas gafas.
—¿Es entonces su mujer quien las necesita, señor Penn?
—Está muerta.
El optometrista guardó silencio, incapaz de pronunciar unas palabras forzadas de pésame. De hecho, casi le entró pánico, porque pensó que por alguna razón Isaac Penn lo había confundido con el encargado de una funeraria.
—Soy optometrista —balbuceó a la defensiva.
—Lo sé —repuso Isaac Penn—. No se preocupe, tengo trabajo para usted. Quiero que le haga unas gafas a mi hija. Es ella —añadió señalando la música— quien toca el piano. Pronto terminará…, dentro de media hora, tal vez una hora. Es precioso, ¿verdad? Mozart.
El optometrista pensó en su caballo enganchado al carruaje en la nieve. Pensó en que se le enfriaría la cena. Pensó en su dignidad ultrajada (él era un profesional, a fin de cuentas) y dijo:
—¿No le parece, señor Penn, que deberíamos avisarla de que he venido a hacerle unas gafas? ¿No sería lo adecuado?
—Creo que no —respondió Isaac Penn—. ¿Para qué interrumpirla? Dejemos que toque. Cuando termine, le hará usted las gafas. ¿Ha traído su equipo? Eso espero. Las necesita esta noche. Esta mañana su hermano se ha sentado encima de sus gafas y eran las únicas que tenía. Tiene las pestañas muy largas, unas pestañas sin parangón. Le rozan los cristales por dentro. Creo que le resulta incómodo. ¿Podría poner los cristales a suficiente distancia para que no los roce con las pestañas?
El optometrista asintió.
—Bien —dijo Isaac Penn, y se recostó para oír el terso tumulto de la sonata.
Era una pianista excelente, casi perfecta, al menos para su padre.
Mientras continuaba la música, el optometrista dispuso sus instrumentos y las tablas optométricas. Luego se sentó y escuchó, sin apenas respirar, preguntándose por qué un hombre como Isaac Penn se mostraba tan indulgente con su hija. En realidad, por razones que no comprendía, al optometrista le asustaba conocer a la joven. Le sudaban las palmas de las manos. Empezó a temer el momento en que dejara de tocar y entrara en la habitación, como la princesa real que era, para ver a un simple pulidor de lentes.
La puerta principal se abrió de par en par. Dos muchachos adolescentes subieron ruidosamente por las escaleras y, antes de que el cristal de las ventanas dejara de vibrar, habían desaparecido. Isaac Penn esbozó una breve sonrisa al oírlos y se acercó a un escritorio del rincón sobre el que descansaban muchos ejemplares recientes del Sun. De una cocina cercana llegaban ruidos de cazuelas y el olor a pollo asado. Había una docena de chimeneas encendidas y la leña de invierno impregnaba la casa del dulce aroma a resina y cerezo. Sonaba el piano. La oscuridad aumentó. Noche y crepúsculo se atrincheraron firmemente fuera de la casa y en el interior allí donde la luz brillante de las lámparas combatía las oscuras sombras.
Cuando el piano enmudeció, el optometrista tragó saliva. Oyó cómo se cerraba la tapa sobre el teclado. Luego apareció en el umbral una joven, que se ruborizó claramente y cuyos ojos risueños miraron hacia las ventanas cubiertas de hielo. Respiraba como si estuviera febril y la expresión de su hermoso rostro invitaba a pensar en un agradable delirio. Su pelo dorado brillaba de tal modo a la luz transversal que parecía arder como el sol. Se agarró a la jamba de la puerta poniendo una mano sobre la otra para sostenerse e indicar que no quería interrumpir la reunión de los dos hombres en el salón. Aunque en apariencia se mostraba respetuosa, era fácil ver que no necesitaba mostrar respeto hacia nadie. El optometrista pensó que su vestido era demasiado atractivo y sensual para una joven que apenas era una mujer, que era una hija en un salón, una pianista, una muchacha con fiebre delante de su padre. El encaje, sin el cual el vestido habría resultado escandaloso, subía y bajaba muy deprisa sobre el pecho con su respiración. Era hipnótico, demasiado veloz, inquietante. Tenía los ojos azules y penetrantes, pero estaba tan cansada después de tocar el piano que temblaba, y se aferraba a la jamba en un intento de contener el temblor.
Raudo y cortés, Isaac Penn la acompañó hasta una silla. «Beverly —dijo—, este hombre ha venido a hacerte unas gafas».
Fuera se levantó una repentina ventisca llegada intrépidamente del norte, que había descendido desde el polo hasta Nueva York sin dificultad, pues el terreno que los separaba era blanco y estaba asolado por el viento. En las noches de frío gélido y estrellas fulgurantes, cuando la luna se aliaba con la nieve, Beverly se preguntaba a veces por qué no llegaban sobre el hielo del río osos blancos que merodearan a la luz plateada. Los árboles se doblaban a pesar de su rigidez invernal y algunos, desesperados, golpeaban y rascaban las ventanas. Si se hubiera mantenido abierto un canal en el Hudson helado, pequeños botes iluminados espléndidamente estarían navegando hacia el sur, casi llevados por el viento a una súbita velocidad invernal. Beverly había pensado en lo extraño y maravilloso que sería que la tierra fuera arrojada muy lejos de su órbita, hacia los bordes glaciales del espacio negro donde el sol era un débil disco frío, ni siquiera un cuarto de luna, y la noche, eterna. Cuánta actividad, pensaba, si cada árbol, cada trozo de carbón y cada leño ardieran para obtener luz y calor. Aunque el mar se helara, los hombres se adentrarían en la oscuridad y perforarían su hielo cristalino en busca de peces inmóviles. Pero al final se comerían todos los animales, habrían cosido y tejido todas sus pieles y su lana y consumido todo el carbón, y no quedaría en pie ni un solo árbol. El silencio reinaría sobre la tierra, porque dejaría de soplar el viento y el mar sería un vidrio pesado. La gente moriría calladamente, sepultada bajo sus pieles y edredones.
—Su caballo se morirá de frío si lo deja fuera —dijo al optometrista.
—Sí, le agradezco que me lo recuerde. Debo hacer algo al respecto.
—Tenemos un establo —dijo Beverly con bastante frialdad.
—¿Por qué no me ha dicho que ha venido en su propio vehículo? —lo reprendió Isaac Penn antes de salir del salón para llevar el animal al establo.
Beverly y el optometrista se quedaron solos.
Ella no quería intimidarlo y se entristeció al advertir que lo atemorizaba.
—Vamos, míreme la vista —dijo—. Estoy cansada.
—Esperaré a que regrese su padre.
El optometrista se mostraba reacio a acercarse a ella. No era tanto por miedo a su enfermedad como porque consideraba indecoroso aproximarse a una joven que ardía de fiebre, sentir el calor de sus brazos y su cuello desnudos, notar su aliento, oler la dulce fragancia que, intensificada por la fiebre, sin duda emanaría del encaje y el lino.
—No se preocupe —repuso ella cerrando los ojos un momento—. Ya puede empezar. Si le parece inapropiado, no sé qué decirle. Pero haga lo que ha venido a hacer.
Puesto que el instrumental ya estaba preparado, el optometrista se puso manos a la obra de inmediato. Respiraba por la nariz al acercarse a ella, tenso y silencioso como un insecto atrapado. Ella, por su parte, respiraba por la boca, muy deprisa, debido a la fiebre. Su aliento era dulce. Él se movía afanoso y con cautela mientras manipulaba las reglas de marfil, los parches de ébano y las lentes de una caja que, alineadas por docenas, esperaban su gran momento: cuando él las agitara entonando su canto: «¿Mejor así o así? ¿Así o así? ¿Así o así?».
Cuántas veces al día, se preguntó ella, dirá este hombre «¿así o así?». Son sus palabras. Le pertenecen. Deben de marearlo.
Él pensó que la muchacha era hermosa. Y, en efecto, lo era. Aunque parecía una mujer hecha y derecha y se comportaba como tal, poseía los grandes atributos de la juventud. Él la deseaba, la temía, la envidiaba. Estaba perfectamente constituida, era rica y joven. Y, como él tenía que bregar para ganarse la vida a pesar de sus numerosas imperfecciones físicas, la muchacha le parecía tremendamente afortunada y dotada, aun cuando le constaba que tenía tisis y rebosaba de la sabiduría de quienes mueren poco a poco. La fiebre y el delirio provocaban un estado persistente de exaltación. El opio no habría sido más efectivo. Los largos accesos de fiebre, que se prolongaban durante meses y años, eran una forma de morir digna, aunque solo fuera por el tiempo que tardaría la muerte en derrotarla.
La habitación estaba llena del movimiento que ella irradiaba en un semicírculo danzarín. El fuego saltaba, se inclinaba y corría sin moverse del sitio como una rueda que girara frenética; las ventanas vibraban con cada respiración de la casa y de vez en cuando los árboles arañaban los cristales como perros que rascaran las puertas. Beverly veía cómo el invierno se desplazaba por la habitación en la luz, que iba de las lanzas blancas, los rayos y las cruces plateadas del cristal óptico al fuego, las ventanas y la esfera azul de sus propios ojos. La habitación, tal como ella la veía, era un entramado de movimiento, una sinfonía de traviesas partículas danzantes bastante parecidas a las notas plácidas y tersas de un hermoso concierto. Si veía todo eso mientras un hombre nervioso manejaba unas lentes para examinarle los ojos, ¿qué vería cuando la fiebre le subiera demasiado para soportarla? No importaba. Ahora solo había unos inexplicables jirones de luz ajetreada que la buscaban como si fueran pretendientes.
—El caballo ya está en el establo —anunció Isaac Penn al regresar—. ¿Necesita algo de su carruaje? Puedo mandar que se lo traigan…
—Un momento, señor Penn —le interrumpió el optometrista—. ¿Así o así? ¿Así o así? ¿Así o así?
Luego se recostó, aliviado y decepcionado a la vez, y declaró que Beverly veía perfectamente. No necesitaba gafas.
—Ha llevado gafas desde que era pequeña —dijo Isaac Penn.
—¿Qué quiera que le diga? Ya no las necesita.
—Bien. Envíeme la factura.
—¿Por qué? No he hecho ningunas gafas.
—Por venir en una noche como esta.
—No sabría qué cobrarle.
—Mi hija ve bien, ¿no?
—Sí, perfectamente.
—Entonces cóbreme el precio de unas gafas.
Cuando sonó la campanilla de la cena, todos los que vivían en la casa se dirigieron al comedor y el optometrista, tras hacer una reverencia a medias, retrocedió hasta la puerta y salió a la fría noche de diciembre.
La cena en casa de los Penn era original porque compartían la mesa con los criados. Isaac Penn no era aristócrata. Habiéndose criado en la parte inferior de un barco ballenero, no le gustaba la idea de comedores separados para oficiales y subalternos. Por otra parte, animaba a sus hijos (Beverly, antes de hacerse mayor y caer enferma, Harry, Jack y Willa, que tenía tres años) a traer a amigos. «Esta es nuestra sociedad —afirmaba Isaac—. Además, trabajamos. Pero aquí todos somos iguales, todos somos bien recibidos y todos debemos lavarnos las manos antes de comer».
Así pues, aquella noche, mientras el viento frío arrancaba matorrales en el parque, las estrellas trazaban en el cielo sus famosas e inevitables trayectorias y en una sala contigua una pianola tocaba valses populares, para disgusto de Beverly (le gustaban los valses populares, pero tenía celos de las pianolas), en el gran comedor se reunieron los Penn (es decir, Isaac, Beverly, Harry, Jack y Willa), los amigos de los Penn (es decir, la rubia Bridgett Lavelle, Jamie Absonord y Chester Satin) y los criados de los Penn (es decir, Jayga, Jim, Leonora, Denura y Lionel). Ardían sendos fuegos en las chimeneas situadas en los extremos de la mesa informal, cubierta de vajilla de porcelana y cristalería relucientes y, dispuestos simétricamente, pollos asados, fuentes de ensalada, soperas con patatas de Nantucket en caldo y extras como condimentos, agua de seltz, galletas y vino.
Chester Satin tenía el cabello engominado. Él y Harry Penn se sentían culpables y estaban aterrados, y se les notaba en la cara. Esa tarde habían hecho novillos para ir al centro y habían pagado por ver a Caradelba bailar medio desnuda como una gitana española. Chester Satin, siempre pícaro y atrevido, había comprado un montón de postales pornográficas. Las habían metido bajo las tablas del suelo de la habitación de Harry Penn, situada justo encima del comedor. Tanto Harry Penn como Chester Satin creían que las fotos traspasarían el yeso para avergonzarlos de por vida. Y no podían dejar de pensar en el montón de mujeres lascivas fotografiadas en distintas fases de desnudez. Los polisones y miriñaques caían con garbo, y se les veían las piernas hasta la rodilla, los brazos hasta el codo, la cara, el cuello y (en un caso) los «pechos». Esas mujeres deshonradas habían ido mucho más lejos de lo que permitía la decencia y, aunque llevaban suficiente ropa interior para que un explorador del polo sudara a noventa grados bajo cero, estaban listas para mortificar a los dos chicos con solo atravesar el techo y caer en manos de Isaac Penn. Por eso durante toda la cena Harry y Chester se comportaron como delincuentes condenados.
Jack hacía los deberes (estaba permitido; los niños tenían autorización para leer en la mesa), la rubia Bridgett Lavelle miraba fijamente a Jack (que quería ser ingeniero), Jamie Absonord se atracaba de pollo como si su misión consistiese en zamparse todos los pollos del mundo y Beverly comía como un oso. Aunque estaba delgada, tragaba con mayor rapidez con que las chimeneas devoraban los troncos. Los demás niños estaban en edad de crecer y habían pasado frío todo el día. A una velocidad asombrosa, los pollos se convirtieron en huesos blancos como la nieve, las patatas se esfumaron para siempre y el vino desapareció de las botellas como si hubiera un mago sentado a la mesa. Luego la fruta huyó volando de sus huesos y los pasteles se volvieron invisibles en un pispás. Entretanto, la pianola tocaba muy deprisa valses ligeros. Durante uno de ellos el rollo se atascó y Beverly se levantó para arreglarlo. Cuando volvió, encontró a Isaac Penn mirando con expresión severa un puñado de fotos. Los dos chicos estaban inclinados sobre la mesa, gimoteando, y en el techo había un gran boquete.
—Unas mujeres encantadoras —dijo Isaac Penn a Beverly—, pero ninguna le llega a la suela de los zapatos a tu madre.
Antes de acostarse aquella noche, Beverly se desvistió y se miró en el espejo de cuerpo entero. Era más hermosa que cualquiera de las mujeres de las fotografías de Harry, mucho más. Deseó ir a bailar al Mouquin y deslizarse por la pista moviendo garbosamente su hermoso cuerpo al ritmo de la música. Deseó que un hombre la desnudara y la abrazara. La música le daba vueltas en la cabeza mientras giraba por un suelo de mármol imaginario y, a falta de un hombre, se abrazaba a sí misma. Luego empezó a ponerse el camisón para acostarse: una cuestión mucho más práctica, ya que dormía sobre una plataforma en el tejado y allá arriba hacía un frío imperdonable. Pero a pesar del frío, y tal vez debido a él, las vistas que contemplaba era lo que otros habrían llamado sueños, deseos, milagros.
Las chimeneas y las habitaciones cerradas eran para Beverly como una sentencia de muerte. Tenía la impresión de que no podía respirar si no sentía el aire en la cara. Su régimen de vida, su inclinación y su promesa de salvación se reducían a una sola cosa: estar al aire libre, y así lo hacía durante todo el día, salvo las tres o cuatro horas que dedicaba a bañarse, tocar el piano y comer con la familia. El resto del tiempo se la podía encontrar en la tienda montada sobre una plataforma especial que Isaac Penn había mandado construir a horcajadas sobre los caballetes del tejado. Allí dormía. Allí pasaba el día leyendo o contemplando la ciudad, las nubes, los pájaros, los barcos del río y los carros y coches de las calles.
En invierno Beverly estaba sola la mayor parte del tiempo, porque pocas personas aguantaban mucho rato el frío gélido mientras el viento del norte caía sobre ellas como una cascada de agua helada. Beverly, en cambio, no solo estaba acostumbrada, sino que no podía prescindir de él. Tenía las manos y el rostro muy quemados por el sol incluso en enero. Y, pese a su fragilidad y a su enfermedad, estaba mucho más habituada a la inclemencia de los elementos que un pescador de los grandes bancos de Terranova, ironía que se hacía evidente cuando visitas que gozaban de buena salud acababan convertidas en cubitos de hielo inertes en tanto ella se comportaba como si estuviera en un jardín florido a finales de primavera. Las visitas no estaban tan curtidas como ella. Tampoco disponían de las capas, los abrigos y las capuchas confeccionados exquisitamente a la medida que tenía ella, por no hablar de los guantes, los edredones y los sacos de dormir, todo de lana, plumón o suave piel de marta. Su parka de marta forrada de plumón era a buen seguro la mejor prenda de invierno del mundo: ligera y cómoda, flexible e impermeable, abrigaba extraordinariamente en cualquier circunstancia. La capucha de pieles que le rodeaba el rostro era como un sol negro. En contraste, la dentadura se le veía tan blanca que cuando sonreía parecía que se encendiera una luz.
En invierno y en verano Beverly subía varios tramos de peldaños, deteniéndose en cada rellano a descansar, hasta una escalera especial que conducía a una puertecita. Una pasarela de acero y madera llevaba de esa puerta a su plataforma, asentada sobre un andamio de acero que se extendía entre dos caballetes del tejado. Sobre la plataforma, que medía veinte por doce pies, se alzaba una tienda pequeña anclada con mayor firmeza que un trapecio de circo, y con al menos tantos cables: el virtuoso mecánico encargado de fijarla había diseñado una catenaria entre los mástiles para que el viento pasara de forma natural. Tres tumbonas colocadas en direcciones diferentes permitían disfrutar de una variedad de vistas, de distintas posiciones en el viento y de la continua atención de un débil sol de invierno. Había unos cortavientos de vidrio grueso con goznes montados en un ingenioso sistema de poleas y raíles. Beverly podía levantar el vidrio de los cuatro lados hasta cinco pies de altura. Disponía además de una hilera de armarios construidos a prueba de los elementos. El primero contenía mantas, almohadas y capas suficientes para abrigar al ejército de Napoleón en Rusia. El segundo contaba con espacio para unos treinta libros, una pila de revistas y unos prismáticos, un escritorio plegable y varios juegos (Willa tenía permiso para subir a las horas de menos frío a jugar a las damas o a la guerra). En el tercero había una hilera de termos y latas en los que podía guardar bebidas calientes y la comida que pudiera apetecerle. El cuarto era una estación meteorológica. Beverly era experta en pronosticar el tiempo y apenas necesitaba el barómetro, el termómetro y los anemómetros, que sin embargo le resultaban útiles porque escribía minuciosos informes a pluma, así como comentarios diarios sobre las aves y su comportamiento, la floración de los árboles, los fuegos de la ciudad (su alcance y duración; la altura, densidad y color del humo, etcétera), los globos y las cometas que pasaban, el aspecto del cielo y la clase de embarcaciones que iban y venían por el Hudson. De vez en cuando aparecía una gran goleta vieja, tan alta como silenciosa, y a menudo la ciudad estaba tan ocupada que Beverly era la única que reparaba en ella.
Por la noche se tumbaba al raso, o dentro de la tienda pero con parte de la lona enrollada para poder ver el cielo, y contemplaba las estrellas, no durante diez minutos o un cuarto de hora como la mayoría de la gente, sino hora tras hora tras hora. Ni siquiera los astrónomos observaban el cielo con tanta dedicación, porque continuamente estaban ocupados con las gráficas, las mediciones y la falibilidad de sus prosaicos instrumentos, y concentrados en algún problema celeste. Beverly tenía todo el cielo, lo veía entero y, a diferencia de los pastores, los carreteros o los privilegiados y toscos hombres del bosque que trabajan y duermen a la intemperie, rara vez se cansaba. Las estrellas abandonadas le pertenecían durante las largas horas pródigas de las centelleantes noches de invierno, y, desprovista de compañía, las recibía como amantes. Tenía la sensación de que miraba hacia fuera, y no hacia arriba, en el vasto universo, se sabía el nombre de cada estrella que brillaba y de todas las constelaciones y (aunque no podía verlas) conocía las inmensas nebulosas ondulantes en las que un único filamento de una crin alborotada y revuelta llevaba tras de sí cien millones de mundos. En un delirio de cometas, soles y estrellas pulsantes, dejaba que sus ojos se llenaran de la luz que siseaba, crepitaba y zumbaba en el borde de la galaxia, un crepúsculo perpetuo, un amanecer gris en una de las numerosas galerías del cielo.
Con la cara expuesta al frío gélido de un cielo despejado, recorría la Vía Láctea contando con los dedos las estrellas y constelaciones como una niña que enumera los estados. Solo titubeaba cuando una columna de aire trémulo llegaba en un torrente desde una chimenea cercana y revolvía los artefactos celestes. De lo contrario, recitaba los nombres en una salmodia casi hipnótica, como si llamara a las altas estrellas en el cambiante aire negro del firmamento de diciembre. «Paloma, Liebre, Can Mayor, Can Menor, Proción, Rigel, Orión, Tauro, Aldebarán, Géminis, Pólux, Cástor, Auriga, Capella, las Pléyades, Perseo, Casiopea, Osa Mayor, Osa Menor, Polar, Dragón, Cefeo, Vega, Cruz del Norte, el Cisne, Deneb, el Delfín, Andrómeda, Triángulo, Aries, la Ballena, Piscis, Acuario, Pegaso, Fomalhaut». Su mirada regresaba a Rigel y a Betelgeuse y luego se desplazaba de Rigel a Aldebarán y a las Pléyades. En menos de una décima de segundo viajaba de una a otra cruzando años luz. La velocidad y el tiempo, al parecer, eran cuestión de perspectiva.
Tenía la sensación de que conocía las estrellas y de que había estado entre ellas, o lo estaría. ¿Por qué, en las conferencias del planetario, las fotografías telescópicas que se proyectaban en la cúpula resultaban tan familiares…, no solo para ella, sino para todo el mundo? Granjeros, niños y, en una ocasión, indios de la tribu de Paumanuk que hicieron un alto en su triste carrera hacia la extinción, todos habían comprendido esas nítidas imágenes abstractas de forma inmediata y desde el corazón. Las nebulosas, la extensión de las galaxias, las concentraciones centrífugas —en realidad, luz eléctrica proyectada sobre el techo de yeso— los transportaban muy lejos en una especie de trance, y el conferenciante del planetario no hubiera necesitado decir nada. ¿Y por qué ciertos sonidos, frecuencias y patrones rítmicos repetitivos evocaban estrellas, galaxias flotantes e incluso los coloridos planetas opacos que orbitaban en tenues elipses? ¿Por qué ciertas composiciones musicales (anteriores o posteriores a Galileo, daba igual) estaban unidas de manera armoniosa y rítmica a las estrellas y evocaban la luz paralela que llovía sobre la tierra en ilusorios radiantes que estallaban?
No conocía la respuesta a esas u otros cientos de preguntas sobre las mismas cuestiones. Como había tenido que dejar el colegio y aprendido muy poco de ciencias en él (las chicas no estudiaban física ni química), al despertar una mañana le asombró encontrar en su cuaderno largas ecuaciones de su puño y letra. Pensó que tal vez fuera una broma de Harry. Sin embargo, no había duda de que era su letra. Las notaciones ocupaban páginas y páginas.
Se las llevó al conferenciante del planetario, que no supo qué eran. Ella lo observó durante la hora que dedicó a copiarlas inclinado sobre un buró, bajo el pálido torrente de luz del norte que entraba por la ventana. El hombre dijo que, aunque no lograba entenderlas, le resultaban intrigantes. Con su letra, las ecuaciones parecían tener mayor autoridad.
—¿Qué significan? —preguntó ella.
—No lo sé. Pero parecen tener lógica. Si no le importa, me las quedaré. ¿De dónde las ha sacado?
—Ya se lo he dicho.
—¿De verdad?
—Sí.
Él la miró fijamente. ¿Quién era esa encantadora joven de rostro arrebolado y vestida de seda y pieles de marta?
—¿Qué significan para usted? —preguntó, echándose hacia atrás en la espesura de su traje gris con chaleco.
Beverly cogió las hojas y las estudió. Al cabo de un rato levantó la vista.
—Para mí significan que el universo… gruñe y canta. No, grita.
El astrónomo erudito se quedó sorprendido. En su trato con el público, a menudo se topaba con locos y visionarios que ofrecían sus propias teorías, algunas elegantes, otras absurdas y otras, quizá, atinadas. No obstante, solían ser ancianos barbudos que vivían en buhardillas abarrotadas de libros e instrumentos, excéntricos que vagaban por la ciudad empujando carritos con sus pertenencias, o dementes salidos de manicomios estatales que no podían tenerlos. En sus pensamientos siempre había algo fascinante y verdadero, como si su locura tuviera tanto de don como de enfermedad, aunque el peso de la verdad que percibían con tanta claridad les había ofuscado el entendimiento y todo lo asombroso de su discurso estaba fragmentado y oculto.
Se habría sentido más cómodo conversando con un excombatiente lisiado de la guerra de Secesión o con un inventor huraño de alguna ciudad arcaica del río Hudson: esa era la clase de personas que solían acudir a él con hojas llenas de ecuaciones. El hecho de que fuera una joven atractiva y privilegiada que no tenía ni veinte años contrastaba de tal modo con su obsesión que se sintió profundamente triste e incluso un tanto asustado.
—¿Gruñe? —repitió con suavidad.
—Sí.
—¿Cómo, exactamente?
—Como un perro, pero muy bajito. Y luego grita, una mezcla de voces, tonos, un sonido blanco y plateado.
Al astrónomo, que ya tenía los ojos muy abiertos, le palpitó con fuerza el corazón cuando la oyó añadir:
—La luz es silenciosa, pero de pronto entrechoca como platillos y sale en forma de arco como una fuente para viajar y al mismo tiempo estar quieta. Cruza el espacio, sin moverse, en un rayo fijo, tan silenciosa y limpiamente como un pilar de rubí o diamante.
En el tejado, Beverly clavó la mirada en Rigel y luego en Orión. Las Pléyades estaban, como siempre, perfectamente equilibradas en una confusa asimetría. Aldebarán le hizo un guiño.
—Estás deslumbrante esta noche —dijo ella al viento.
Y Aldebarán estalló en una danza centelleante, sorda y muda, pero aun así grata al corazón. Rigel, Betelgeuse y Orión también charlaron con ella. No había iglesia ni coro más hermosos que las estrellas que hablaban en silencio con los numerosos tísicos condenados silenciosamente, una legión sobre los oscuros y ocultos tejados.
La legión de tísicos se acostó en los tejados esa noche de frío gélido en que el viento soplaba desde el norte como un corredor de lacrosse, violento y duro, para azotar a toda criatura viviente. Allí estaban, escondidos en el bosque cuadrado de bloques de pisos y al otro lado de los puentes que descendían en picado y brillaban más que collares de diamantes. Allí estaban, cada uno solo —como lo estaremos todos un día—, hablando con las estrellas, extrayendo amor efímero del frío y de la lejana luz. En todas partes había hielo. El río se había helado casi hasta el fondo, los senderos y los árboles se habían vuelto quebradizos y la capa superior de la nieve era lo bastante dura para los caballos. Y, sin embargo, los que dormían sobre los tejados ardían como pequeños hornos bajo las colchas, y cuando esa noche Beverly hubo recibido suficiente amor de sus amantes las estrellas, se dio la vuelta en silencio, satisfecha, y se durmió sepultada en las pieles y el plumón.