Se ha escrito y hablado mucho sobre Castle Garden, entrada de inmigrantes, acceso a una nueva vida, estrella en explosión. Pero quienes han estado al otro lado de sus solemnes espacios silenciosos rara vez se han mostrado dispuestos a confesar que, en otra época, se alzó ante ellos o sus padres como las puertas de San Pedro. Sus servidores de ornamentada vestimenta rechazaban a cuantos se encontraban física o mentalmente incapacitados mediante un juicio que era a la vez obra de la burocracia y un sueño. Muchos habían cruzado el océano en busca de luz, y de pronto eran arrojados hacia atrás y rodaban por olas blancas y océanos verdes, hasta que la luz se alejaba y se convertía en la punta de una estrella en la oscuridad absoluta. Una vez rechazados, morían.
A poca distancia de Castle Garden, una milla hacia el sur, cerca del extremo occidental de Governors Island, un barco descansaba en una noche brumosa de primavera antes de emprender la larga y ardua travesía de regreso al viejo mundo…; no se sabía si rumbo a Riga, Nápoles o Constantinopla. Probablemente se tratara de esta última ciudad, porque el grupo de pasajeros de la cubierta y de los silenciosos espacios comunes, que en otro tiempo habían resonado abarrotados, era lo bastante variopinto para representar la gran mezcla de razas que, huyendo de las heridas y el fuego, confluían allí procedentes de Asia, la Rusia asiática y los Balcanes. Los barcos que llegaban volvían a zarpar. Y se llevaban consigo, sin el menor ruido, a quienes se veían obligados a realizar dos viajes. Muchos estaban casi muertos, para empezar, y habría que arrojarlos al mar en la travesía de regreso. Otros lograrían llegar a sus pueblos vacíos u hostiles, donde vivirían sus últimos días sumidos en la perplejidad por haber estado en otro mundo y haber vuelto.
A bordo del pequeño buque de vapor fondeado cerca de Governors Island, alrededor de un centenar de personas no pegaron ojo aquella noche contemplando la brillante empalizada de edificios y puentes al otro lado del agua. Estaban a finales de primavera; el aire era cálido; la bruma seguía baja y daba a la ciudad un aspecto aún más irreal del que habría tenido en un día despejado. Incapaces de avistar tierra, creyeron que Estados Unidos era una isla resplandeciente que se elevaba hasta el infinito desde el centro de un mar calmo.
Permanecían callados porque se habían quedado atónitos. Casi se les salió el corazón del pecho cuando la fila de personas que aguardaban en cubierta se puso por fin en movimiento y, con una gran aclamación, un millar de almas empezó a bajar por la pasarela hacia la nueva tierra. Aquella mañana Brooklyn les había hablado a su derecha con campanas de iglesia, bocinas y sirenas de barco. Las calles que ascendían por sus colinas brillaban y se ondulaban al sol; eran un lugar de tráfico constante, al igual que el puerto, los muelles y las vías fluviales. Hasta el aire estaba abarrotado de nubes y aves que huían juntas en el viento con una indoblegable energía blanca. Después de tanto tiempo en sitios difíciles, los inmigrantes casi podían oír música al ver los edificios que destellaban y se elevaban por encima de ellos. Era un lugar infinitamente cambiante y rico. Sus puertas eran como las puertas del cielo y, si al otro lado alguien decía que no era cierto, solo había que responder: «Después de todo lo que he pasado, la fuerza de mi sueño lo vuelve verdadero. Aunque este sitio no sea tan hermoso como creo que es, de un modo u otro lograré que lo sea». Mientras avanzaban en la apretada fila, miraban por encima de las barandillas y veían al otro lado de las barreras a gente que les sonreía, como diciéndoles: «¡Ya veréis! Os esperan momentos buenos y momentos duros, como me esperaban a mí». Las señales llegaban de todas partes y eran fuertes. El mundo que tenían ante sí era tan aterrador como hermoso.
En cuanto pisaron tierra firme, la fila se dividió al pie de la pasarela y se apresuraron a entrar en una enorme sala llena de gente. Las ventanas estaban abiertas y de vez en cuando una brisa cálida traía el aire de primavera, que olía a flores y árboles. Una familia de tres miembros avanzaba poco a poco hacia el principio de la fila. El hombre era rubio y robusto, con un bigote bien recortado y ojos de un azul húmedo como el de una paleta de acuarelas. La mujer tenía una boca frágil y atractiva que indicaba vulnerabilidad, sensibilidad y compasión, pero, a diferencia de las oscuras calabazas con andares de pato que la rodeaban, era alta y fuerte. Llevaba en brazos a su hijo, un niño de pecho. El padre lo cogió cuando ella se dirigió a la sala de reconocimiento. La gente que había alrededor creyó que estaba loco porque acariciaba al niño de forma casi mecánica y le susurraba con un tono desesperado y tenso, pero sin apartar la vista de la puerta por la que saldría su mujer. Por fin apareció ella, que se encogió de hombros como dando a entender que no sabía qué habían determinado los médicos. Sin decir palabra cogió al bebé en brazos, contenta de recuperarlo. Su marido fue el siguiente. Al alejarse vio en la espalda de su esposa una marca de tiza. Entonces lo examinaron a él. Le hicieron escupir en un frasco, le extrajeron sangre y le realizaron un rápido reconocimiento mientras un empleado escribía lo que decían los médicos. Cuando se vistió de nuevo, también le hicieron la marca de tiza en la espalda.
A media tarde el significado de las marcas de tiza era ya evidente. La sala estaba prácticamente vacía, solo quedaban unas cien personas. Ella ya estaba llorando cuando un funcionario se acercó y les dijo en su idioma que debían regresar.
—¿Por qué? —preguntaron con miedo y rabia.
Para responderles, el funcionario les indicó que se dieran la vuelta y pronunció la palabra que les impedía quedarse. Para el joven campesino y su mujer la palabra era «tisis».
—¿Qué hay del bebé? —preguntó ella—. ¿No hay sitio para él? Si nosotros tenemos que volver, lo dejaremos aquí.
—No —respondió el funcionario—. El niño se va con ustedes. —Su expresión daba a entender que una madre que quería abandonar a su hijo no estaba bien.
—Usted no lo comprende —dijo ella, temblando—. No se da cuenta de lo que hemos dejado.
Pero el funcionario siguió avanzando por la fila de aquellos a quienes debía condenar y desapareció en silencio. La pareja se quedó con su hijo bajo una cruda luz eléctrica muy blanca.
El barco fondeó en la bocana del puerto, sobre todo, pensaron, para que nadie intentara saltar de él. Incluso para los que sabían nadar, el agua estaba demasiado fría, la distancia hasta tierra firme era demasiado grande, las corrientes demasiado rápidas. Pasaban témpanos de hielo que siseaban al derretirse y a veces golpeaban las planchas de acero del casco como si fueran mazos de madera.
El campesino trató de sobornar al capitán para que les permitiera dejar al bebé en tierra, pero no tenía suficiente dinero y por eso el capitán se mostró inflexible. Tal vez si los hubieran rechazado por otro motivo no habría resultado inconcebible regresar al lugar que tanto se habían alegrado de abandonar. Pero sabían que iban a morir y estaban decididos a dejar al niño en Estados Unidos por muy duro que fuera separarse de él. Sería tan duro como morir.
Se quedaban de pie junto a la borda o se sentaban en los espacios oscuros, en silencio, como los demás. De haber estado en mar abierto habrían sido momentos de miedo. Pero se encontraban a los pies de una ciudad suntuosa como un palacio que brillaba y les colmaba los ojos de luz dorada. Estaban fascinados con los puentes, que se arqueaban en sartas de perlas relumbrantes. Nunca habían visto nada parecido, no entendían la escala a la que habían sido construidos e imaginaban que tenían muchas millas de altura. Sentían envidia y pesar mientras contemplaban la noche primaveral, incapaces de dormir.
El campesino empezó a deambular por los pasillos. ¿Por qué no soy lo bastante hombre para aceptar esto? ¿Por qué soy tan codicioso? La imagen de su mujer acudió a su mente. Al principio se echó a llorar, pero luego se enfureció. Golpeó con los puños el mamparo. Un grabado enmarcado se descolgó de la pared y el cristal se hizo añicos. «¡Codicioso!», gritó luchando al mismo tiempo con nada y con todo lo que era. Delante de él había una puerta de lamas de madera que pedía a gritos una patada. Le dio tal puntapié que la arrancó de los goznes. La puerta cayó hacia dentro con una fuerza y un estrépito tales que ocurrieron varias cosas. Él retrocedió asustado. Las luces del camarote se encendieron. La puerta de la escalerilla se cerró de golpe.
Se quedó inmóvil un momento, temiendo que lo hubiera oído algún miembro de la tripulación. Luego recordó que casi todo el mundo había desembarcado. A bordo solo quedaban unos pocos oficiales, sentados con los pies apoyados en la barandilla del puente, fumando y hablando mientras contemplaban las luces de la ciudad. Estaban demasiado lejos para haberlo oído.
Entró a apagar la luz. Era una especie de sala de reuniones. Sillas de cuero verde en torno a una mesa de madera oscura. Miró alrededor, apagó la luz y se encaminó hacia la cubierta.
A mitad del pasillo se detuvo. Tuvo un escalofrío y se estremeció. Regresó corriendo al camarote, encendió la luz y vio lo que había ido a ver. En el rincón, debajo de una portilla, había una gran vitrina de cristal. Contenía una maqueta en madera del barco, el City of Justice, una réplica de cuatro pies de largo. Tenía una quilla equilibrada, mástiles, chimeneas. Estaba hecha con tanto detalle que imaginó dentro un pequeño camarote donde un hombre miraba fijamente un barco en miniatura, dentro del cual había otro camarote y otro barco en miniatura, hasta que el último no era pequeño, sino mayor que el universo, una vez invertidos los ciclos y el ritmo del tamaño en una inevitable cúspide combada.
Él era un hombre pacífico que nunca habría derribado una puerta ni golpeado las paredes con el puño. Pero aquella tarde su joven esposa y él habían recibido lo que consideraban una sentencia de muerte. Cogió una de las pesadas sillas verdes, la levantó y la estampó contra la vitrina. Otro estrépito, y más cristales rotos cayeron al suelo. Resultaba, en cierto modo, estimulante.
En la desierta popa a oscuras, él y su mujer ataron el barquito con cuerdas y lo bajaron al agua. No solo flotó, sino que se equilibró él solo con el viento, e incluso se negó a zozobrar cuando una enorme ola creada por un remolcador que pasó cerca del barco de verdad se estrelló contra él. Pese a su extraordinaria estabilidad, se elevaba en el agua dejando medio pie de francobordo. Lo izaron y el hombre fue a buscar una caja de herramientas. Para alguien que había aprendido a derribar puertas a patadas, fue bastante fácil encontrar una en un buque medio vacío. Cuando volvió, utilizó un formón para abrir un espacio en la chimenea de popa. Introdujo una mano y descubrió que el hueco del casco era amplio y estaba seco. Hasta el amanecer estuvo construyendo una camita en el interior y un respiradero con goznes que se cerraría herméticamente si lo cubriera una ola y luego se abriría de nuevo.
Cuando un sol cada vez más intenso anunció el primer día caluroso de la primavera, metieron al niño en el barco y lo bajaron desde la borda. Observaron cómo se alejaba rápidamente hacia las aguas verdes y soleadas del mar abierto, hasta que desapareció. Ella se echó a llorar, porque pronto habría perdido todo lo que amaba.
«Dejamos a los hijos —dijo él— y ellos se abren camino. Habría sido casi lo mismo…». Incapaz de continuar, la miró y vio la frágil boca, que era como una fina línea torcida. Él ya no era su protector. Se habían vuelto aterradoramente iguales, y cuando se abrazaron fue diferente de cuanto habían hecho hasta entonces, porque era el final. El barco zarpó por la tarde. La sirena tronó. El humo de las chimeneas se elevó veloz en dobles columnas blancas.
El City of Justice en miniatura se precipitaba sobre las olas como un poni, entrando y saliendo de los remolinos que formaba la carrera de mareas entre Brooklyn y Manhattan. Nadie lo vio navegar en medio del tráfico del puerto de tamaño real, y en varias ocasiones se salvó de ser aplastado como un huevo por la proa de las enormes gabarras y barcos de vapor, y de que lo embistieran los ferris en sus monótonas travesías sonámbulas de una orilla a otra. Al caer la tarde se dirigía a la costa de Jersey y el pantano de Bayonne.
Aquel era un lugar misterioso de intrincados canales inexplorados y grandes bahías que aparecían de pronto al salir de estrechos túneles de agua: una topografía con vida propia y alterada constantemente por la activa labor de cincelado del muro de nubes. El City of Justice avanzaba despacio por los canales y entre los juncos. En una bahía amplia de agua más dulce que salada debido a los seis ríos que desembocaban, el City of Justice chocó con un banco alargado de arena blanca y se detuvo. Permaneció allí toda una calurosa noche de cien millones de estrellas, sin un solo lloriqueo del bebé, que se había dormido con el balanceo de las olas.
Los hombres de la bahía tenían un dicho enigmático: «La verdad no es más redonda que el ojo de un caballo». Fuera cual fuese su significado, había pasado de generación en generación mientras cazaban y pescaban. Impulsándose con la pértiga, navegaban entre los juncos tan deprisa que ni los martines pescadores eran más veloces. Estaban tan unidos al aire y al agua del pantano —elementos por los que se movían como fuerzas naturales privilegiadas— que eran capaces de dejar atrás el muro de nubes. Aunque pocos lo habían visto, el espectáculo de un grupo de andrajosos hombres de la bahía dando alaridos mientras avanzaban raudos delante del galopante muro de nubes era extraordinario. Porque el muro de nubes era lo bastante rápido para cercar a las águilas. No obstante, los hombres de la bahía podían derrotarlo incluso en canoa, con remos que golpeaban el agua como si fuesen grandes motores, muecas en los rostros toscos y barbudos, proas que planeaban peligrosamente y se estrellaban contra el agua blanca y los juncos rotos. Salían al otro lado del muro de nubes y, una vez terminada la persecución, se tiraban al agua para refrescarse, como un herrero sumerge en una tina el hierro al rojo vivo que sisea humeante.
Por eso los desaliñados y grotescos hombres de la bahía no tenían miedo de pescar ni de recolectar almejas en los hermosos y desiertos lagos y canales de las inmediaciones del muro de nubes. De hecho, la mayor parte del tiempo deseaban que este entrara en acción, que recorriera y barriera los bancos de arena amarilla y los juncos dorados e iluminara el agua detrás de ellos. Les gustaba perseguirlo en sus estrechas canoas, y eran las únicas personas del mundo capaces de burlarlo: si el muro los atrapaba, sabían qué debían decir para que cambiara de opinión y los soltara. Tenían muchas cualidades buenas y singulares. Sin embargo, eran primitivos, ignorantes, violentos y sucios. Tal vez fuera un precio demasiado alto por el acceso a los lagos fecundos y poco profundos que se extendían al pie del muro de nubes, pero así eran ellos.
En las últimas horas de la noche despejada en que el City of Justice estuvo varado en un banco de arena del lago, Humpstone John, Abysmillard y Auriga Bootes, hombres de la bahía los tres, salieron a pescar los gruesos pargos rojos que desde el Hudson habían recorrido un laberinto de canales hasta acabar en los lagos. Los tres advirtieron que el muro de nubes se agitaba a unas tres millas. Rugía, se arremolinaba, fluía, bullía, crepitaba, gritaba y cantaba: unos rápidos en posición vertical. Arrojaron las redes. El agua estaba fresca y los juncos habían empezado a echar brotes verdes.
El viento se fue al salir el sol, silbando entre los juncos y por encima de los bancos de arena y el agua. La luz brillaba y giraba ante sus ojos: ahora dorada, ahora roja, ahora blanca o amarilla; y del agua surgían sonidos…, sonidos semejantes a campanas, oboes o cantos de coros de mundos inimaginables. Cuando la onda luminosa rompió en espuma blanca al pie del muro y retrocedió para llenar de claridad y calor el crisol de la ciudad y la bahía, los hombres de la bahía sintieron la presencia de algo poderoso y benigno, como si el sonido y la luz presagiaran una ola gigantesca de un dorado intenso que algún día arrasaría todo y se estrellaría contra el muro. Habían oído hablar de ella. Habían oído hablar del resplandor omnipotente que se extendería por las bahías y la ciudad, de la luz que volvería translúcidos la piedra y el acero. Esperaban verlo algún día, pero no soñaban con ello. Sin embargo, por las mañanas observaban cómo sus restos y desechos eran arrastrados hacia la costa.
Los pescadores ya habían arrojado y recogido las redes varias veces cuando se detuvieron a descansar y comer obleas de pescado seco, rábanos y pan duro con cerveza de almeja. La más estimulante de las bebidas alcohólicas, la cerveza que los hombres de la bahía preparaban con jugo de almeja cambiaba de color con los años y la temperatura, y alcanzaba la perfección cuando adquiría un tono morado. Eso significaba que estaba fría, espesa y seca, una ambrosía indescriptible, a cuyo lado el aguamiel sabía a orina de caballo. Sentados en la larga canoa, comieron en silencio. Auriga Bootes, cuyos ojos siempre oteaban el horizonte y se desplazaban del mar al cielo, se irguió y señaló con una mano.
—Hay un barco en el lago —dijo muy sorprendido, porque el lago no era lo bastante profundo para que navegaran barcos.
Humpstone John, un anciano de la comunidad, levantó la vista pero no vio nada. Como conocía bien las dimensiones del estuario, había calibrado la mirada para avistar un barco de verdad y había pasado por alto el City Justice por diez o veinte grados.
—¿Dónde, Auriga Bootes? —preguntó.
Abysmillard miró alrededor sin dejar de masticar ruidosamente, pero no vio nada que pareciera un barco.
—Allí, John, allí —respondió Auriga Bootes señalando en la misma dirección.
Esta vez Humpstone John lo vio.
—Da la impresión de que está muy lejos y al mismo tiempo cerca. No se mueve. Tal vez lo haya escupido el muro de nubes y haya encallado. Quizá lleve a bordo un buen cargamento, como pistolas, herramientas, utensilios, melaza… —al oír esto Abysmillard se animó de golpe, pues para él la melaza era un manjar exquisito—, y quizá lleve almas confusas.
Dejaron la comida y empezaron a remar en dirección al City of Justice. Antes de lo que pensaban se alzaban junto a un costado de la embarcación.
Abysmillard se tocó el cuerpo como un gorila, palpándose las costillas, la nariz y las rodillas. Incapaz de comprender lo que ocurría, creía que se había convertido en un gigante. Los otros dos reconocieron lo que era, pero la ilusión se prolongó porque el barco estaba muy bien construido. La madera de las vergas y de las cubiertas era más marrón que un fruto seco en aceite. El acero negro de pega que cubría el casco era tan opaco y oscuro como el flanco de un toro. Y los accesorios de latón estaban deslustrados como si hubieran estado años en el mar en lugar de encerrados en una vitrina.
—¿Habéis visto eso? —dijo Humpstone John señalando el nombre de la embarcación, en letras blancas—. Es escritura.
—¿Qué es escritura? —preguntó Auriga Bootes, que miró fijamente la chimenea pensando que tal vez fuera a lo que se refería.
—Eso —respondió Humpstone John señalando directamente la proa.
Auriga Bootes se inclinó y agitó un ancla entre los dedos.
—¿Esto?
—¡No! Eso blanco de ahí.
—Ah, eso. Es escritura, ¿eh? ¿Para qué sirve?
—Es como hablar pero sin sonido.
—Es como hablar pero sin sonido —repitió Auriga Bootes.
Y Abysmillard y él prorrumpieron en enormes y profundas carcajadas que eran como bufidos. A veces Humpstone John, pese a toda su sabiduría, era verdaderamente bobo.
El barco en miniatura no era una gran presa, pero decidieron llevárselo de todos modos y le ataron una cuerda a la proa para remolcarlo con la canoa. A medio camino el bebé se despertó y rompió a llorar. Los tres hombres se detuvieron en mitad de una palada. Inmóviles mientras los remos goteaban, ladearon la cabeza intentando localizar el sonido. Humpstone John revolvió un montón de retazos de arpillera que tenía delante pensando que alguno de los hombres de la bahía había dejado allí un bebé por equivocación o para gastar una broma. No encontró ninguna criatura, pero el llanto continuaba. Con la canoa todavía deslizándose, tiró de la cuerda del City of Justice para acercarlo. El sonido procedía de su interior. Humpstone John se sacó del cinturón una espada ancha y partió el barco como quien rompe un huevo con un cuchillo. Un genio con la espada, como todos los hombres de la bahía, calculó el grosor y la dureza de la madera y hundió el acero lo justo para hender el casco. Devolvió la espada al cinturón antes de que tuviera la oportunidad de destellar al sol y el niño quedó suspendido en el aire al separarse y caer las dos mitades de la réplica. Auriga Bootes lo atrapó antes de que tocara el agua y lo arrojó sobre los retazos de arpillera. Luego, sin decir ni una palabra de lo ocurrido, siguieron remando. No tenía sentido hablar de ello. Abysmillard no habría podido aunque hubiera querido. Para él, un hombre achaparrado y tímido, era como si nada hubiera sucedido. Por lo que a los otros dos respectaba, en adelante habría otra boca que alimentar, otro chiquillo que se reiría en las chozas.
Fue uno de ellos hasta que cumplió los doce años. Lo llamaron Peter y luego, para distinguirlo de los otros niños del mismo nombre, escogieron un apellido que encajaba con la imagen que tenían de él: Lake, el niño sacado del lago. Aprendió rápidamente casi todo lo que tenían que enseñarle y enseguida dominó las actividades a las que se dedicaban. No había un entrenamiento formal, los chiquillos aprendían las artes de los hombres de la bahía a medida que crecían. Por ejemplo, su manejo de la espada era inigualable y exigía una fuerza y una coordinación extraordinarias. Pero precisaba en mayor medida una trayectoria libre para la acción de la hoja en sí, como si ya se hubiera hecho y solo necesitara confirmación. Peter Lake aprendió a manejarla a los once años.
Estaba remando en la parte trasera de una canoa mientras Humpstone John sacaba del agua la red circular bien cargada, cuando vieron una figura avanzar hacia ellos por los bancos de arena que conducían al muro de nubes, que aquel día estaba gris y turbulento. A menudo hacía cosas raras cuando estaba alborotado. El hombre que se acercaba parecía haber salido de la mismísima barrera de nubes. Estaba aturdido pero su actitud era belicosa: o bien era un anciano guerrero japonés o un fugado de un manicomio de Cape May. Fue derecho hacia ellos, con una mano en la espada y gritando en el idioma más extraño que Humpstone John o Peter Lake habían oído nunca. No era inglés ni el idioma de la bahía. Humpstone John, que supuso que el recién llegado creía estar en otra época o en otro país, dijo:
—Esto es el pantano. Seguramente querrá ir usted a Manhattan. Si deja de chillar le llevaremos, y seguro que encuentra allí a otros como usted. Y, si no es así, es la clase de lugar donde nadie se fijará en sus estrambóticos modales. Pero haga el favor de dejar de farfullar y hable en un idioma inteligible.
El guerrero respondió acercándose más, sumergido hasta las rodillas, con un rápido giro sobre sí mismo que indicaba el comienzo del combate. Humpstone John imaginó que, por muy conciliador que se mostrara, habría pelea. Suspiró cuando el samurái, o quienquiera que fuese, desenvainó una larga espada de plata y corrió hacia la embarcación gritando como alguien a quien empujaran por el borde de un precipicio. Humpstone John arrojó la red al aire, desenfundó su ancha espada y se la pasó a Peter Lake.
—Pruébala —dijo—. Es una buena forma de aprender.
El samurái se abalanzó sobre ellos con alaridos ensordecedores.
—¿Por dónde la agarro? —preguntó Peter Lake.
—¿Por dónde agarras qué?
—La espada.
—Por la empuñadura, por supuesto. Deprisa…
El guerrero estaba a dos pies de la canoa. Su larga y pesada espada se extendía desde la parte posterior de su cabeza hasta los tobillos, y la sujetaba al estilo del verdugo antes de un golpe inminente. Tenía la cara tan crispada que parecía un pez globo. El acero empezó a desplazarse.
—Será mejor que detengas esa estocada —dijo Humpstone John con calma.
Peter Lake sostuvo la espada en perpendicular a la de su contrincante…, justo a tiempo para un frío choque de metal contra metal.
—¿Y ahora qué, John? —preguntó, mientras la espada del guerrero se apartaba de la suya y hacía un corte profundo en la borda de la canoa.
—Prueba con un golpe ascendente debajo del brazo con que maneja la espada. Rápido.
—La maneja con los dos brazos, John —respondió Peter Lake, que bajó la cabeza antes de que el siseante acero pasara casi invisible por donde había estado su cuello.
—Creo que tienes razón. —Humpstone John reflexionó un momento—. Prueba con uno.
El adversario soltó un grito aterrador mientras adelantaba la espada con las dos manos en una estocada directa hacia el corazón de Peter Lake, quien la esquivó pero no pudo evitar que cortara una buena porción de la barba de Humpstone John.
—¡Mierda! —exclamó Humpstone John—. Hazlo ya. Me encanta mi barba.
—Está bien —respondió el joven Peter Lake, y moviendo la afilada hoja en un rápido golpe ascendente hizo un profundo tajo en el brazo izquierdo de su contrincante.
Eso pareció despertar algo en él, porque realizó otros pocos movimientos, tan rápidos que fueron casi imperceptibles y tan gráciles que parecieron un solo gesto, y a punto estuvo de destripar a su atacante. Este dejó caer la espada en el agua poco profunda y avanzó tambaleante hacia el muro de nubes, que lo recibió como una ambulancia o un enterrador (nadie lo supo nunca).
—¿Recojo su espada, John? —preguntó Peter Lake, todavía temblando pero muy orgulloso de haber sobrevivido a su primer combate.
—¿La espada de quién? —quiso saber Humpstone John, que se había puesto otra vez a pescar.
—La del hombre con el que acabo de luchar.
—Ah, ese. ¿Su espada? Mierda, es de hojalata. Déjala donde está.
Peter Lake era capaz de adelantar, aunque por los pelos, el muro de nubes cuando este oscilaba a través de los bancos de arena, y sabía que no le faltarían comida ni cobijo mientras se alzaran del agua juncos entre los que nadaran, se escabulleran y descansaran peces, almejas y cangrejos. Sabía recitar bastante bien en la lengua de la bahía mientras los ancianos contemplaban el fuego moribundo, complacidos con su destreza. Como todos los niños de la bahía de su edad, acababa de empezar a acostarse con su hermana. Los hombres de la bahía se entregaban a esa práctica (razón por la cual Abysmillard era como era) sin pararse a pensar ni un momento en que tal vez no fuera una buena idea. A Peter Lake le adjudicaron a su hermana, Anarinda, muy pronto. En realidad no era su hermana y, de todos modos, no podía concebir; nadie podía al principio. Anarinda era una belleza y Peter Lake estaba encantado. Preguntó a Abysmillard y a Auriga Bootes cuánto tiempo podría seguir haciendo lo que acababa de aprender a hacer. Abysmillard no entendía de tales cuestiones y Auriga Bootes lo mandó a Humpstone John, quien respondió: «Ah, cuatrocientos o quinientos años, supongo, según tu virilidad y lo que sea para ti un año».
Peter Lake, a quien traían sin cuidado las definiciones, consideró que se encontraba en una situación excelente, ya que, fuera lo que fuese un año, parecía una eternidad, y la desnudez de Anarinda y lo que ocurría cuando rodaba con ella por el suelo en el calor de la choza eran enormemente placenteros. Si eso duraba otros cuatrocientos o quinientos años…, bien, ¿qué más se podía pedir? Esa primavera se volvió bastante engreído y, creyendo que la situación duraría media docena de siglos, cantó, bailó y paseó tarareando para sí canciones que inventaba sobre Anarinda.
Oh, Anarinda, pechos redondos como almejas,
muslos lisos como lenguados,
cabellos dorados como el heno.
En ti mi campana tañerá,
Anarinda, Anarinda, la predilecta de la bahía.
Pero esa felicidad distó mucho de durar quinientos años. De hecho no duró ni una semana, porque Humpstone John le informó de que debía marcharse. No podía quedarse con los hombres de la bahía porque no era uno de ellos. Le habían cuidado durante doce años. De pronto estaba solo.
Un par de años después habría deseado irse, como todos los chicos de esa edad. Pero él todavía era lo bastante joven para creer que el mundo se acababa en el pantano y para alegrarse de que no pareciera haber mucho más fuera de él, que era precisamente la razón por la que lo echaban. Sabían que para sobrevivir en Manhattan tendría que haber experimentado cierta amargura. Y siempre sentiría amargura al pensar en cómo lo habían engalanado antes de que se alejara remando. Le dieron una corona de conchas y un collar de plumas (símbolos de virilidad), una buena espada, una red nueva, una bolsa de obleas de pescado seco y una jarra de cerveza de almeja. Le dijeron que con eso estaría bien preparado para la ciudad. Él nunca había pensado mucho en Manhattan, pues parecía ser poco más que un montón de colinas altas y grises que brillaban de noche. Le daba pena irse, pero imaginó que encontraría buenas ensenadas rebosantes de peces, chozas cómodas llenas de anarindas y una vida no muy distinta de la que conocía. Una tarde de finales de primavera cruzó al otro lado.
Manhattan, un reino alto y estrecho tan prometedor como cualquiera que haya existido jamás, apareció de golpe ante él, un palacio suntuoso e imperfecto de acero con cien millones de cámaras, jardines colgantes, piscinas, pasadizos y terraplenes que se elevaban sobre sus ríos. Construido en una isla con puentes tendidos hacia otras islas y hacia tierra firme, el palacio de las mil torres estaba indefenso. Acogía a casi todos los que querían entrar, porque su extensión era tal que resultaba imposible conquistarlo y solo podía visitarse por la fuerza. Los recién llegados, los invasores y sus mismos habitantes se sentían tan desconcertados ante su multiplicidad, variedad, orgullo, tamaño, brutalidad y elegancia que perdían de vista lo que era. Se trataba, sin duda, de una estructura simple, muy compartimentada, atractiva y agradable, un extraordinario colmenar de la imaginación, la casa más grande jamás construida. Peter Lake lo supo cuando se detuvo en la Bowery, con su corona de conchas y su collar de plumas de fabricación casera, a las cinco de la tarde de un viernes de mayo.
Con la jarra de cerveza de almeja morada en una mano y en la otra una bolsa de piel de mapache llena de obleas de pescado seco, se sintió anonadado, pero aprendió deprisa. Su primer incidente fue el robo de la canoa en cuanto desembarcó en un muelle de South Street. No se había dado ni la vuelta cuando unas formas misteriosas salieron de los pilotes cubiertos de musgo y se la tragaron como si se la llevaran al infierno. Al cabo de cinco minutos vio que unos chicos la habían convertido en astillas que venderían como leña. Antes de llegar a la Bowery, la madera ardía bajo la carne chisporroteante de aves de corral, cerdos y vacas que asaban para venderla a los transeúntes. Tan pronto como apagaban las llamas para poner otro cerdo o cordero a asar, los cocineros callejeros ya habían vendido las cenizas y la carbonilla a ruinas humanas de color gris que las acarreaban en enormes bolsas para venderlas a las compañías químicas y los invernaderos. Peter Lake se acercó a uno y señaló el enorme saco, que casi impedía ver a su portador, a excepción de la pequeña cabeza apergaminada y los ojos saltones inyectados en sangre.
—Es mi canoa —dijo.
—¿Qué es tu canoa? —preguntó el infeliz corpulento.
—Eso —respondió Peter Lake señalando todavía el saco.
—Es tu canoa, ¿eh? —dijo el vendedor de cenizas mirando a Peter Lake de arriba abajo, desde la corona de conchas hasta los botines de piel de ratón almizclero—. Entonces no te importará que el viejo Jake Salween la utilice para viajar a China, ¿verdad que no? ¡Adiós, muchacho! Pronto te llevarán con Overweary.
—¿Overweary?
—¡Como si no lo supieras! Apártate de mi camino, enano loco.
Peter Lake pensó que la ciudad, o lo que había visto de ella, era como el muro de nubes. Con su movimiento, los sonidos que brotaban en todas las direcciones, su enorme vitalidad, le parecía un muro de nubes que se extendiera plano, como una alfombra hirviendo. Sin embargo, mientras que el muro era blanco, la ciudad era una paleta de colores intensos. Tanto sus formas como su geometría lo fascinaron: el fulgor naranja de las ventanas de los pisos superiores; el resplandor verde y blanco, en forma de campana, de las lámparas de gas; las saltarinas lenguas de fuego; las retumbantes cámaras al rojo vivo que se formaban entre el carbón; los caballos herrados que trotaban despreocupados ante carruajes barnizados; los tejados triangulares y puntiagudos; el ballet de las multitudes al subir escaleras, doblar esquinas y cruzar calles; los ruidos guturales de la maquinaria (oyó a lo lejos un sonido grave parecido al del muro de nubes, pero era el de los motores de vapor, los volantes y las prensas); las velas de barcos que llenaban los extremos de las calles de nubes blancas o de abruptos planos angulares y luego se derrumbaban sobre los edificios circundantes o se convertían en guillotinas; los gritos de los vendedores con disfraces; los edificios (nunca había visto edificios), dentro de los cuales había hileras de lámparas centelleantes (nunca había visto lámparas), árboles pequeños, mesas y hectáreas de mujeres hermosas que andaban muy erguidas y, a diferencia de las de la bahía, llevaban ropa con la que semejaban aves selváticas de piel sedosa, aunque eran más pechugonas y a veces se mostraban más distantes. Nunca había visto uniformes, tranvías, ventanas de cristal, trenes ni multitudes. La ciudad apareció de golpe ante él, irrumpiendo a través del aro de conchas blancas que coronaba su cabeza. Caminó con paso vacilante alrededor del fuego y el tumulto de Broadway y Bowery, sin comprender todo lo que veía. Por ejemplo, un hombre daba vueltas a la manivela de una caja de la que salía música mientras una criatura pequeña, mitad hombre, mitad animal, bailaba por la acera y recogía objetos en un sombrero. Peter Lake trató de hablar con él. El hombre de la manivela le aconsejó que diera dinero a la criatura.
—¿Qué es dinero? —preguntó Peter Lake.
—Dinero es lo que das al mono o si no el mono te mea encima —respondió el organillero.
—Dinero es lo que das al mono… o si no el mono te mea encima —repitió Peter Lake, intentando entenderlo.
Cuando se dio cuenta de que el hombrecillo del traje rojo era «el mono», comprendió también que el mono iba a mearle encima. Retrocedió de un salto, resuelto (entre otras cosas) a conseguir dinero.
Al cabo de una hora estaba más cansado de lo que nunca había estado; le dolían los pies, tenía los músculos tensos y notaba la cabeza como una caldera de cobre que rodara escaleras abajo. La ciudad era como la guerra: se libraban furiosas batallas y por las calles se arrastraban legiones de hombres desesperados. Había oído hablar de la guerra a los hombres de la bahía, pero nunca le habían dicho que fuera posible ponerle arreos, mantenerle la cabeza baja y obligarla a correr sin moverse del sitio. En varios miles de millas de calles se desplegaban numerosos ejércitos caóticos que interactuaban sin formar: diez mil prostitutas solo en Broadway; medio millón de niños abandonados; medio millón de tullidos y ciegos; varios miles de delincuentes activos en perpetuo combate con otros tantos policías, y un elevado número de ciudadanos buenos, que en la vida cotidiana eran tan feroces y rapaces como los perros salvajes de otras ciudades. Ellos no compraban y vendían, sino que organizaban matanzas y se daban palizas unos a otros. No caminaban por las calles, sino que avanzaban como piqueros, con los dientes apretados y el pulso acelerado. Las diferencias entre las distintas clases de bandidos y los ciudadanos corrientes eran tan sutiles e imperceptibles que resultaba casi imposible identificar a un hombre honrado. Un juez que condenaba a un delincuente podía merecer una pena diez veces más severa y recibirla quizá algún día de un colega cuatro veces más corrupto que él. Toda la ciudad era una rueda de la fortuna de lo más sofisticada. Era un trasunto fiel de los procesos absolutos del destino, pues se obligaba a inocentes y a culpables por igual a dar vueltas en su enorme y sobrecargado bombo, se les empujaba por laberintos plagados de trampas, se les encerraba moribundos en celdas sin ventilación o se les elevaba hasta plataformas con vistas magníficas.
Peter Lake tenía tanta idea de por qué sentía e intuía lo que sentía e intuía de la que tiene un paciente de lo que ocurre exactamente en el quirófano cuando lo abren con una sierra. Estaba abrumado por los sentimientos. La ciudad era una caja de fuego, y él estaba dentro, ardiendo y sacudiéndose, traspasado continuamente por visiones demasiado fuertes para catalogarlas. Se arrastró por el laberinto de calles, con su cerveza morada y sus obleas de pescado. Allí no había bahías ni lugares de arena blanda en los que tumbarse.
Pero había anarindas. Había tantas anarindas que se preguntó si estaba cuerdo. Pasaban por todas partes, por encima, por debajo, por un lado, dentro de las cajas con la parte delantera de cristal, como peces que nadaran tentadoramente en bancos, ingrávidos y risueños. El suministro era infinito; fluía como un río. Sus hermosas voces sonaban como las campanas, el cristal, las aves y las canciones. Decidió que lo mejor que podía hacer era escoger a una anarinda que lo llevara a su casa. Podrían comer las obleas de pescado, beber la cerveza de almeja, quitarse la ropa y rodar por los lugares blandos donde esas anarindas durmieran. Elegiría a la mejor que encontrara. A fin de cuentas, ¿qué anarinda iba a resistirse a él, con sus conchas y sus plumas, sus pieles y una jarra entera de cerveza de almeja? Pasaron muchas anarindas, todas agraciadas. Pero la que escogió le pareció realmente especial. Era casi dos veces más alta que él, con una cara ancha y tan hermosa sobre un cuello alto de tejido gris (con una esmeralda prendida) que parecía una diosa. Iba envuelta en pieles de marta y lucía otras joyas aparte de la esmeralda. Era estupendo, sobre todo porque se disponía a entrar en una caja negra brillante tirada por dos caballos musculosos.
Peter Lake se acercó a ella, le enseñó con un movimiento de muñeca la bolsa de obleas y luego la jarra, levantó la barbilla y pataleó ejecutando el insolente gesto de apareamiento que hacían los hombres de la bahía. La corona de conchas tintineó y las plumas ondearon. Al principio creyó que había tenido éxito, porque los ojos de la joven estaban muy abiertos por el asombro. Pero enseguida vio una expresión de miedo en sus encantadoras facciones, como una nube sobre la luna. La portezuela se cerró en sus narices y la caja se alejó.
Repitió varias veces ese número de seducción, pero hasta las anarindas más harapientas lo desdeñaron. Agotado como estaba, y sintiéndose rechazado, siguió deambulando en busca de un lugar donde dormir, porque ya había anochecido. Aunque no sabía adónde se dirigía, las calles estaban tan embrolladas y eran tantas que no pasaba dos veces por el mismo sitio, y allá adonde iba encontraba escenas fascinantes (un perro dando volteretas, un hombre envuelto en una sábana blanca que maldecía a la multitud, el choque de dos coches fúnebres). Al cabo de tres horas (solo eran las ocho), el pantano de Bayonne le parecía tan lejano y difuminado como si se tratara de otro mundo, y supo que estaba perdido en un largo sueño grandioso. Las escenas y los colores se superponían, impulsados como las olas de una tempestad, hasta que trastabilló por el desconcierto.
Finalmente llegó a un pequeño parque, una plaza rodeada de edificios de piedra. Era verde oscuro, silencioso y tan tranquilo y prometedor como la esmeralda en su campo de angora gris. Había árboles, blanda hierba y espacios oscuros. En el centro, una fuente. Alrededor del perímetro, las farolas de gas brillaban entre los árboles que se mecían con el viento proyectando luces y sombras. Y una anarinda bailaba con otra anarinda. Una era menuda y pelirroja y llevaba una falda verde. La otra, mucho más corpulenta y sensual (aunque no tenía muchos más años que Peter Lake), tenía una melena rubia y las mejillas encendidas y llevaba una camisa color crema. Bailaban alrededor de la fuente, cogidas del brazo, una vieja danza holandesa, con las mejillas pegadas y las manos entrelazadas. No había música; tarareaban. Y, a ojos de Peter Lake, no había motivo para que bailaran, aparte de que era una noche excepcionalmente hermosa.
Calzaban zapatos anchos de color marrón que tableteaban sobre el pavimento con un alegre sonido hueco, y se divertían tanto agachándose y dando vueltas que Peter Lake quiso unirse a ellas. Y así lo hizo, amontonando la jarra, la bolsa y la espada en el suelo antes de introducirse de un salto en el espacio abierto para bailar. Bailó como los indios, de quienes los hombres de la bahía habían aprendido hacía mucho tiempo los bailes de la almeja y las extrañas danzas en círculo que imitaban los juncos agitados por el viento. Al ver a las dos chicas tan contentas, Peter Lake ejecutó la danza de la luna. Saltó y se dobló y jugó a botar de un pie envuelto en pieles al otro. Ellas giraron a su alrededor atraídas por el tintineo de las conchas. La imagen que formaban juntos era agradable para los transeúntes, que tiraban pedazos de plata a sus pies. Peter sabía que eso era dinero. Pero, aunque había llegado a descubrir qué era, tardó mucho en entenderlo, pues sus misteriosas reglas lo dejaban perplejo. La primera decía que era casi imposible conseguirlo. La segunda, que, una vez que se tenía, era casi imposible conservarlo. La tercera, que esas leyes solo se aplicaban a un individuo en particular, pero no a los demás. Es decir, aunque el dinero era imposible de conseguir e imposible de conservar, a todos los demás les llegaba a espuertas y se quedaba con ellos. La cuarta regla era que al dinero le gustaba vivir en sitios limpios, relucientes y coloridos, de textura agradable y sombras atrayentes. Una buena cantidad parecía residir al borde del parque, en altas casas de piedra de un intenso marrón rojizo. Al otro lado de las ventanas transparentes brillaban luces cálidas y se veían anchos paneles granates, rojos, verdes y blancos, así como el destello de la plata y el resplandor de las llamas. Peter Lake alcanzaba a ver todo eso mientras bailaba. Y sentía que estaba excluido de esos lugares, aunque la gente que vivía en ellos le arrojara dinero por ejecutar la danza de la luna. Eso era aún más misterioso. Le tiraban monedas por hacer algo que le gustaba hacer, algo que era fácil y que habría hecho de todos modos. Cuando Peter Lake bailó junto a la fuente nocturna en la plaza verde oscuro y recibió monedas por ello, se convirtió en un ladrón. Si bien tardaría mucho tiempo en comprender el principio, este decía que cobrar por hacer algo con lo que se disfruta es robar. Tras aprender esta lección aun sin entenderla, se sintió identificado con los ladrones, lo que no estaba mal, ya que las dos chicas eran embaucadoras.
—¿Qué significa embaucar? —les preguntó mientras ellas se arrojaban agua fría de la fuente en la cara, que tenían enrojecida y sudada.
—¿De dónde sales tú, que no sabes qué es embaucar? —dijo la corpulenta.
—Soy del pantano.
Ellas no sabían a qué se refería. Mientras repartían el dinero le hablaron de su profesión.
—Bailamos en medio de la gente para atraer su atención. Nos tiran dinero…
—El dinero es lo que das al mono o si no el mono te mea encima —dijo Peter.
Las dos chicas se miraron.
—Nos tiran dinero y la Pequeña Liza Jane les roba la cartera. Eso es embaucar.
—¿Por qué habéis seguido bailando cuando han dejado de tiraros dinero?
—No lo sé —respondió la corpulenta—. ¿Por qué no?
La corpulenta era la Pequeña Liza Jane, y la menuda, Dolly. Antes formaban un trío con una chica morena llamada Bosca, pero había muerto hacía poco.
—¿De qué murió? —preguntó Peter Lake.
—En la bañera —respondió la Pequeña Liza Jane, sin más explicaciones.
Lo aceptaron como sustituto de Bosca. Peter Lake bailaría con Dolly mientras la Pequeña Liza Jane robaba carteras. Les preguntó si tenían un lugar blando donde dormir y ellas asintieron. Tardaron tres horas en llegar. Cruzaron varios ríos pequeños y cinco arroyos. Recorrieron cien callejones sinuosos que parecían decorados de ópera. Franquearon grandes puentes, atravesaron plazas comerciales donde unos hombres comían fuego y asaban carne en espadas, y pasaron por delante de una docena de puertas anchas que conducían a fábricas humeantes que palpitaban como corazones. Mientras caminaban, Peter Lake imitaba los sonidos que oía salir de las herrerías: «¡Bum, atcha atcha rapumbela, bum, boc, atcha atcha, seeeeee-ah! ¡Balaca balaca balaca, oooooh-tac! ¡Chic chic chic chic! ¡Buma! ¡Um baba um baba, dila dila dila, zas! ¡Um baba um baba, dila dila och!». Se dio cuenta de que en la ciudad las personas andaban no solo como corceles, sino también como si ejecutaran extrañas danzas rítmicas: los cuerpos se elevaban y descendían, los brazos se extendían y doblaban, las caderas marchaban con celo femenino (si eran mujeres y, a veces, aunque no lo fueran). Preguntó a las dos embaucadoras si se libraba una guerra o había ocurrido alguna calamidad, porque no atinaba a comprender las hogueras encendidas, los ejércitos de vagabundos, los escombros, el tumulto. Ellas miraron alrededor y le dijeron que no había nada fuera de lo corriente. Él estaba a punto de desmayarse del agotamiento.
Llegaron a una calle de bloques de pisos simétricos. Las embaucadoras no vivían en ellos, sino dentro de la plaza escondida que formaban. Recorrieron un oscuro túnel encalado y salieron a un enorme patio rodeado de unos cien edificios. En el centro había un jardín en mal estado que la primavera aún no había revivido, a excepción de las numerosas malas hierbas. En el borde, empequeñecida por los edificios, había una caseta. Las embaucadoras no vivían en ella, sino en su sótano. Cruzaron una puerta para bajar a una pequeña habitación oscura con un ventanuco cerca del techo. En un bidón de gasolina que servía de estufa había restos de brasas. De la pared colgaban verduras secas, una cazuela y unos cuantos utensilios de cocina. El único mueble era una cama enorme inclinada, pues tenía las patas de distinta altura, cubierta de media docena de almohadas, sábanas y mantas gastadas. Sorprendentemente, no estaban muy sucias. Ese era el lugar blando donde dormían las embaucadoras.
«La Pequeña Liza Jane ha encendido una vela de sebo y Dolly ha echado leña en la estufa —explicó esta cuando acabaron. A menudo hablaba de sí misma en tercera persona—. Falta una hora para que hierva el agua y se cuezan las verduras». Peter Lake les enseñó las obleas de pescado y les explicó cómo preparar un guiso rasgándolas en tiras y atándolas con nudos antes de arrojarlas al agua hirviendo, para realzar el sabor.
Pensaban descansar antes de comer, pero, en lugar de eso, se bebieron casi toda la cerveza de almeja. La Pequeña Liza Jane se quitó la camisa por la cabeza cruzando los brazos y Dolly la imitó. Luego se quitaron la falda. Peter Lake ya flotaba debido a la cerveza y se sintió fuertemente atraído. La Pequeña Liza Jane tenía dieciséis años y estaba totalmente desarrollada. Dolly todavía era púber, pero su frescura compensaba la falta de volumen. Además, la Pequeña Liza Jane, con su volumen, valía por dos. Sus pechos danzarines llenaron los ojos de Peter Lake. Pensó que a continuación ocurriría lo mismo que había ocurrido con Anarinda, pero con dos anarindas. Gimiendo de placer, se desvistió. Resultó tan difícil como pasar una silla de amazona por una trampa para langostas. Cuando por fin estuvo libre, abrió los ojos para disfrutar de los pechos y las piernas que había en la cama, pero vio que ya estaban enredados unos con otros, y las chicas respiraban con lentos siseos lascivos. Oyó una breve serie de chupeteos. ¿Qué estaba pasando allí? Miró para cerciorarse de que las dos eran anarindas, como le había parecido. Lo eran, no había ninguna duda. Aquello era una novedad, pero, como todo en la ciudad lo era, no se sorprendió. Tomó nota. No mostraron interés por él, aunque le dejaron participar y satisfacerse varias veces a sí mismo, tras lo cual perdió el interés por ellas. Horas después, a ninguno le interesó nada más que el guiso. Comieron en silencio y se durmieron poco antes de que saliera el sol.
Como si hubieran fumado opio, los tres oyeron a medias la voz de la Pequeña Liza Jane. «Mañana iremos a Madison Square —dijo—. Hay muchos primos allí». Y el humo gris del sueño colmó el reducido espacio y los hundió agradablemente en la blanda cama inclinada.
A la mañana siguiente Peter Lake vio la ciudad con otros ojos, como la vería en adelante cada vez que se despertara. La ciudad nunca era la misma de un día para otro. Tardes llenas de humo, encapotadas, oscuras; océanos de lluvia; días de otoño más claros que pisapapeles de cristal; sol y sombra… No había una única ciudad.
Se levantó temprano. Las dos chicas estaban enredadas con las mantas. Peter Lake se vistió y salió rápidamente, fue el primero en ver cómo el sol iluminaba la boca de la chimenea más alta de los bloques de pisos circundantes. En el jardín, rodeado de malas hierbas que le llegaban hasta la cintura, se preguntó cómo sería el interior de esas estructuras. Nunca había entrado en un edificio. Bien pudiera ser que, al abrir la puerta de uno, viera una ciudad nueva, tan grande y entretenida como la que acababa de descubrir. Esa mañana de finales de primavera, casi estival, se encaminó a la puerta del edificio más cercano y la abrió de golpe esperando ver, como desde lo alto de una colina, una extensa ciudad a sus pies en un frío amanecer. Algún día tal vez la viera, pero por el momento solo encontró oscuridad y un olor nauseabundo. Salvó con cautela un tramo de escaleras (criado en el pantano, no sabía nada de la altura) y salió a un rellano. Había cuerdas y bramantes atados a lo largo de toda la barandilla. Juegos de niños, pensó. Vio en la negrura que las paredes oscuras estaban llenas de arañazos y boquetes. Era un lugar horrible, lejos del agua, el cielo y la arena. Se habría ido y olvidado de aquel sitio si no se hubiera sentido impelido, por alguna razón, a subir otro tramo de escaleras. Se encontraba en el corazón del edificio, tan lejos de la luz como lo habría estado en el fondo de una tumba. Se disponía a dar media vuelta cuando de pronto se quedó completamente inmóvil con el grácil y rápido autocontrol del cazador que ha avistado a su presa. Ante él había un niño, pero no era un niño normal. Al menos eso esperaba. No podía tener más de tres o cuatro años y vestía una mugrienta bata negra. Tenía la cabeza muy grande, afeitada, deforme. Las cejas y la coronilla sobresalían como si fueran a estallar. Otro tanto pasaba en la parte de atrás. Peter Lake hizo una mueca. Esa criatura, plantada entre los escombros, tenía una mano en la boca, se apoyaba en la pared y miraba al frente con gesto inexpresivo. Le temblaban las mandíbulas, y el horrible cráneo hinchado se mecía hacia delante y hacia atrás con movimientos espasmódicos. Peter Lake supo instintivamente que no le quedaba mucho tiempo de vida. Quería ayudarlo, pero carecía de experiencia y de memoria para guiarlo. No podía marcharse ni quedarse allí. Lo observó temblar y sacudirse en la penumbra hasta que, sin saber cómo, regresó tambaleándose a la luz.
En el pantano no se sabía nada de niños a los que se dejaba morir en un pasillo. Pero ese sito, al amanecer, encarnaba la muerte. En la ciudad había lugares en los que se podía caer y de los que nunca se salía: sueños oscuros y muerte lenta, la muerte de los niños, sufrimiento sin gracia ni redención, pérdida definitiva y eterna. La imagen del chiquillo se le quedó grabada. Pero no se acabó ahí, porque la realidad daba vueltas en un aro giratorio. Hasta los irredimibles serían redimidos, y había un equilibrio en todo. Tenía que haberlo.
Volvió al lado de las embaucadoras.
—Deja la espada —dijeron las chicas— o los cabezas de cuero irán a por ti.
Un hombre de la bahía nunca se separaba de su espada salvo para nadar o rodar.
—No la dejaría aquí ni por todo el dinero del mundo —replicó Peter Lake, y pensó que le había salido una nueva frase maravillosa.
—Esa si que es buena —dijo Dolly—. Espero que se te dé mejor embaucar.
Madison Square estaba tan lejos como el parque donde las había conocido. Después de un ferry, dos puentes, un tren y media docena de túneles, tuvieron que serpentear durante varias horas por un laberinto de calles, pasajes, callejones y arcadas que cobraron vida de golpe. Antes de ponerse a trabajar, Peter Lake ya estaba agotado. Pero, una vez en medio del maravilloso parque rodeado de altos edificios conectados entre sí por una red de puentes aéreos, empezó a ejecutar una serie de danzas de la luna, bailes de la almeja y balanceos de junco. Dolly bailaba alrededor de él mientras la Pequeña Liza Jane iba de aquí para allá entre la multitud robando carteras.
La Pequeña Liza Jane (una verdadera belleza) tenía un gran instinto rapaz y, cuando vio salir del Bank of Turkey a un hombre grueso con un traje de tela escocesa, fue derecha a él como una abeja atraída por la miel. En su abultada cartera encontró exactamente treinta mil dólares. Temblando, detuvo a Peter Lake en medio de una frenética danza de la almeja y le pidió que fuera con ella y con Dolly a un rincón del parque. Allí dividieron a partes iguales el dinero, de modo que, de las ganancias de la mañana, Peter Lake se embolsó diez mil dólares con veintiocho centavos. La Pequeña Liza Jane dijo que la policía iría tras ellos si el gordo denunciaba el hurto, que lo mejor era que se separaran y se reunieran de nuevo por la noche.
—Aquí mismo —dijo—. Mientras tanto, meted el dinero en un banco.
—¿Qué es eso? —preguntó Peter Lake.
Ella le enseñó a leer la palabra «banco» y le dijo que el dinero estaría a buen recaudo si lo dejaba en algún edificio donde viera escrita esa palabra. Peter Lake aceptó el consejo encantado y se separaron. Encontró un banco, entró, arrimó pulcramente el fajo de billetes nuevos a una pared y salió convencido de que ya tenía dinero y, por lo tanto, ningún mono se le mearía encima. Resuelto el problema, se metió en el palacio de cristal de Madison Square con la intención de pasar el rato hasta que reanudaran el trabajo al atardecer.
Máquinas. Por todas partes había máquinas y más máquinas. Al principio Peter Lake creyó que eran animales que habían aprendido a bailar en un único lugar. Ese inframundo, mejor dicho, ese supramundo metálico le resultó de inmediato fascinante e irresistiblemente hipnótico. Nunca había visto nada parecido. La luz entraba a raudales por las ventanas y atravesaba altos escuadrones de palmeras. Una orquesta suspendida tocaba música fluctuante en armonía con las extrañas danzas mecánicas. En el centro de una sección sobrecargada de formas de acero, un pistón verde jadeaba luchando por elevarse. Había por doquier ruedas de todos los colores que vibraban y daban marcha atrás antes de empezar a rodar como perseguidas por un perro. Unas bolas colocadas sobre barras se alzaban y caían; los engranajes hacían tictac; unos bloques batientes entrechocaban repetidamente como alces furiosos. Entre las palmeras ondulaban pequeñas columnas de vapor, y unos motores monstruosos, del tamaño de una plaza, soltaban, como si fueran prestidigitadores, inesperados chorros de agua y aceite hacia los lados. A Peter Lake le encantaron. En el suelo había dos mil máquinas, todas ellas forcejeando y resoplando. Por primera vez se alegró de que lo hubieran echado del pantano. En el movimiento de las máquinas vio un anticipo de todo lo que aún había de conocer. Se movían como olas, viento y agua, y eran, en sí mismas, potencia y exultación.
Deambulando entre ellas —¡dos mil máquinas!—, se sintió aturdido y eufórico. Como no sabía para qué servían, decidió preguntar. Junto a cada mole petardeante había una especie de guardián que era en realidad un vendedor. Peter Lake nunca había conocido un vendedor, y cuesta creer que un hombre que ha de vender una máquina de doscientos mil dólares y cincuenta toneladas pierda el tiempo con un chico de doce años ataviado con pieles, plumas, conchas y botines de ratón almizclero. Pero lo único que tuvo que hacer Peter Lake fue acercarse a uno de los motores gigantes y preguntar a su guardián:
—¿Qué es esto?
—¿Qué es esto? ¡Qué es esto! Esto, apreciado señor mío, es el espaciador de dinamita y cajón de perforación subacuático buscanivel semiautomático Barkington-Payson, también conocido como SALSUCDADS, su acrónimo en inglés. No encontrará en toda la exposición, por no decir en todo el mundo, nada que pueda compararse siquiera con él. Empecemos por el diseño. Venga aquí y vea la zapata pumblar de delicada factura fabricada en Düsseldorf. Fíjese en la pieza turca maciza, la brillante yodelagnia y el fuelle de suspensión de acero puro. La pieza turca está directamente conectada a una barra meltoniana bien calibrada, en cuya base encontrará un componente que solo tiene el modelo SALSUCDADS de gama superior, ¡una llave de sujeción tipo oscar azul! No conseguirá nada de mejor calidad. Yo mismo lo utilizo. No suelo decírselo a la gente, pero se lo diré a usted. No miraría siquiera otro SALSUCDADS. Le juro que cambiaría a mi mujer por él. Mire esas paletas de entrada. ¿Ha visto algo igual? Solo el perforador de corteza cuesta lo mismo que toda la máquina. ¡De salinio puro! ¡Una rueda de cangilones con doble revestimiento! ¡Protegida del estimulador mediante una pieza tandy dura como una roca! Ábrala y palpe la lisa superficie calabriana deslizante de debajo. Pero vayamos al grano. Aquí tiene usted un subcraqueador de medio millón de dólares para desplazarse. ¿Utiliza lubricantes baratos? Por supuesto que no. No alguien como usted. Reconozco a un experto con solo mirarlo a los ojos. A mí no me engaña. ¡Usted, amigo mío, es uno de los mecánicos de Dios! Un artesano como usted quiere algo macizo y bueno, fiable y bien construido, como el Barkington-Payson. Venga aquí y examine la señal del pitido. ¡Puro volpinio! Ahora, deje que le cuente un pequeño secreto sobre el precio…
Peter Lake lo escuchó durante dos horas y media boquiabierto, haciendo un gran esfuerzo por entender cada palabra. Pensó que eso, junto con los hurtos y los monos vestidos de rojo, era uno de los fundamentos de la civilización con la que había topado. Pero lo interrumpieron dos agentes de policía y un clérigo que lo agarraron y, atándole las manos a la espalda, lo sacaron del reluciente salón de exposiciones, lo subieron a un carro lleno de chiquillos y lo llevaron al Hogar para Niños Lunáticos del reverendo Overweary.
Por toda la ciudad se veían huérfanos acurrucados juntos como conejos, durmiendo al calor del día, en barriles, en sótanos y dondequiera que hubiera un poco de tranquilidad y silencio. Por la noche, el frío los obligaba a ponerse en movimiento y los arrojaba en brazos de aventuras y depredaciones que nunca han sido ni serán apropiadas para un niño. Había más de medio millón, y sucumbían tan rápido o más que sus mayores a las enfermedades y la violencia, por lo que la mitad de las veces los ataúdes del cementerio de pobres eran de unas dimensiones conmovedoras; en ocasiones los sepultureros acarreaban dos o tres al mismo tiempo. Nadie sabía cómo se llamaban esos chiquillos (en algunos casos ni siquiera tenían nombre) y nadie lo sabría. A veces la gente de buena conciencia preguntaba: «¿Qué pasa con estos niños?», refiriéndose a todos los niños que se veían en las calles, tanto en verano como en invierno. La respuesta era que, al hacerse mayores, unos se dedicaban a trabajar o a robar; otros iban de institución en institución, o de sótano en sótano, y a los demás los enterraban en las afueras de la ciudad, en campos llanos, tranquilos y cubiertos de matorrales.
Los niños a veces perdían el juicio y vagaban enloquecidos. De ahí que existiera el hogar de Overweary, fundado para acoger y formar a los chicos de la calle que se habían vuelto locos. En una de sus redadas, los socios del reverendo Overweary se habían fijado en Peter Lake a causa de su indumentaria.
Peter Lake descubrió casi de inmediato que dirigían la casa tres hombres. El reverendo Overweary era una figura trágica, siempre incapacitado por la profunda compasión que le inspiraban los niños. Lloraba a menudo y sufría enormemente con el sufrimiento ajeno. Por esa razón no tenía ni el tiempo ni la energía necesarios para supervisar debidamente a su subalterno, el diácono Bacon, que en cada nueva remesa de chicos encontraba siempre unos cuantos que respondían con brío a sus directas y entusiastas atenciones durante las primeras sesiones de despioje. El momento de la verdad llegaba cuando el diácono se reunía con los felices chicos en los baños humeantes, preparado para aplicar el ácido patúbico. Peter Lake se negó a que se lo aplicara el diácono e insistió en hacerlo él mismo. Algunos de los nuevos internos sencillamente no sabían nada. Otros estaban impacientes porque se les acercara aquel hombre agradable de seis pies de estatura, con gafas de montura de carey y nariz que semejaba el pico de pájaro. Las cosas no tardaban en resolverse por sí solas (como siempre sucede) y el reverendo Overweary miraba hacia otro lado cuando el diácono se retiraba durante unos días con su séquito a una casa de campo amueblada y decorada como el salón de un sultán en una isla del mar de Mármara.
Pero ¿quién era el reverendo Overweary para reprenderlo? Su casa se alzaba como un palacio, empequeñeciendo los bloques de celdas de piedra gris en los que vivían más de dos mil chicos a la vez. El reverendo Overweary organizaba bailes suntuosos a los que invitaba a los ricos, a la intelectualidad y a los miembros de la realeza que se encontraban de visita. Ellos acudían porque la comida era buenísima y porque creían que era un hombre de buena posición económica que había destinado una fortuna personal de varios millones a dar cobijo a niños. Todo lo contrario. En realidad, eran los chicos quienes lo mantenían, porque, bajo el disfraz de la educación y la formación, él los alquilaba en cuadrillas a todo el que los necesitara. La tarifa vigente por el trabajo no especializado era de cuatro a seis dólares diarios, doce horas seguidas, sin tonterías. Overweary tenía a sus chicos en la calle todos los días a cinco dólares por cabeza. Gastaba un dólar en su mantenimiento, por lo que sacaba un beneficio de unos ocho mil dólares al día; en realidad menos, porque la cifra total se veía continuamente mermada por la enfermedad, la muerte o las fugas (los tres factores se combinaban a menudo en un proceso unificado). El reverendo compasivo retiraba a los chicos de la calle, les enseñaba un oficio y los salvaba del cementerio de pobres, y a cambio se embolsaba varios millones de dólares al año. Cuando los chicos se iban, no llevaban ni un centavo en el bolsillo.
Peter Lake se quedó allí hasta que fue casi adulto. A pesar de su condición de esclavo, se sentía en el séptimo cielo, gracias a la tercera fuerza que contribuía al equilibrio del hogar de Overweary: el reverendo Mootfowl.
El día que capturaron a Peter Lake en la exposición de maquinaria, el reverendo Mootfowl estaba a cargo de la redada. Para fastidio de los agentes de policía que lo acompañaban, insistió en entrar en el salón, ya que era incapaz de resistirse a un despliegue de tecnología, ingeniería o maquinaria. Mootfowl había figurado entre los primeros empleados de la institución, cuando no estaba tan bien organizada, y antes de su «ordenación» Overweary lo mandó a unas cuantas escuelas politécnicas. Mootfowl no parecía tener sentimientos, deseos ni intereses, aparte de los relacionados con la metalistería, la herrería, la fabricación de máquinas, el diseño de bombas, el levantamiento de vigas, el trefilado de cables y la ingeniería estructural. Siempre estaba en la forja o ante su mesa de trabajo, construyendo, cortando y diseñando. Vivía el acero, el hierro y la madera, y era capaz de fabricar cualquier cosa. Era un artesano loco, un genio de las herramientas.
Peter Lake no tardó en convertirse en uno de los cincuenta chicos de élite que trabajaban día y noche al resplandor de la forja. Iniciados en el oficio a una edad temprana y de forma intensiva, se convertían en maestros mecánicos y, junto con Mootfowl, eran las personas idóneas en el momento oportuno para una ciudad que empezaba a mecanizarse. Los motores habían cobrado vida y, coronándose a sí mismos con penachos de humo y vapor, iluminaban hasta el último rincón. Una vez puestos en marcha, lentos pero seguros, nada detendría su rítmico esplendor. Añadían al cuerpo de la ciudad no solo músculo y velocidad, sino también una vida nueva para el incansable viaje al futuro. Había que coordinar un asombroso número de elementos dispares. En todas partes se estaba introduciendo la electricidad: un rayo centelleante, veloz, salvaje. El vapor en los túneles laberínticos, los grandes motores que impulsaban dinamos, los trenes debajo de las calles y los edificios cada vez más altos: todo formaba un nuevo mundo de y para la mecánica. A medida que las máquinas emprendían su ascenso convirtiendo la propia ciudad en una máquina, millones de personas trabajaban día y noche en un frenesí para asistir al nacimiento, asegurarse de que se hacía lo que había que hacer y suministrar el acero, la piedra y las herramientas con que mantener el palpitante corazón.
De todas partes llegaban constructores y maquinistas para revestir la ciudad de acero nuevo. Eran capaces de utilizar los materiales a la misma velocidad con que se producían. Pensilvania, una tierra totalmente virgen, se convirtió en su humeante chimenea. Saquearon los bosques con el único fin de obtener armazones para sustentar la obra de hierro. Extrajeron, transportaron y dinamitaron, y lo llevaron todo a la ciudad para someterlo a un orden. No es de sorprender que necesitaran continuamente piezas pequeñas y bien fabricadas. Esos eran los objetos de acero que Peter Lake aprendió a pulir y forjar —tornillos, tuercas, palancas de vaivén, cierres herméticos, rodillos, radios—, piezas que había que sacar de fuegos rugientes o elaborar directamente con máquinas. Tuvo que aprender también a supervisar los motores que hacían funcionar las máquinas y a dominar la construcción de las turbinas que mantenían el fuego blanco incandescente, el complicado mecanismo de accionamiento por leva de los cargadores automáticos, los sistemas eléctricos, los engranajes y las transmisiones, los motores de gasolina, las calderas de presión, la metalurgia, la ingeniería de tensión…; en pocas palabras, la vasta física tradicional de quienes se llamaban a sí mismos mecánicos.
Trabajaban en un cobertizo enorme que rugía y brillaba con docenas de fuegos y estaba abarrotado de herramientas de acero pesado ennegrecidas y grasientas. Cuando las máquinas y las llamas cantaban juntas, sonaban como una orquesta de percusión enloquecida. Los chicos llevaban mandiles de cuero negro y guantes gruesos. Tenían su propia sociedad entre los fuegos y los yunques, y estaban en el tajo dieciséis horas al día. El mismo Mootfowl trabajaba veinte o más. Los ingresos de su industria especializada eran sustanciosos, pero a ellos solo les importaba el trabajo. Viajaban por la ciudad haciendo encargos y se les reconocía por sus mandiles negros, sus misteriosas aptitudes y su delirante entrega a su oficio, en el que satisficieron las exigencias de la época siendo cada vez mejores.
Mootfowl llevaba un sombrero chino para protegerse el pelo del fuego de la forja cuando se arrodillaba en el suelo manchado de aceite para comprobar si estaba lista una pieza de acero. Su forma de manejar el metal candente era un prodigio de ternura y celeridad. Sabía dar el golpe exacto para crear un objeto resistente a partir de una masa de borboteante metal fundido. Mootfowl era bastante alto. Aunque Peter Lake ya era adulto, le parecía que tenía la mitad de su tamaño. Y Mootfowl tenía una cara de facciones marcadas y muchos planos hermosos, tiznada y brillante, en la que descansaban dos centelleantes ojos de lechuza. Cada vez que veía esos ojos, Peter Lake se acordaba de cuando vivía con los hombres de la bahía y a veces tomaba para desayunar una lechuza asada, que chisporroteaba untada de mantequilla. Pero esa época quedaba muy lejos. Bajo la tutela de Mootfowl, aprendió a leer y a escribir, a utilizar las matemáticas, a regatear hábilmente en encargos y comisiones y a conocer lo bastante bien la ciudad para orientarse en ella. Como la mitad de los chicos eran irlandeses, aprendió a hablar en un dialecto irlandés flexible y auténtico. Le gustaba bastante, porque era como surcar las olas, y al cabo de unos años descubrió que no podía hablar de otro modo, salvo cuando recordaba las frases lentamente articuladas de las canciones de la bahía. Aun así, a menudo lamentaba la pérdida de su identidad original, fuera cual fuese. No era un verdadero habitante de la bahía, tampoco era irlandés, y solo era en parte uno de los chicos de Mootfowl, pues, a diferencia de los bulliciosos niños de cinco años que en una esquina del cobertizo aprendían a trabajar con herramientas en miniatura, él había empezado como aprendiz relativamente tarde. No estaba seguro de a qué o a quién debía lealtad. Pero confiaba en que esa incertidumbre, al igual que los demás tormentos sufridos por sus compañeros «lunáticos», desaparecería algún día.
Entretanto, Mootfowl y su grupo trabajaban sin cesar a medida que las estructuras de la ciudad ocupaban su lugar y se superponían una sobre otra a mayor velocidad que los corales construyendo arrecifes. Cada torre disfrutaba de un minuto de vistas despejadas, tras el cual pasaba el resto de la eternidad contemplando las espinillas de sus rivales. No era ese el caso de los grandes puentes. Se elevaban sobre los ríos, tenían amplias vistas y estaban eternamente solos. Mootfowl los adoraba. Había trabajado en la construcción de varios, y cuando se enteró de que iban a tender otro sobre un ancho recodo del río East, en dirección a Brooklyn, todo fueron celebraciones, pues sabía que un puente de esa longitud requeriría componentes forjados a propósito y reparaciones expertas. Uno de los momentos más sagrados para él era cuando hablaba a los chicos del día en que reparó para el coronel Roebling unas juntas rotas después de que tendieran de lado a lado del río los cuatro cables principales del puente de Brooklyn. Mootfowl estuvo suspendido a gran altura por encima del agua, tan mareado como un pájaro en una tormenta, con un equipo de forja colgado a su lado. Así realizó el trabajo, para deleite de las miles de personas que pasaron por debajo a bordo del ferry de Fulton.
—Jackson Mead —dijo Mootfowl con reverencia y admiración— ha venido de más allá del Ohio con un centenar de hombres buenos y toneladas de acero y de dinero de sabe Dios dónde, para empezar a construir otro puente. Llegaron después de una tormenta. El muro blanco dejó el campo incomunicado durante varios días seguidos. Justo cuando empezaba a levantarse salió su tren, que partió la bruma sobre las vías de Erie Lackawanna. Fue una gran sorpresa para los granjeros, que han dicho que el tren chocó con la base del muro. Cuentan, chicos, que la cubierta de los vagones se rascó y desgarró, que brilló al entrar en contacto con la parte inferior del muro.
»Sea como fuere, Jackson Mead está aquí y el puente se levantará. Debemos rezar por él.
—¿Por qué? —preguntó uno de los forjadores, un muchacho menudo de voz gangosa que siempre se mostraba muy escéptico.
Mootfowl lo fulminó con la mirada.
—Un puente —proclamó— es algo muy especial. ¿No has visto lo delicado que es en relación con su tamaño? Se elevan como pájaros; prolongan y encarnan nuestros mejores esfuerzos y se sirven de la curvatura del cielo. Cuando se tiende sobre un río una catenaria de acero de una milla de longitud, Dios lo sabe, créeme. Como clérigo, me atrevería a decir que la catenaria, ese maravilloso y grácil ingenio, ese triunfo de la física, ese perfecto equilibrio entre rebelión y sumisión, es la firma de Dios en la tierra. Creo que a Él le complace verlas suspendidas. Creo que por esa razón la ciudad es tan pródiga en acontecimientos. Veréis, toda la isla se está convirtiendo en una catedral.
—Entonces, ¿el Bronx queda fuera? —preguntó alguien.
—Sí —respondió Mootfowl.
Dejaron las herramientas, inclinaron la cabeza y, con los fuegos cantando detrás de ellos, rezaron por el nuevo puente. En cuanto terminaron, Mootfowl se levantó de un salto como un resorte de acero.
—Trabajad —ordenó—. Trabajad toda la noche. Mañana iremos a pedir empleo en la construcción del nuevo puente.
No se sabía gran cosa de Jackson Mead aparte de que había levantado numerosos puentes colgantes sobre los grandes ríos del Oeste, algunos de los cuales habían tardado años en acabarse y se extendían sobre cañones y desfiladeros de profundidad casi insondable. Los periódicos recogían declaraciones suyas en las que afirmaba que una ciudad solo podía ser verdaderamente grande si era una ciudad de altos puentes. «Los planos de Londres —había explicado durante una rueda de prensa en las oficinas de la constructora de puentes— y de París, comparados con los de San Francisco y Nueva York, son aburridos. Para ser grandiosa, una ciudad no puede parecer un órgano redondo encajonado, un objeto en forma de corazón o riñón sofocado por un vasto cuerpo verde. Debe proyectarse, extenderse, lanzarse a sí misma en todas las direcciones posibles: a través del agua, de penínsulas, colinas, torres elevadas e islas comunicadas por puentes». Los periodistas preguntaron por qué incluía a San Francisco en sus ejemplos, pues carecía de puentes, y él respondió con una sonrisa: «Me he equivocado».
Los periódicos y las señoras daban mucha importancia al aspecto físico de Jackson Mead. Medía seis pies y ocho pulgadas, pero no era flaco. Tenía el pelo blanco como la nieve, a juego con el bigote, y vestía trajes blancos con chaleco y una leontina que colgaba de un reloj casi del tamaño de uno de pared, aunque en su manaza no lo pareciera. Debido a su excelente salud y a su físico costaba ponerle edad. La gente decía que era tan formidable y robusto y tenía los ojos tan azules porque comía carne cruda de búfalo, se bañaba en agua mineral y bebía orina de águila. Cuando se le preguntó al respecto en público, contestó: «Sí, por supuesto que es verdad». Y se echó a reír.
Tenía defensores y detractores. Peter Lake se sintió intimidado cuando entró con Mootfowl y cuarenta y nueve chicos en una oficina casi sin amueblar y se encontró frente a Jackson Mead, quien se asemejaba a un cuadro gigantesco. A su lado Mootfowl parecía una estatuilla. La imagen que acudió a la mente de Peter Lake fue la de Jackson Mead como novio y Mootfowl como la figura que lo representa sobre una tarta nupcial. El joven aprendiz cerró la boca al percatarse de que la tenía abierta de asombro e hizo un esfuerzo deliberado por achicar los ojos, que, como si quisieran igualar a la boca, se habían vuelto del tamaño de una moneda de medio dólar.
No entendía cómo alguien podía odiar a ese hombre o decir que era duro y cruel. Después de todo, ahí estaba, vestido de blanco, con el pelo y el bigote algodonosos como plumón, el semblante sereno y ecuánime, un hombre satisfecho, un estudio del sosiego. Pero, según descubrió Peter Lake, esa era precisamente la razón por la que la gente lo odiaba. Conseguía lo que se proponía y no titubeaba. Otros, cargados de ambivalencia e incertidumbre, envidiaban a quien sabía lo que debía hacer y por qué: como si hubiera dispuesto de un par de siglos para resolver los problemas comunes de la existencia y luego se hubiera concentrado en la construcción de puentes.
Cuando Mootfowl hubo explicado el motivo de su presencia, Jackson Mead afirmó que le parecía una propuesta atractiva, puesto que necesitaba herreros, mecánicos y maquinistas cualificados. Sin embargo, no estaba muy seguro de que esos chicos, por muy ilusionados que estuvieran, fueran a dar la talla.
—Contando con ello, he pensado en una prueba, señor —replicó Mootfowl—. Escoja a un chico cualquiera y encárguele la tarea más difícil que se le ocurra. Estamos deseando que se nos evalúe de este modo. —Retrocedió, nervioso y orgulloso.
Jackson Mead dijo que los contrataría a todos si el muchacho seleccionado era capaz de forjar una pieza de engranaje heptagonal sin ninguna distorsión apreciable. Cuando se levantó para examinar a los aspirantes, fue como si se hubiera subido a una torre. Ellos, por su parte, sintieron un escalofrío adolescente colectivo que los dejó helados cuando el constructor de puentes de cabello como la nieve señaló a un chico bajito y grueso que estaba acurrucado al fondo y dijo:
—Él. Una cadena soporta lo que resiste su eslabón más débil, y me parece que este lo es.
Había escogido al joven Cecil Mature, de cinco pies y una pulgada de altura, doscientas libras, cara atiborrada de grasa insostenible y dos risueñas ranuras negras a la altura de los ojos. Era el encargado de cocinar las calabazas en el hogar y había suplicado ser mecánico. Llevaba un gorro almenado que encajaba con perfecta redondez en su cráneo rapado y encerado. Tenía los brazos como salchichas y, cuando anadeaba presuroso con su mandil negro, parecía una bola de cañón que hubiera cobrado vida. No hacía mucho que había llegado al hogar de Overweary y su procedencia era un misterio, aunque afirmaba tener vagos recuerdos de una vida en un pesquero de arenques inglés. Tenía catorce años y no parecía saber mucho del mundo.
Cuando se le hizo comprender que había sido elegido para realizar la prueba, esbozó una sonrisa alegre y salió corriendo hacia la forja. Todos lo siguieron, preguntándose qué ocurriría. Era cierto que sentían simpatía por él, pero como se siente simpatía por un perro torpe que tropieza y rueda escaleras abajo. Mootfowl aún debía descubrir las mejores cualidades de la inteligencia de Cecil Mature. El chico tenía entusiasmo, pero casi nunca hacía nada bien. Por eso, cuando calentó una pieza de engranaje y la llevó al yunque, todos se estremecieron. Cada golpe era más dañino que el anterior. Al cabo de cinco minutos, la pieza estaba totalmente aplastada, pero todavía podía salvarse. Cecil Mature dejó el martillo y retrocedió un paso. Se puso bien el gorro y miró a través de las rendijas de sus ojos la pieza de engranaje medio muerta. Luego se acercó al yunque y la destrozó por completo. La pieza había sido una complicada junta que parecía un cruce entre la rueda de un carruaje y un arco. Después de ser golpeada durante quince minutos volvía a ser una mena rocosa, algo que semejaba, de hecho, un meteorito recién caído. Al terminar, Cecil Mature se incorporó discretamente al grupo y se escondió entre los chicos. Jackson Mead dio las gracias a Mootfowl, que estaba pálido y sin habla (no se había enterado de que Cecil iba con ellos), y se fue en su carruaje para inspeccionar un nuevo cargamento de abrazaderas de acero.
Regresaron al taller en fila india, y al verlos muchos creyeron que se trataba de un cortejo fúnebre sin difunto. Mootfowl los despidió y estuvieron una semana de brazos cruzados. Durante ese tiempo, Mootfowl se sintió profundamente abatido; se pasaba el día entero tumbado, presa del desánimo, sobre su enorme carro de herramientas, mirando cómo el sol iluminaba la claraboya. Luego llamó a Peter Lake.
Eufórico, porque sabía que un Mootfowl activo era imparable, Peter Lake acudió corriendo y lo encontró trabajando frenéticamente en un artilugio parecido a un armazón que había construido en mitad del taller. Pensó que era una máquina nueva que enseñarían a Jackson Mead y los redimiría.
Le ayudó a realizar varios ajustes, pero seguía sin entender qué construían y por qué Mootfowl parecía loco de excitación.
—Ya está, solo falta un último retoque —dijo Mootfowl—. Cuando te lo indique, golpea esta barra con una almádena, con todas tus fuerzas. Tengo que llevar a cabo una última medición, un último ajuste, y la precisión es importante.
Mootfowl desapareció detrás de una plancha de madera a través de la cual pasaba la barra de acero.
—Con todas tus fuerzas, Peter Lake. ¡Golpea!
Peter Lake descargó un gran golpe y esperó instrucciones. Esperó y esperó…, y cuando por fin miró detrás de la plancha vio a Mootfowl, que sonreía con expresión alerta, extrañamente inmóvil, sereno, clavado por el corazón a un leño de roble.
—Dios mío —dijo Peter Lake, demasiado estupefacto para sentir siquiera aflicción por un hombre a quien había querido tanto.
Había clavado a Mootfowl como una mariposa.
No se puede hincar una estaca de hierro en el corazón de un clérigo y confiar en salir impune. De modo que Peter Lake huyó y así acabaron aquellos años. Dejó el mandil, pero se llevó la espada.
Mientras corría por las calles, subiendo y bajando veloz las avenidas, notando el fuego de su propia fuerza, Peter Lake reflexionó sobre su situación. No tenía ni veinte años y desde hacía poco lucía un modesto pero poblado bigote rubio con toques rojizos y plateados. Empezaba a tener entradas, lo que le hacía parecer mayor y le ensanchaba la frente, una circunstancia agradable en un rostro agradable. Era encantador, simpático, amable, y tenía muy buen humor. Se parecía mucho a los hombres buenos y tenía una vista aguda que no pasaba por alto ningún detalle. Si hubiera sido aristócrata, habría llegado lejos. Tal como estaban las cosas, el mundo se abría ante él, y avanzó con confianza a través de la ciudad, consciente de que era un mecánico excelente, un joven fuerte con un oficio. Era cierto que la policía iría tras él, pero, libre de trabas, eso no supondría ningún problema.
Mejor dicho, creyó estar libre de trabas hasta que se volvió y vio a Cecil Mature. Este le dedicó una sonrisa que le ocupaba toda la cara, y que de vez en cuando hacía desaparecer con un tic para abrir los ojos y ver.
—Maldita sea, Cecil, ¿te he dicho que podías venir?
—No, pero he venido.
—Tienes que volver. La policía irá por mí.
—No me importa.
—A mí sí. ¡Vuelve a casa!
—¡Quiero ir contigo!
—No puedes venir conmigo. Vete de aquí. Vuelve a casa, Cecil.
—Puedo ir a donde quiera.
—¿No te das cuenta de que si me sigues me encontrarán antes de que acabe el día? Cuando me dedique al negocio de llevar a remolque grandes cargas, te avisaré.
—Estamos en un país libre. Puedo ir a donde quiera. Lo dice la ley. Lo dijo un juez.
—Te cortaré la cabeza.
—No lo harás.
—Me libraré de ti, ya lo verás.
—No lo harás. Me muevo deprisa. Además, puedo ayudar. Sé recoger verduras, como hacía en el colegio. Aprendí el oficio de cocinero de calabazas. Sé cocinarlas.
—Eso es exactamente lo que necesito mientras me buscan por asesinato, ¿verdad?
Caminaban a buen paso por la Bowery. De hecho, Cecil trotaba para no quedarse atrás.
—Jessie James tenía un cocinero de calabazas; todo el mundo lo sabe. Butch Cassidy tenía un cocinero de calabazas. Es de rigor.
»Sé cocinar otras cosas, hacer la colada, montar guardia por la noche. Soy un buen herrero…, no el mejor, pero sí bueno.
Se abrieron paso entre las ondas de gabardinas de los transeúntes y los clientes que corrían y danzaban por la Bowery. Se estaba poniendo el sol, que se retorcía y gesticulaba en el imperfecto cristal negro de las innumerables ventanas. Los asadores de carne y los cantantes quedaban inundados por la riada de una nueva velada, y los music halls empezaban a emerger en tonos violetas, verdes y naranjas. La música se oía incluso en los barcos de vapor que bajaban por el río East hacia la oscuridad, dejando el estuche de joyas que era Manhattan por noches agradables y cálidas de ruiseñor y luna en el campo y cerca de la orilla.
—Sé hacer tatuajes.
Peter se detuvo en seco. Se volvió hacia el joven Cecil.
—¿Sabes hacer qué?
—Tatuajes.
—¿Cómo es eso?
—Antes de que me metieran en el carro fui aprendiz en un salón de tatuajes.
—Creía que habías estado en un pesquero de arenques.
—Después de eso me hice tatuador.
—¿Dónde?
—En China.
—Sí, claro.
—Me refiero al lugar donde están los chinos. ¿Cómo se llama? ¡Chinatown!
—Muy bien, ¿y a mí qué me importa que sepas hacer tatuajes?
—Puedo ganar dinero para comprar comida. Hacía tatuajes a mujeres ricas en sus mansiones, en secreto.
—¿Tú?
Cecil Mature se encogió de hombros.
—Les hacía tatuajes por todo el cuerpo. Se tumbaban desnudas en la cama y yo las tatuaba. Tenía diez años.
Peter Lake empezó a ver a Cecil con otros ojos.
—¿Qué les tatuabas?
—Mapas, textos en sánscrito, la Declaración de Derechos; los copiaba de libros. Tatué las nalgas de la mujer del alcalde. Wa Fung me daba instrucciones mientras él y el alcalde observaban detrás de una cortina. En una nalga tatué un mapa de Manhattan y en la otra un mapa de Brooklyn. Ella se lo hizo para el cumpleaños de su marido. Pagaron quinientos dólares a Wa Fung, pero yo hice todo el trabajo.
Impresionado por la versatilidad de Cecil Mature, Peter Lake dejó que lo acompañara, pero con la condición de que podían separarse en cualquier momento y de que Cecil tendría que desprenderse del gorro festoneado. Fueron a una mercería y compraron un sombrero chino, porque Mootfowl llevaba uno, al igual que Wa Fung, a quien Cecil recordaba con afecto. En público Peter Lake hablaba en un irlandés muy marcado, como el de un hipnótico orador en una tribuna. Los sonidos del lenguaje eran exquisitos cuando dijo al dueño con elegante ironía: «Mi cocinero de calabazas y tatuador, el señor Cecil Mature, querría comprar un sombrero chino». El dueño fue a buscar uno. Cecil se lo puso ladeado con cierta gracia.
Vivían en tejados y debajo de depósitos de agua, y al principio se mantuvieron únicamente con los tatuajes de Cecil. Pero, cuando las cosas se calmaron y el caso de Mootfowl cayó en el olvido, Peter Lake se puso a trabajar de herrero, con nombre falso, o sin nombre, y la vida empezó a parecer más prometedora. Una noche que estaban muertos de hambre tras una larga jornada de trabajo, fueron a una cantina a beber cerveza y comer rosbif con verduras y pan recién hecho. La cantina era ruidosa y estaba muy iluminada. Había por lo menos doscientas personas y una chimenea encendida, y las conversaciones se elevaban hasta el techo, donde se estrellaban para caer sobre las cabezas de los parroquianos en una ráfaga general de murmullos rompientes. Depositaron entre Peter Lake y Cecil Mature un tentador asado bañado en jugos chisporroteantes. Estaban a punto de hincarle el diente cuando se produjo un repentino silencio en el local. Después de tanto parloteo, de pronto solo se oía el hielo que se derretía en la nevera.
Pearly Soames acababa de entrar buscando algo que hacer. Parecía un gran gato con el pelo erizado. El bigote plateado, la barba plateada y las patillas felinas que sobresalían de los sonrosados carrillos le otorgaban un poder hipnotizante que habría intimidado a una cobra. Irradiaba seguridad, energía y malicia, como si tuviera una banda militar en el corazón. Le encantaba provocar silencios en las cantinas solo por diversión. Hacía poco lo habían nombrado cabecilla de los Faldones Cortos, tras la cruel y calculada muerte de Mayhew Rottinel, su cruel y calculador fundador. Se acercó a la barra rodeado de un repugnante séquito de Faldones Cortos, como un alcalde. Recorrió el local con la mirada y reparó en Peter Lake y Cecil Mature, que estaban inclinados sobre el asado. Se fijó en la espada corta que colgaba del cinturón de Peter Lake y preguntó desde el centro de la sala:
—¿Sabes usar esa espada?
Puesto que era una amenaza tanto como una pregunta, Peter Lake se puso de pie. Se abrió un sendero entre Pearly Soames y él.
—Sí, señor —respondió.
—¿De verdad que sabes usarla?
Peter Lake asintió.
—¡Entonces úsala! —gritó Pearly Soames lanzando una manzana al aire.
Cuando la manzana desapareció, Peter Lake seguía en la misma posición. Todos creyeron que no le había dado tiempo a desenvainar la espada. Pearly Soames sonrió burlón. Pero la gente que estaba sentada detrás de Peter Lake cogió los trozos de la manzana y se los llevó a Pearly. La había partido limpiamente en cuatro. Pearly comentó que debía de haberse estrellado contra el pecho de Peter Lake, pero este se rió y dijo que no, que la había rebanado él.
—Enséñame la espada.
La hoja estaba limpia.
—La he limpiado antes de guardarla, por supuesto —declaró Peter Lake.
—¿Ah, sí?
—Sí.
Y enseñó a Pearly Soames las manchas que le había dejado en el muslo al limpiarla. Aunque Pearly los invitó al asado y a mucha cerveza, sabían que estaban en un apuro, pero tenían una edad en la que no era fácil evitar los apuros.
Pearly quería que se unieran a los Faldones Cortos, pero ellos alegaron que era demasiado peligroso.
—¡Para vosotros no, desde luego! —exclamó Pearly, haciendo un cumplido, cosa extraña en él—. Pero, como soy yo quien os lo pide, podría ser peligroso que os negarais.
Los dos jóvenes siguieron devorando el asado sin inmutarse. De pronto los ojos de Pearly destellaron.
—Yo os conozco —dijo—. Sí, os conozco. Sois los dos tipos que clavaron una barra en el corazón de ese pato religioso.
Ellos dejaron de masticar y fijaron la mirada en los ojos diamantinos de Pearly.
—¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí…, Mootfowl! Un gran trabajo, un pequeño acto bien ejecutado. Todos los cabezas de cuero de la ciudad os están buscando. Y tú, gordo, tienes una silueta bastante llamativa, ¿no crees? Bueno, ¿qué decís?
Esa noche Peter Lake y Cecil Mature se unieron a los Faldones Cortos.
Durante los más de diez años que pasó con los Faldones Cortos, Peter Lake aprendió muchos oficios poco convencionales. Además llegó a conocer muy bien la ciudad, aunque sabía que era demasiado grande y voluble para abarcarla. Cambiaba continuamente, al igual que él, pues pasaba de oficio a oficio dentro de la banda, que era una enciclopedia andante del delito. Estar con ellos, medio desesperado todo el tiempo, fue un buen entrenamiento. Era capaz de ver la ciudad desde muchos ángulos, como si rodeara un prisma atisbando la luz. Cuando se celebró la reunión en la «bolsa de té» bajo el río Harlem, Peter Lake trabajaba como woola. Antes había sido ladrón, estafador elegante, fullero, ladrón de obras de arte, transportista, ingeniero, cobrador y recadero entre la banda y la policía. Ser woola era una posibilidad relativamente nueva, ya que se trataba de una subespecialidad bastante limitada y creada hacía muy poco.
Se llamaba «Woola Woola» y era una complicada técnica para saquear furgones y carros. El jefe del equipo era Dorado Canes, que tenía a sus órdenes una docena de hombres. Dos o tres de ellos se escondían bajo una arcada o en un callejón, donde esperaban a que pasara un carro. Cuando veían acercarse uno, un chico woola aparecía de la nada y corría hasta el conductor dando brincos y gritando a pleno pulmón: «¡Woola woola woola! ¡Woola woola woola! ¡Woola, woola, woola!». Los carreteros se quedaban tan perplejos que bajaban la guardia, circunstancia que quienes observaban entre las sombras aprovechaban para salir y saquear los carros. Un buen chico woola era capaz de dar saltos verticales de hasta cinco pies de altura. Se ponía bizco y decía otras cosas aparte de «Woola woola woola», y emitía agudos graznidos como de pájaro. Los carreteros se quedaban mirándolo boquiabiertos y hasta mucho después no se percataban de que sus carros estaban medio vacíos.
Como ocurría con todos los oficios, el Woola Woola se iba perfeccionando. Condenado para siempre a él (había llamado hijo de puta a Pearly, algo que tal vez se le hubiera perdonado de no haber sido cierto), Dorado Canes tenía pasión por las mejoras innovadoras. En primer lugar, estaba resuelto a saltar más alto, de modo que se cargaba de pesas para practicar los saltos o, como decía él, «eso de subir y bajar». Llegó a cargar doscientas libras de plomo en cinturones especiales y arneses sujetos a los hombros. Para compensar el peso, se le desarrollaron los músculos de las piernas hasta que todo él se transformó en un muelle viviente. Era capaz de elevarse diez pies en el aire sin tomar carrerilla, un espectáculo asombroso. Más tarde Peter Lake le fabricó unas botas con muelles de aleación que incrementaron en cinco pies su techo de vuelo. El solo hecho de que un hombre saltara hasta una altura de quince pies mientras gritaba excitado «Woola woola woola» bastaba para hipnotizar a los carreteros, pero Dorado Canes no se dio por satisfecho. Creó un par de alas plegables de lona para que, cuando extendiera sus largos brazos, se abrieran y lo ayudaran a planear. Al saltar hacia delante además de hacia arriba, podía aterrizar a treinta pies del punto de partida. No tardó en descubrir que el impulso de las alas, las botas con muelles y la gran fuerza y flexibilidad de sus piernas le permitían tirarse del tercer piso de un edificio. Con un poco de práctica, se lanzó desde el cuarto y luego desde el quinto. Muy impresionado, Cecil Mature señaló que, puesto que los carros tenían la altura de un piso, Dorado Canes podía arrojarse desde una sexta planta y caer sobre uno; en otras palabras, podía operar a su antojo desde los tejados de los bloques de apartamentos y los edificios comerciales. Dorado Canes se confeccionó un mono de seda negra brillante con una capucha ceñida que le cubría el cuello y la cabeza y dejaba ver solo la cara. Antes de cada trabajo se pintaba el rostro y las manos de naranja, los ojos de blanco y los labios de morado. La parte inferior de las alas era amarilla. Después de sus asombrosas hazañas, Dorado Canes se acercaba a los boquiabiertos carreteros y les decía: «Soy Vinic Totmule. En nombre del clero, el alcalde y el jefe de policía, bienvenido a nuestra ciudad. Vigile que no le den gato por liebre, no tontee con malas mujeres y, si en la habitación de su hotel no hay ninguna silla con orinal, no mee en el lavamanos».
A Peter Lake le encantaba el Woola Woola y se contentaba con llevar una vida de variadas prácticas delictivas. Había mucho que aprender y una buena cantidad de trabajo, y siempre existía la posibilidad de obtener un gran botín. Con treinta años cumplidos, conocía las reglas de la mecánica, las artes del ladrón y las curiosas aptitudes de los hombres de la bahía, y empezaba a sentirse lo bastante liberado de las numerosas y felices ansiedades de la primera etapa de la vida para advertir la gran belleza de la ciudad y disfrutarla. Era un hombre tranquilo, satisfecho y resignado a su alopecia incipiente. Solo quería contemplar el sosiego del paso de las estaciones, echar el ojo a mujeres bonitas y asimilar la espléndida y siempre agradable ópera de la ciudad.
Todo cambió en la «bolsa de té» hundida en el barro del lecho denso y veteado del río Harlem, cuando Pearly Soames mencionó la necesidad de aniquilar a los hombres de la bahía, empezando por las mujeres y los niños. Peter Lake sabía que lo matarían si intentaba disuadir a Pearly. Lo único que podía hacer era avisar a Humpstone John poco antes del ataque y asegurarse así de que los Faldones Cortos saldrían tan malparados que no volverían a mirar siquiera hacia el pantano de Bayonne y las praderas de Newark.
Así lo hizo. Cuando los cien Faldones Cortos llegaron sigilosamente por el río brumoso, pegados por la fuerza de la gravedad al suelo de las delgadas canoas marrones, reinaba el silencio en los pueblos de la bahía. Los Faldones Cortos blandieron las armas, seguros de una masacre sencilla. Pero los hombres de la bahía aparecieron de repente como surgidos de la nada. De un salto emergieron del agua, amoratados de frío, tras haber respirado pacientemente a través de juncos. Salieron de túneles excavados en la arena. Surgieron de tallos de espadaña y docenas de ellos, a lomos de percherones y de caballos de la raza cuarto de milla, se aproximaron al galope por una lengua de arena. Se abalanzaron sobre los Faldones Cortos y los despacharon con grandes y poderosos golpes que hicieron temblar el aire. Los enormes caballos pisotearon las canoas hasta hacerlas añicos y enturbiaron el agua ensangrentada. Mujeres y niños armados con picas atacaron a los enemigos que seguían ilesos, persiguieron a los rezagados y remataron a los heridos. Aterrados, los Faldones Cortos intentaron escapar por el agua, que les llegaba hasta el muslo, y cayeron fulminados a manos de hombres de la bahía que los adelantaron en veloces canoas o a lomos de monturas que galopaban por los bajíos como fieros caballos bien entrenados, dejando tras de sí una estela de espuma y sangre.
Romeo Tan, Blacky Womble, Dorado Canes y otros noventa y cuatro Faldones Cortos murieron. El pobre Cecil Mature, que era tan solo un muchacho de veintitantos años, huyó despavorido a pesar de que Peter Lake insistió en que no se separara de él. Cuando un espadachín a caballo estaba a punto de matarlo, Peter Lake soltó el inimitable silbido electrizante que utilizaban los hombres de la bahía y el jinete dio media vuelta. Pero Cecil Mature siguió corriendo y desapareció en el muro de nubes, con el sombrero chino entre las manos. Fue como si el muro se lo hubiera tragado por completo y para siempre.
Pearly Soames, que mantenía la calma incluso cuando perdía una batalla, interrumpió la matanza de no pocos hombres de la bahía (él también tenía lazos especiales y un destino, y no iba a morir a manos de recolectores de almejas y pescadores de pececillos, por muy diestros que fueran en la guerra) al reparar en los efectos del silbido de Peter Lake. De no haber sido por esa estridente llamada, tal vez no se habría fijado en que Peter Lake no luchaba ni atacaba. Pearly Soames, el último Faldón Corto, se abrió paso por el agua y escapó sumergiéndose en la rápida corriente que fluía por el Kill van Kull.
Afligido, Peter Lake regresó a la ciudad (los acantilados de edificios marrones poseían un atractivo acogedor y reconfortante incluso para los desesperados) y observó desde lejos cómo Pearly Soames reconstruía y reorganizaba la banda de los Faldones Cortos. No tardó en haber cien en sus filas: enérgicos soldados sin rostro, tan malvados, obsesivos y acerados como la época que los había engendrado.
Después de dejar los dos automóviles muy atrás, el caballo blanco voló en grandes saltos sinuosos, surcando el aire en un asombroso despliegue de musculatura. Peter Lake estaba acostumbrado a los caballos de la bahía, que daban grandes brincos para avanzar de forma eficiente por los bajíos. Pero ese caballo no era solo un gran saltador, sino también un experto en el descubrimiento personal. Antes de escapar para siempre y unir su suerte a la de Peter Lake, nunca había corrido como corría en esos momentos, al menos que él recordara. En sus huesudas rodillas blancas y en su pecho como de paloma había fuego. Con una precisión que habría puesto en evidencia a una flecha, se encaminaba hacia el sur más rápido de lo que hubiera corrido un caballo de carreras. Podía cubrir media manzana de una sola zancada y su capacidad no dejaba de aumentar. En los cruces llenos de hileras torcidas de carros, saltaba por encima de lo que se interpusiera en su camino sin saber qué encontraría más allá. Tenía control y tiempo suficientes para arriesgarse de esa forma, pues en mitad del vuelo era capaz de avistar sendas vacías en las que aterrizar y dirigirse impecablemente hacia ellas para reanudar el galope. En las abarrotadas calles del centro de la ciudad hizo algo que maravilló a Peter Lake. Justo al norte de Canal Street había toda una manzana atestada esperando mientras el denso tráfico que atravesaba la urbe lo paralizaba todo. Con un relincho ahogado casi de terror, el caballo se abalanzó hacia una masa de caballos y camiones y, elevándose por encima de la perpleja multitud, cruzó toda la manzana y Canal Street para aterrizar casi en la esquina de Lispenard. Aunque estuvo a punto de perder el equilibrio, antes de llegar a los esbeltos árboles helados que bordeaban el Battery se había acostumbrado a dar esos saltos larguísimos, que a partir de entonces ejecutó con soltura.
Peter Lake desmontó y echó a andar delante del caballo blanco, que era tímido y no lo miraba directamente a la cara. Nunca había visto un animal más hermoso: ojos negros y dulces muy separados en una ancha cara blanca, morro aterciopelado rosa y beis, con lo que parecía una sonrisa melancólica, y cuello y pecho nobles, más bellos que el mejor de los monumentos de bronce. Las orejas, altas, vivaces, aguzadas, alertas, tiesas y puntiagudas, se habían doblado hacia atrás con el galope y se movían como alerones para sortear la corriente de aire. Su arrogante cola se agitaba de un lado para otro sobre flancos que semejaban grandes manzanas blancas.
«¿Quién eres?», preguntó Peter Lake en voz baja. El caballo lo miró y Peter Lake vio, con un escalofrío, que sus ojos eran insondables y se abrían como un túnel hacia otro universo. El silencio del animal daba a entender que la belleza de sus dulces ojos negros encerraba parte de todo lo que existía o existiría alguna vez. Y, como todos los caballos, poseía una inocencia incorruptible. Peter Lake tocó el blando hocico y cogió la gran cabeza entre sus brazos. «Eres un buen caballo». Pero, sin saber por qué, la serenidad del animal lo entristeció sobremanera.
Las personas que había conocido mientras huía también huían; trastabillaban a través de la codicia y el fuego sin apenas poder respirar, ya que la ciudad los abrumaba, tanto en invierno como en verano, y destruía sus poderes solo con su escala sin precedentes. Lo que Peter Lake no había tenido oportunidad de aprender en sus más de treinta años de orfandad era que esas almas tambaleantes, a las que apenas conocía, a menudo lograban juntarse durante un breve período y silenciar el estruendo. Junto a una hilera de árboles a través de los cuales soplaba un viento frío, escudriñó los ojos de un caballo. Y, como si estuvieran solos en un inmenso campo nevado de las afueras, la ciudad se calló. Albergaba la esperanza de no ser hasta el fin de sus días como los millones de prófugos, siempre en el culmen de los acontecimientos, despojados hasta de su propia ternura interior. Algo en los ojos del caballo le dijo que estaba a punto de cambiar. En esos pozos negros había visto algo que se apoderó de él: un diminuto estallido dorado que contempló hasta que se sintió sobrecogido. Le pareció que en la cara dulce y los profundos ojos negros lo había visto todo.
Exhaustos y ateridos de frío, se marcharon del Battery para volver a las calles. Peter Lake se proponía abrirse paso hasta las afueras de la ciudad por el East Side, dejar el caballo en un establo y buscar un lugar donde esconderse. Sabía exactamente adónde ir y cómo llegar gracias a sus tiempos de herrero. El mejor refugio se hallaba por encima de la bóveda del cielo, en lo alto de las brillantes constelaciones. Para llegar allí recorrieron millas y millas de calles nevadas, hasta que con el crepúsculo violeta el sueño danzó en sus ojos.
Un bosque de puntales plateados y arcos metálicos perforados rodeaba a Peter Lake, que se hallaba recostado cómodamente entre árboles inclinados y sin fruto cuyos miembros remachados estaban iluminados aquí y allá por la estela de las pequeñas luces eléctricas del suelo. Este era la mitad de una gran bóveda, y el techo, una rejilla de acero. Todo el lugar estaba calentado por corrientes de aire casi visibles que se elevaban por encima de las luces, que eran las estrellas de las constelaciones del techo abovedado de la estación Grand Central, recién construida con la idea de instalar bajo cubierto un cielo que brillara de forma permanente en verde. Peter Lake era uno de los pocos que sabían que más allá del universo visible había vigas y artificio, un soporte modesto para aquello que parecía flotar. Y a base de astucia y fuerza había regresado a la parte trasera del cielo, donde en otra vida había ayudado a forjar los empalmes de las vigas, para recostarse en medio de los puntales de los magníficos proyectos del diseñador. Se había provisto de una tarima de tablones de roble macizo; una blanda cama de plumas; una cocina improvisada que había empotrado pulcramente en una esquina (la comida enlatada y las galletas se apilaban entre las vigas); un montón de libros técnicos para leer hasta bien entrada la noche; una lámpara pequeña que había sido una estrella y había desaparecido de abajo sin que nadie la echara de menos, y un largo cable enrollado alrededor de un tambor, parte de un complicado sistema para escapar digno del mejor y más brillante alumno de Mootfowl.
Había pasado una hora almohazando al caballo y acomodándolo en la cuadra de Royal Wind para caballos de tiro de clase alta. Royal Wind era hijo del dueño de una plantación de Virginia confiscada durante la guerra de Secesión. Era un hombre amargado, pomposo y limpio, y Peter Lake confiaba en que no divulgaría su paradero. El semental, que nunca había visto tanta elegancia en Brooklyn, dormía en esos momentos en el establo tras una buena ración de avena fresca y agua dulce. Estaba cubierto con una gruesa manta de cachemir puro, y la bombilla de su establo tenía una pantalla para que la luz no diera en los ojos.
Las persecuciones y las peleas cansan el corazón y exigen largas horas de sueño profundo. Peter Lake estaba deseando disfrutar de un par de días de quietud en la bóveda. Dormiría bien en el crepúsculo eterno de detrás del cielo, ya que allí solo se oía el débil rumor del oleaje a lo lejos, había aire fresco en abundancia y la privacidad estaba asegurada. Después de correr en el frío glacial durante casi toda una semana, durmió en una inmovilidad inerte toda la noche, el día y la noche siguientes. Se despertó treinta y seis horas más tarde, con la respiración lenta y sosegada, totalmente descansado. Con las fuerzas renovadas, se percató de que tenía un hambre voraz y se puso a cocinar una excelente bullabesa con latas de pescado variado, tomates, vino, aceite y una enorme botella de agua de manantial de Saratoga. Luego se bañó, se afeitó y se cambió de ropa. Allí, como Dios en el cielo o Emerson en su estudio, empezó a pensar y a trazar planes.
Tengo un caballo excelente, se dijo, y he llegado a amarlo por la dulzura de sus ojos y de su cara. Da saltos de una manzana de longitud y sin duda podría llevarme a lo más profundo de los pinares baldíos, de las Hudson Highlands o incluso de Montauk, donde Pearly nunca pone los pies. Podría descansar. Pero todo volverá a empezar en cuanto vuelva. Y ya estoy descansado. Así pues, me quedaré aquí. Sin embargo, quedarse es lo mismo que huir, porque siempre tengo que escapar al pantano o esconderme en buhardillas y sótanos. ¿Qué diferencia hay? Es lo mismo que las Highlands o los pinares baldíos, pero en pequeño. No hay escapatoria a menos que adopte otra identidad. Tal vez podría cambiar lo suficiente, no hasta el punto de que no me reconozcan (tarde o temprano me reconocerán), pero sí de forma que no les importe en lo que me convierta. Si entrara en un convento, por ejemplo. Me darían por desaparecido. O si fuera recolector de cenizas, o si perdiera las piernas, o si encontrara una devoción, algo a lo que entregarse que sea más grande que los pinares baldíos…
Dicen que san Esteban, gracias a su devoción, cambiaba de apariencia ante los ojos de quienes lo contemplaban, que era capaz de elevarse en el aire y ser muchas cosas, que conocía el pasado y el futuro y viajaba de una época a otra, pese a ser un hombre sencillo. Por todo eso (pensó, alzando la vista y carraspeando) lo quemaron.
Bien, yo no soy san Esteban, pero si me concentrara en algo que no fuera yo mismo tal vez consiguiera cambiar. Mootfowl decía que los que construyeron el puente cambiaron. ¿Se refería a lo que creo que se refería? Decía que la ciudad también cambió, y Mootfowl, me parece a mí, no perdía el tiempo con tonterías. ¿Y si me hiciera monje? ¡Se quedarían patidifusos! Y luego me matarían. ¿Y si me convirtiera en concejal o algo parecido? Seguro que acabarían matándome, pues de lo contrario tendrían que pagarme. ¿Y si me volviera mariquita y bailara en un teatro? Ay, Dios, jamás podría hacerlo. ¿Y si viviera bajo tierra…, como un ermitaño, no, un ciego? No podría verlos pero ellos sí me verían. ¿Podría convertirme en un animal? Nunca lo he hecho. ¡Invisible! Los científicos deben de tener algún líquido…
De pronto se quedó inmóvil, como un ciervo en el bosque al oír a lo lejos ruido de ramas que se rompen. Después de haber sido perseguido durante tantos años se le habían aguzado los sentidos, y había oído pasos, apenas audibles, mucho más abajo. Tenían el codicioso ritmo de una cacería. Miró a través de una estrella el brillante suelo de mármol que se extendía cien pies por debajo de él y vio una hilera de hombres que se dividían como si fueran caballos en un espectáculo militar. Se dirigían a los dos tramos de escalera que llevaban a las constelaciones.
«¡Conejos Muertos! —exclamó—. Eso es lo que son, pero ¿por qué ellos?». Abrió una trampilla que debía de haberse utilizado una vez en varias décadas para bajar un cable hasta el andamio sobre el que un pintor retocaba los signos del zodíaco. Se agarró al extremo del cable y se dejó caer. Mientras el cable se desenrollaba despacio del tambor, descendió sin hacer ruido por el espacio cavernoso de debajo de las estrellas. Sin embargo, temía no haberse ido a tiempo, y no le faltaban motivos, ya que cuando estaba hacia la mitad el cable empezó a desenrollarse más despacio hasta que se detuvo. Peter Lake quedó suspendido lánguidamente muy por encima del suelo. A sus pies se movían miles de personas, pero ninguna lo vio.
No podía soltarse. Estaba demasiado alto; se estrellaría contra el suelo de mármol como un huevo. Pensó en balancearse de un lado a otro hasta agarrarse a algún saliente de las paredes. Pero en ese momento los Conejos Muertos encontraron la manivela del tambor y Peter Lake comenzó a elevarse. «Conejos Muertos —dijo—. Vaya nombre».
Poco antes de llegar a la trampilla (desde la que lo observaba una docena de Conejos Muertos), introdujo la mano en la abertura de una estrella y, balanceándose como un gorila, se impulsó hasta otra. Aunque era casi imposible asirse, trepó palmo a palmo por el cuerno de Tauro con la idea de abrir de una patada otra trampilla y escapar. Aferrado con solo tres dedos a la última estrella, empezó a alzarse para dar la patada. Pero la trampilla se abrió sola y apareció otro grupo de Conejos Muertos.
Peter Lake dejó caer la pierna. Miró hacia el suelo, que estaba muy lejos. Empezaron a flaquearle los tres dedos. Se aflojaron, se deslizó y gritó al sentir que comenzaba a caer. Pero un Conejo Muerto que había introducido un brazo por la trampilla lo agarró por la muñeca cuando esta pasó por delante. El Conejo Muerto era fuerte. Con un solo movimiento tiró de Peter Lake hacia dentro.
Peter Lake pensó que lo matarían en el acto. Aunque apenas podía respirar, preguntó:
—¿Por qué no me habéis dejado caer? ¿Acaso Pearly me quiere con vida? ¿Por qué Conejos Muertos?
Uno de ellos tomó la palabra.
—No queremos hacerte daño. Solo queremos hablar.
Peter Lake cerró los ojos con alivio y repugnancia.
—Dime, Conejo Muerto, ¿de qué queréis hablar?
—Hemos oído que tienes un caballo y nos han dicho que vuela.
—¿Eso os han dicho?
—Sí. Juran que volaba. Ha corrido la voz. Queremos comprarte el caballo, por un buen precio, y llevarlo al circo.
—Estúpidos. El caballo no vuela.
—Todo el mundo dice que sí.
—Solo sabe saltar.
—¿Cuánto?
—Una manzana o así. Tal vez dos.
—¡Dos manzanas!
—Tal vez.
—Te lo compraremos, Peter Lake, y lo llevaremos a Belmont.
—No —replicó él—. No lo entendéis. Nunca saltaría por dinero. Salta porque le gusta, o por algún otro motivo, pero no por dinero. Es decir, no saltará sin mí, y yo no… Además, no está en venta.
—Te daremos diez mil dólares.
—No.
—Veinte mil.
—No.
Los Conejos Muertos miraron a su jefe, que aguardaba detrás, entre las vigas.
—Cincuenta mil —dijo.
—Ya he dicho que no está en venta.
—Setenta y cinco, y no se hable más.
—No.
—Ochenta.
—No está en venta.
—De acuerdo, cien. Pero eso es lo máximo que podemos ofrecerte.
—Aunque tuvierais un millón, no os serviría de nada.
Cuando los Conejos Muertos por fin se convencieron de que Peter Lake no iba a desprenderse del caballo, bajaron malhumorados por las escaleras de piedra de detrás de la bóveda. En aquel momento Peter Lake decidió que ya lo habían perseguido todo lo que podían perseguirlo. «Me planto —se dijo, con los labios tensos por la determinación—. Haré cuanto sea necesario, pero me planto. ¡Tragaré clavos! —gritó, y a continuación añadió, muy bajito—: Si es necesario».
Antes que tragar clavos, decidió robar suficiente dinero para asentarse e intentar ser otro, tal vez incluso mejor de lo que era. Estaba convencido de que podía conseguirlo. No solo tenía la lección de san Esteban, sino también el ejemplo de Mootfowl, que había trabajado toda su vida como un loco para cambiar y superarse a sí mismo. Mootfowl había fracasado, pero en el ínterin tal vez hubiera visto, al observar cómo se rizaba y ondulaba un bloque de acero rojo fundido, lo que él había visto en los ojos del caballo blanco.
Peter Lake subió al tejado por una escalera de hierro. La nieve le llegaba hasta las rodillas. Las estrellas de verdad brillaban como lejanas bengalas blancas y dejaban en evidencia las imitaciones del techo de la estación: molinetes de fuego y espirales fosforescentes de luz. Se inclinó contra el viento mientras los copos se arremolinaban a su alrededor en cadenas centelleantes, con un movimiento suspendido y aquietado, como en las estrellas. En lo más profundo de los altos túneles resplandecientes, movimiento e inmovilidad se encontraban y fundían. El viento aullaba a través de la nieve amontonada sobre el tejado de la estación y la transformaba en vapor blanco que se disipaba en torbellinos rotatorios. Vistas a cierta distancia, las luces palpitantes de la ciudad eran como estrellas, y las lejanas avenidas y altas columnas de vapor que se enroscaban y retorcían eran como senderos de estrellas.
«Con todo lo que he visto —se dijo Peter Lake—, no he visto nada. La ciudad es como un motor, un motor que empieza a ponerse en marcha». Lo oía. Su rugido, semejante al del oleaje, estaba en armonía con las luces. Su incesante estruendo no era en balde.