En todo el universo había una sola fotografía de Pearly Soames, y en ella se le veía rodeado de cinco agentes de policía, uno para cada extremidad y el quinto para la cabeza. Lo mantenían con los brazos y las piernas abiertos en una silla a la que estaba firmemente atado por la cintura y el pecho. Tenía la cara contraída alrededor de los ojos, que cerraba con fuerza, y era posible oír, aun en blanco y negro, el bramido que brotaba de su garganta. El agente corpulento que estaba detrás de él tenía visibles dificultades para mantenerle el rostro vuelto hacia la cámara y lo agarraba por el pelo y la barba como si se tratara de una serpiente venenosa fuera de sí. Con el fogonazo del polvo de magnesio, un perchero se volcó hacia la izquierda como un herido en una pelea y quedó inmortalizado para siempre, como la manecilla de un ornamentado reloj marcando las dos. Pearly Soames no quería que lo fotografiaran.
Sus ojos eran como navajas y diamantes blancos. Eran increíblemente pálidos, límpidos y plateados. «Cuando Pearly Soames abre los ojos, es como si se encendieran luces eléctricas», decía la gente. Tenía una cicatriz que se extendía desde la comisura de la boca a la oreja. Quien la miraba sentía como si un cuchillo le hiciera un tajo profundo en la piel, pues parecía un hoyo blanco cubierto de una trama de dolorosos filamentos de frío marfil. Pearly Soames la tenía desde los cuatro años, regalo de su padre, que había intentado degollarlo.
No está bien ser un delincuente, por supuesto. Todo el mundo lo sabe y puede dar fe de que es cierto. Los delincuentes desbarajustan el mundo. Pero, al mismo tiempo, todo fluye gracias a ellos. De hecho, cabría sostener que Nueva York no habría florecido sin sus legiones de demonios rivales que con su inexplicable oposición y resistencia dan brillo a las luces del bien. Incluso podría afirmarse que los delincuentes son un componente necesario de la ecuación equilibrada que consume, a un ritmo constante y preciso, todo el tiempo que se arroja sobre la espalda de acero de la urbe. Son el azúcar y el alcohol de una ciudad, un destello rojo en el mosaico, un relámpago en una noche calurosa. Pearly también lo era.
Todo eso era Pearly, quien siempre sabía exactamente qué era y que todo cuanto hacía estaba mal, pues tenía un concepto de sí mismo angustioso y era rápido en comprender el significado de sus actos crueles. Aunque le traían sin cuidado los mecanismos del equilibrio, si él se hubiera detenido, la vida de la ciudad se habría derrumbado. Porque, entre otras cosas, esta necesitaba fuerzas aleatorias, contrarias y equilibradas, y él desempeñaba la función de todas. Imaginaos la magia que hace falta para que un hombre se encoja al ver un bebé y desee matarlo. Pues Pearly poseía esa magia; odiaba a los bebés y quería matarlos. Gemían como gatos encima de una valla, tenían una boca enorme y redonda y ni siquiera podían mantener tiesa su maldita cabeza. Le sacaban de quicio con sus necesidades, sus exigencias, su inocencia. Quería aplastar sus exigencias y destruir su inocencia. Quería discutir con ellos aunque no supieran hablar. También odiaba a los niños que eran demasiado menudos para robar. Qué trágica paradoja. Cuando eran pequeños y podían colarse por las rejas, no sabían cómo actuar ni tenían fuerza para cargar con nada. Y en cuanto eran lo bastante mayores para entender lo que debían coger al otro lado, ya no cabían. Y no aborrecía solo a los niños por su vulnerabilidad. Sentía cómo oleadas de violencia incontrolable le agitaban el pecho al ver un tullido. Le rechinaban los dientes y quería matarlo, hacerlo picadillo, silenciar su horrible autocompasión y doblar los radios de sus sillas de ruedas. Era un dinamitero, un lunático, un delincuente consumado, un demonio, el perro dorado de las calles.
Pearly Soames quería oro y plata, pero no para enriquecerse como todos los ladrones comunes. Los quería porque brillaban y eran puros. Raro, atribulado y deforme, buscaba una cura en la relación abstracta de los colores. Sin embargo, pese a la atracción que sentía por el color bello e intenso, no era un experto. Los expertos en pintura se mostraban curiosamente indiferentes al color en sí y rara vez se sentían dominados por él. Más bien eran ellos quienes lo dominaban. Y parecían saciarse enseguida. Eran como gourmets, que tenían que construir castillos con la comida antes de engullirla. Confundían belleza y sabiduría, pasión y maestría. Pearly no. Su atracción por el color era como una infección, o una religión, y siempre se acercaba a él como un hombre hambriento. A veces, caminando por la calle o navegando en un esquife veloz por el puerto, presenciaba cómo el sol iluminaba un plano liso de color que (como casi todo lo demás en Nueva York) recibía un abrazo breve y promiscuo. Pearly siempre se detenía en seco, y si se encontraba en medio de la calzada el tráfico tenía que rodearlo. Y si iba a bordo de un barco lo volvía en dirección al viento y se quedaba contemplando el color todo el tiempo que durara. Los pintores de casas experimentaban episodios de pánico cuando Pearly irrumpía en ellas y se quedaba allí plantado, mirando con sus ojos eléctricos el rico color brillante que fluía espeso de las brochas mojadas. Ya era bastante desagradable si iba solo (todos le conocían y estaban al corriente de su fama), pero muchas veces lo acompañaba un grupo de Faldones Cortos. En ese caso los pintores se echaban a temblar, pues sabían que luego estos los castigarían por el tiempo que se habían visto obligados a contemplar en silencio, con las manos en los bolsillos, el inexplicable misterio de lo que Pearly llamaba la «gravedad del color». Incapaces de quejarse a él, unos cuantos se quedaban atrás para darles una paliza.
En cierta ocasión, Pearly y sesenta Faldones Cortos marchaban por las calles como un ejército florentino para acudir a una guerra entre bandas. Además del habitual armamento oculto, llevaban rifles, granadas y espadas. Listos para la lucha, estaban enormemente excitados. El corazón se les estrellaba dentro del pecho. Sus ojos lanzaban rápidas miradas. A medio camino del campo de batalla, Pearly vio a dos pintores que daban una nueva mano de esmalte a las jambas de la puerta de una cantina. El pequeño ejército se detuvo. Pearly se aproximó a los pintores, que ya temblaban. Acercó los ojos al verde y se quedó allí, oliéndolo, abstraído. Renovado, conmovido y asombrado, retrocedió, absorto en la gravedad del color… «Poned más —ordenó—. Quiero verlo cuando se extiende, cuando está mojado. Se produce un instante de gloria». Empezaron a aplicar otra capa. (El dueño del salón quedó encantado). Pearly observó satisfecho. «Un paisaje precioso —comentó—. Un paisaje precioso. Me recuerda ciertas partes de las fincas de los ricos en las que nunca sueltan a las ovejas en el césped y este está siempre impecable. Cuidadlo. Volveré dentro de un par de días para ver qué aspecto tiene cuando se haya secado». Y se fueron a librar batalla con Pearly al frente, quien, después de tomar fuerzas de los pozos de color, peleó como nadie.
Esa gravedad del color lo impulsaba a robar cuadros. Al principio iba personalmente o enviaba a sus hombres a las tiendas de bellas artes, pero no encontraban más que caballetes y pinturas. Luego entendieron la idea y empezaron a asaltar las cámaras acorazadas de marchantes prestigiosos y los palacios bien vigilados de la parte norte de la Quinta Avenida, donde hallaban los cuadros más codiciados, los que se vendían por decenas de miles de dólares, los que atraían a los agobiados sabuesos de la prensa y sobre los que los críticos no se atrevían a decir una palabra negativa. Eran los cuadros que llegaban de toda Europa en yates, en camarotes privados con tres guardias de Pinkerton apostados en la puerta. Pearly sabía cuáles le interesaban porque leía los periódicos y recibía los catálogos de las subastas.
Una noche sus mejores ladrones volvieron de la galería Knoedler con cinco lienzos enrollados. Pearly no pudo esperar hasta la mañana. Ordenó que los extendieran y pidió dos docenas de faroles y espejos para iluminar un enorme desván próximo a los puentes, su cuartel general en aquel momento, ya que los Faldones Cortos iban continuamente de un lugar a otro imitando las guerrillas españolas. Pearly mandó colocar los cuadros sobre soportes y cubrirlos con una cortina de terciopelo. Encendieron los faroles, que proyectaron una luz clara sobre la suave tela. Pearly se quedó a cierta distancia y se preparó para disfrutar del espectáculo. Con una inclinación de la cabeza indicó a los hombres que dejaran caer el terciopelo.
—¡Cómo! —gritó, y llevó instintivamente una mano a la pistola—. ¿Estáis seguros de que habéis robado lo que os he dicho?
Los ladrones buscaron frenéticos en los catálogos de subastas para cotejar los títulos que Pearly había rodeado con un círculo rojo y los de las placas que habían robado junto con los lienzos. Coincidían. Se lo enseñaron a Pearly.
—No lo entiendo —dijo él contemplando su colección de grandes artistas famosos—. Son como barro, negro y marrón. No tienen luz, y apenas color. ¿Quién querría pintar un cuadro negro y marrón?
—No lo sé, Pearly —respondió Blacky Womble, su subalterno más leal.
—¿Por qué? ¿Por qué iba a querer alguien hacer eso? ¿Y por qué a todos los ricos y los expertos les gustan estos cuadros? ¿Es que no entienden? Son ricos, tienen que entender.
—Ya te lo he dicho, Pearly, no tengo ni idea —dijo Blacky Womble.
—¡Calla! Devolvedlos. No los quiero aquí. Ponedlos de nuevo en sus marcos.
—Pero los hemos cortado —protestaron los ladrones—. Además, dentro de una hora será de día. No hay tiempo.
—Entonces devolvedlos mañana por la noche. ¡Malditos cuadros! ¡Qué desperdicio!
Al día siguiente hubo un gran revuelo cuando Knoedler descubrió que le habían robado cuadros por valor de medio millón de dólares. Y al siguiente los periódicos se pusieron como locos informando de que los cuadros habían sido restituidos. Publicaron en primera plana una nota que habían encontrado clavada a uno de los marcos.
No los quiero. Son como barro, no tienen color. O al menos el color es distinto al que estoy acostumbrado. Tomen cualquier ciudad norteamericana en otoño, o en invierno, cuando los colores danzan y fluyen con la luz. Contémplenla desde una colina lejana o desde un barco situado en la bahía o en el río, y allá adonde miren verán cuadros mucho mejores que esta sopa de lentejas que la gente como ustedes tiene que revestir de glamur para que les guste. Puede que sea un ladrón, pero reconozco el color cuando lo veo en un destello de cielo o en los trucos del diablo, y conozco bien el barro. Señor Knoedler, no se preocupe más por sus cuadros. No voy a robárselos. No me gustan.
Cordialmente,
P. SOAMES
Para aliviar la gravedad del color herida de Pearly, sus hombres salieron a robar esmeraldas, oro y plata. Él guardó silencio durante días, hasta que la calidez del oro y el tintineo visual de la plata fina lo curaron. De vez en cuando le llevaban la obra de un artista norteamericano, una miniatura renacentista, cualquier cuadro lleno de vida de los experimentalistas incomprendidos o algún lienzo antiguo que no había hervido en aceite de linaza, y Pearly disfrutaba del espectáculo bajo un muelle, en el piso superior de una taberna maloliente o entre los barriles de una fábrica de cerveza expropiada. Sin embargo, las vistas y escenas maravillosas, los matices del verdadero color sacrificial, la santidad de su confluencia en planos integrales y corrientes entremezcladas no le bastaban. Quería vivir dentro del sueño que captaban sus ojos, pasar los días y las noches en un humo de oro bruñido.
—Quiero una habitación de oro, de oro puro y macizo, lustrado a todas horas con gamuzas: las paredes, el techo y el suelo de láminas de oro.
Hasta los Faldones Cortos se quedaron perplejos. Eran los amos de la ciudad, pero nunca habían pensado que fuesen como reyes incas, ni en construir un palacio celestial, ni en tener siquiera un domicilio fijo.
Blacky Womble se aventuró a contradecir a su jefe.
—Pearly, no hay nadie en Nueva York que tenga una habitación de oro, ni siquiera el banquero más rico. Es una pérdida de tiempo. Tardaríamos cien años en robar tanto oro.
—Ahí te equivocas —dijo Pearly—. Lo haremos en un solo día.
—¿Un día?
—Es como robar aves de corral. ¿Y crees que no hay ninguna habitación de oro? Pues también te equivocas. Hay millones de habitaciones y espacios cerrados en esta ciudad que se extiende ilimitada por debajo del suelo, hacia el aire y en un laberinto infinito de calles. Puede que haya más habitaciones de oro en la ciudad que estrellas en el cielo.
—¿Cómo es posible? —preguntó Blacky Womble.
—¿Has oído hablar de Sarganda Street, Diamond Row o las avenidas de los Nueves y los Veintes?
—¿En Nueva York?
—Ya lo creo…, vías de cientos, de miles de millas de longitud, que giran, serpentean y se bifurcan en innumerables calles entrecruzadas, cada una más majestuosa que la anterior.
—¿Están en Brooklyn? No conozco Brooklyn. En realidad nadie lo conoce. Quien va allí no vuelve. Hay montones de calles en Brooklyn que nadie ha oído nombrar, como el Funyew-Ogstein-Crypt Boulevard.
—Eso es hebreo. Pero sí, están en Brooklyn, y también en Manhattan. Se entrecruzan y se superponen unas a otras.
Los ojos de Pearly eran luces eléctricas. Blacky Womble no siempre le entendía (sobre todo cuando lo mandaba a altas horas de la madrugada a buscar un gran bote de pintura fresca), pero sabía que conseguía cuanto se proponía, y le encantaba verlo acalorarse y sudar, lanzarse sobre algo como un luchador o un boxeador, desenterrar tesoros del aire, poseído y concentrado como un oráculo.
—Las avenidas de los Nueve y los Veinte se enroscan unas alrededor de las otras como dos serpientes copulando. Se extienden a lo largo de miles de millas.
—¿En qué dirección, Pearly?
—¡Hacia arriba! ¡Todo recto! —respondió Pearly, señalando el cielo oscuro mientras sus ojos desaparecían solo para dejar en su lugar unos huevos blancos.
Blacky Womble también se quedó mirando la oscuridad, y vio espirales grises y destellos azules. Era como si alguien lo sujetara sobre un foso de profundidad infinita. Se olvidó de la gravedad. Voló. El telar de calles que Pearly acababa de abrir ante él se tragó sus ojos. Cuando regresó, encontró a Pearly escudriñándole la cara, listo para actuar, tan sereno y sobrio como un empleado de lavandería el día siguiente de Navidad.
—Aunque existieran Sarganda Street y las avenidas de los Nueves y los Veinte…
—Y Diamond Row.
—Y Diamond Row, ¿cómo vamos a robar suficiente oro para construir una habitación de oro? No me malinterpretes. Me gusta la idea. Pero ¿cómo lo haremos?
—La única manera es asaltar uno de los cargueros de oro que llegan por los Narrows.
Blacky Womble se quedó perplejo. Los Faldones Cortos eran la mejor banda, la más poderosa y la más osada, pero nunca habían robado un banco importante, a excepción de una de esas sucursales provisionales en las que se podía entrar con un abrelatas. Los cargueros de oro estaban descartados. Para empezar, nadie sabía realmente cuándo tomaban puerto porque determinaban el rumbo mediante generadores aleatorios (bombos de tela metálica en cuyo interior daban vueltas fichas de mahjong con distintas longitudes y latitudes grabadas en una cara). Esos barcos zigzagueaban por los mares siguiendo rutas increíbles. Por ejemplo, para ir de Perú a Nueva York, un carguero rápido podía recalar seis veces en Yokohama, aunque una escala en un puerto donde no había que realizar ninguna entrega consistía en saludar desde cincuenta millas de la costa con una bengala azul y desaparecer en la noche y la distancia. No había forma de saber dónde y cuándo localizarlos; detestaban las rutas marítimas, y sus llegadas eran rápidas e inesperadas. De hecho, casi ningún neoyorquino sabía que existían. Los panaderos horneaban interminables bandejas de galletas; los mecánicos trabajaban en motores de aceite que olían a pedernal y a acero, y los empleados de banco atendían las colas de clientes, entregando y recibiendo pequeñas cantidades mediante el filtro organizativo de un par de gráciles manos humanas, sin sospechar jamás que los rodeaba la riqueza de los grandes reinos, que se colaba por las calles del sur de Manhattan como la marea entre los juncos.
De sus muchos millones de habitantes, tal vez diez mil hubieran visto un carguero de oro en el puerto o atracado en el embarcadero fortificado durante la media hora de descarga, y alrededor de un millar de ellos había sabido qué ocurría. De ese millar, novecientos eran ciudadanos honrados a los que ni se les había pasado por la cabeza robar. De los cien restantes, cincuenta eran unas ruinas humanas que ni siquiera eran lo bastante criminales para robarse a sí mismos. Del resto, veinte podrían haber tenido las aptitudes para hacerlo, pero las habían volcado en otras actividades (como la ópera, la publicación de libros y el ejército); veinte eran delincuentes profesionales pero sin dotes organizativas, secuaces ni recursos; cinco habían salido con proyectos disparatados e irrealizables, y cuatro podrían haberlo intentado de no haber sido por accidentes fatales, distracciones casuales y dispepsias repentinas, lo que no significa que hubieran tenido éxito. Solo quedaba Pearly Soames, pero hasta para él era una tarea casi imposible, ya que esos barcos eran los más raudos y ligeros del mundo, y todos estaban bien blindados y provistos de armamento. En el fondo de sus cascos había unas magníficas cámaras acorazadas que solo podían abrirse cuando la nave atracaba en un embarcadero fortificado y unos mecanismos especiales de extracción habían sacado del casco una serie de barras de acero especial que rodeaban estrechamente unas puertas con cerradura de apertura programada, detrás de las cuales había diez compartimentos de alta seguridad donde el oro estaba guardado en cajas fuertes a prueba de explosivos. Un ejército vigilaba cada traslado.
Blacky Womble era caucásico, pero tenía la piel más oscura que el cobalto, y, a diferencia del resto de los Faldones Cortos, llevaba una cazadora de cuero brillante. El pelo se le enredaba alrededor de las orejas en aterradoras espirales semejantes al trazado de Sarganda Street. Sus dientes rivalizaban con los ojos de Pearly. Eran puntiagudos como pináculos, serrados como largas cadenas montañosas o como el clásico cuchillo del pan, con la forma de media luna de una cimitarra, afilados como escalpelos y fuertes como bayonetas. Sin embargo, por alguna razón, tenía una sonrisa amable y apaciguadora que habría hecho dormir a un bebé. Pese a su dentadura, era un hombre agradable (para ser un Faldón Corto). Sabía que la gravedad del color absorbía a Pearly, quien se movía en la delgada línea que separa la locura de la plenitud de facultades, siempre corría riesgos para satisfacer su lujuria de color y conservaba la lealtad de los Faldones Cortos porque nunca dejaba de sorprenderlos. Pero al final esta se vendría abajo, y esperaban el día en que Pearly perdiera la cordura. Blacky creyó que ese momento había llegado.
—Pearly, temo por ti —dijo sin rodeos.
Pearly se rió.
—Crees que estoy mal de la azotea.
—No hablaré a nadie de esto. No diré ni una palabra. Así que puedes pensártelo…
—Ya está decidido. Voy a decírselo a los demás. En la reunión.
Celebraban sus reuniones bajo tierra o en algún lugar elevado, ya que las deliberaciones secretas de los ladrones no podían tener lugar en un local saludable, como una habitación corriente o una plaza, donde podrían haber sido democráticas y públicas, abiertas, sin animadversiones, tranquilas. Se celebraban en cámaras subterráneas o en las torres más altas, frente a la tumba o a un abismo abierto. Pearly utilizaba estos lugares para urdir sus planes y espolear a los Faldones Cortos. Ellos se sentían privilegiados de asistir a asambleas en los pilares del puente de Brooklyn, sumergidos hasta la cintura en depósitos de agua que no estaban del todo vacíos, acurrucados de terror entre las lanzas de la corona de la estatua de la Libertad, en el sótano del fumadero de opio de Doyer Street o al borde de la alcantarilla central, sentados como si hicieran un picnic en la oscuridad a orillas del Niágara.
—Pasa la voz —le dijo Pearly a Blacky Womble—. La reunión será el próximo martes, a medianoche, en el cementerio de los enterrados con honores.
A Blacky Womble se le cortó el aliento y se le hundieron los ojos en la cara. Habría entendido una reunión con viento fuerte en la torre más alta, o una de esas osadas asambleas que habían celebrado en las vigas de la comisaría central. ¡Pero el cementerio de los enterrados con honores! De su boca salió un torrente de palabras de protesta que se desintegraron por sí solas al atravesar las compuertas de marfil.
—¡Calla, Blacky! Haz lo que te he dicho.
—Pero deja que…
Pearly Soames clavó los ojos en los de Blacky. Para este era como mirar por la rejilla de un horno Bessemer. Sabía bien que, si seguía resistiéndose, brotarían ríos de fuego naranja que se extenderían en forma de ardientes lenguas doradas para azotar el mundo, de nuevo en llamas.
Sumiso, preguntó cuántos hombres debían acudir a la reunión.
Pearly, que se había calmado un poco, respondió con rotundidad:
—La dotación entera, los cien.
El leal Blacky Womble se tambaleó de miedo.
En efecto, era un honor recibir sepultura en el cementerio de los enterrados con honores. Pearly había decidido que un Faldón Corto merecía ser inhumado lo más cerca posible del infierno y que el entierro debía entrañar tantos peligros mortales como cupiera imaginar (el máximo honor para los caídos). De ahí que a todos los Faldones Cortos muertos en acción se les llevara a las criptas que había en la base del sifón del río Harlem.
A fin de hacer llegar el agua de Croton a Manhattan, la ciudad había construido un sifón monumental. A ambos lados del río Harlem, dos pozos de mil pies de profundidad se comunicaban entre sí por medio de un túnel de presión, de un cuarto de milla de longitud, excavado en la roca. A medio camino entre los pozos había una cámara de sedimentos de veinticinco pies cuadrados y veinticinco pies de altura. Allí abajo, un verano en que la sequía dejó inoperante el sifón de julio a septiembre, los Faldones Cortos habían edificado cien criptas herméticas. En aquella época les había resultado bastante difícil deslizarse durante diez minutos en una pequeña plataforma, con los codos pegados a los costados para no rascárselos en las paredes de piedra del estrecho pozo, y arrastrarse luego a lo largo de seiscientos cincuenta pies de túnel musgoso y resbaladizo, tan estrecho que tenían la sensación de que los empujaban con una baqueta dentro del cañón de un arma, hasta que salían a la cámara de sedimentos, negra como boca de lobo, encendían la vela y oían los chillidos de terror de las ratas. Era desagradable estar a un cuarto de milla y media hora de la superficie, el aire y el cielo abierto, con seiscientos pies de roca maciza y unos cien de barro, escombros y agua sucia justo encima. Las dos aberturas redondas de la cámara de sedimentos eran exactamente del tamaño del túnel, más pequeñas que una boca de alcantarilla. Los obreros que construyeron las criptas solo aceptaron trabajar en ellas porque, de haberse negado, Pearly habría matado a sus familias. Las terminaron deprisa y se alegraron de acabar, porque era aterrador ir allí incluso en época de sequía.
Pero cuando corría el agua, y podían soltarla de la presa de almacenamiento de Jerome Park a cualquier hora para que se precipitara por los túneles más deprisa de lo que era capaz de correr un caballo, entonces resultaba mucho peor, y suponía un gran honor para los difuntos que dos Faldones Cortos arrastraran su cadáver a través del túnel, lo metieran rápidamente en una cripta, mientras escuchaban sin respirar por si oían acercarse el torrente, y se lanzaran luego a cuatro patas por el túnel de musgo verde, desesperados por salir al aire libre, avanzando raudos como trallas salvajes.
Cuando E. E. Henry (socio de Peter Lake durante un tiempo y uno de los mejores chicos woola de los Faldones Cortos) murió aplastado por una locomotora del ferrocarril elevado que circulaba a toda velocidad, en el curso de un intento frustrado de urbanizar el asalto y robo de trenes, dos Faldones Cortos llamados Romeo Tan y Bat Charney se ofrecieron a llevar a la cripta lo poco que había quedado de él. Eran valientes, pues E. E. Henry dejó este mundo un día despejado de octubre que siguió a dos semanas de lluvia ininterrumpida. Los embalses del norte se desbordaban al mismo ritmo constante con que los telares mecánicos vomitaban brocados de plata, y el túnel de presión se utilizaba mucho, ya que Jerome Park arrojaba periódicamente lagos de agua congelada.
Romeo Tan y Bat Charney entraron en los pozos una noche en que brillaba la luna y se deslizaron a trompicones por ellos llevando a E. E. Henry en unos saquitos que arrastraban con cuerdas sujetas entre los dientes. En el fondo del túnel horizontal había varios palmos de agua fría. Al avanzar chapoteando, reconocieron el olor del oxígeno, lo que significaba que el agua era reciente. Si abrían las compuertas de Jerome Park mientras Romeo Tan y Bat Charney reptaban hacia la cámara de sedimentos, morirían de manera desagradable, con el cuerpo del revés, porque el túnel era demasiado estrecho para darse la vuelta. De vez en cuando se detenían y aguzaban el oído, pero no captaban ningún sonido. Por fin Romeo Tan salió a la cámara. Sumergidos en cuatro pies de agua helada, encendieron la vela, abrieron una cripta haciendo palanca y arrojaron dentro los saquitos con los restos de E. E. Henry. Luego cerraron la puerta de golpe, pronunciaron una oración de dos palabras («¡Dios mío!»), tiraron el martillo y la palanqueta al suelo y, con el corazón desbocado, se dirigieron a la salida. Bat Charney hizo un escalón con las manos. Romeo Tan oyó un ruido extraño justo cuando su cabeza alcanzó el nivel del túnel en el que se disponía a meterse. Era como el silbido del viento sobre las cimas de unas montañas altas o el ruido de un géiser minutos antes de entrar en erupción. Era el agua, que había empezado a cruzar las compuertas de Jerome Park.
«¡Agua!», le gritó a Bat Charney. Casi se vinieron abajo, pero no tardaron en reptar como culebras por el túnel, más deprisa de lo que jamás habrían creído posible. Hundían los dedos con tanta fuerza en el musgo para darse impulso que al cabo de un centenar de pies ya no les quedaban uñas y sus manos parecían garras de tritón. Aun así, continuaron avanzando, pero era demasiado tarde. Oyeron cómo el agua irrumpía con estrépito en la cámara de sedimentos y notaron que el aire desplazado pasaba por su lado como un huracán. Luego llegó el torrente. La masa helada, espumosa y oscura se estrelló contra los pies de Bat Charney, le arrancó la dentadura postiza y lo arrojó hacia delante con tal violencia que lo dejó en posición fetal. Se ahogó en esa postura, pero salvó la vida a Romeo Tan, ya que su cuerpo comprimido se convirtió en un tapón que salió disparado al frente de la columna de agua. Romeo Tan, tumbado de espalda, se deslizó sobre el musgo mojado del suelo del túnel como un rayo. Una vez en el pozo, dieron vueltas y se elevaron tan deprisa que a Romeo Tan se le cayeron los mofletes hasta parecer un sabueso. Pensó en lo que pasaría cuando llegaran arriba, pero no tuvo mucho tiempo para pensar, porque salieron disparados de la boca del pozo (que habían dejado abierto) como bolas de cañón; mejor dicho, como una bola de cañón alargada seguida de un taco compacto. Romeo Tan notó cómo abría con la cabeza un agujero en la techumbre de paja que cubría la entrada. De pronto volaba libremente en la noche, hacia las estrellas y una luna tan brillante que casi lo cegó. A su alrededor se extendía la ciudad en una noche de otoño, excitante y llena de hechizos. Veía luces, chimeneas humeantes y hogueras en los bordes de los parques recorridos por el viento. El río Harlem estaba revestido de la pintura blanca brillante de la luna. Se preguntó si volaría hacia el espacio. Pero solo se elevó unos doscientos pies por encima de Morris Heights antes de empezar a descender; aterrizó en un manzano, que amortiguó la caída, y todos y cada uno de sus frutos, tal vez quinientos, se desprendieron y se estamparon contra el suelo con un ruido sordo. Romeo Tan observó cómo las manzanas rodaban por la colina y se amontonaban contra la casucha de un granjero. Pasó el resto de la noche sentado en el árbol, bajo la luna, tratando de reconstruir lo ocurrido, preguntándose si todo el mundo tenía que pasar tarde o temprano por esa clase de experiencia o se trataba de un suceso relativamente aislado.
Pearly Soames pretendía llevar allí abajo a un centenar de hombres y quedarse una hora para explicarles su plan. A medida que corría la voz por la ciudad, a un Faldón Corto tras otro se les caía el alma a los pies y se encogían de miedo como perros. Su inquietud era contagiosa. En Manhattan todo el mundo estaba nervioso. Hasta el ambiente de los music halls era sombrío. Pero a las nueve de la noche del martes, en el huerto de manzanos que rodeaba la entrada del sifón, se habían congregado cien Faldones Cortos que esperaban para bajar. Hubo muchas conversaciones nerviosas y bromas forzadas sobre robos, las condiciones en las distintas cárceles y el estado de los presos. A Romeo Tan, que se había convertido en un tarado, se le permitió ser el último en entrar y el primero en salir. Como de costumbre, Pearly fue el primero en entrar y sería el último en salir. Tres horas después todos los Faldones Cortos se apiñaban en la cámara de sedimentos.
Aguardaban allí, apretujados contra las criptas, con el oído aguzado en dirección a Jerome Park. Parecían contener la respiración mientras Pearly se paseaba de un lado para otro a la luz de una docena de velas parpadeantes. Todos los ladrones llevaban una máscara negra (algunos, por pura costumbre, hasta habían arrastrado sacos por el túnel). Allí estaban los ágiles chicos woola con sus piernas fuertes y flexibles; los estafadores, bien trajeados; los rateros; los pistoleros (francotiradores en las guerras entre bandas, que eran mal vistos porque no sabían robar carteras ni forzar cerraduras); hasta el chef, que se sentía incómodo a menos que pudiera cocinar con vituallas robadas. Romeo Tan tenía una mano en el borde del tubo de salida y se mantenía alerta por si oía el débil rugido blanco. Pearly dejó de pasearse y miró a sus hombres. Durante cinco minutos no se movieron ni un ápice, aterrados por la avalancha que podía cruzar a toda velocidad el túnel Bronx hasta esa cámara donde resonaban los latidos de sus corazones.
—¿Oigo agua? —preguntó Pearly inclinando la cabeza.
Observó que los cien Faldones Cortos palidecían, como si hubiera cerrado una persiana veneciana.
—Hemos tardado tres horas en meternos —continuó—, de modo que tardaremos otras tres en salir. ¿Qué es eso?
Los otros dieron un respingo, luego suspiraron todos a una, como habitantes del infierno.
—Me ha parecido oír algo. Supongo que no era nada. ¿Alguien quiere un vaso de… agua?
Los otros gimieron.
Él dio unos brincos como si sus piernas fueran zancos.
—Voy a haceros una propuesta.
En ese momento, un estremecimiento de horror recorrió a la multitud cuando un ladrón enmascarado gritó:
—¡Mirad! —Y sostuvo en alto una dentadura postiza.
Todos recordaban cuánto le avergonzaba a Bat Charney lo que él llamaba sus «castañuelas de elefante». Lo único que quedaba de él estaba en la mano alzada del ladrón. Miraron mansamente la dentadura hasta que Pearly interrumpió sus oraciones.
—¿Seguimos, caballeros, o quieren que aumente el riesgo de que quedemos atrapados para siempre en esta bolsa de té subterránea (donde aromatizaríamos el agua potable de la ciudad durante veinte años) por bobadas como rezar en silencio por una dentadura postiza?
Pearly tenía un tic en la mejilla, una de las numerosas manifestaciones de su fría cólera.
—Imaginaos —continuó— que no estamos en una cripta húmeda y cubierta de musgo, sino en una habitación de oro; que cada ladrillo tiene grabada una bonita águila, corona o flor de lis ornamentadas; que unos rayos cálidos suavizan el aire y lo vuelven más amarillo que la mantequilla; que, en lugar de esta bruma húmeda, negra y repugnante, estáis inhalando una infusión efervescente de color bronce, madurada por su constante reverberación entre paredes de oro puro. —Respiró sonoramente—. La única luz de esta habitación sería esa sombra que, según dicen, a veces se eleva sobre las nubes más allá de la bahía y convierte el mundo en oro como al parecer sucede en una… cada… bueno… a veces. Veréis —prosiguió, retorciéndose de dolor por dentro—, mi plan consiste en construir una habitación de oro en un lugar alto y apostar centinelas para que observen las nubes. Cuando estas se transformen en oro y la luz se derrame sobre la ciudad, la habitación se abrirá. La luz la inundará. Entonces las puertas de la habitación se sellarán y el oro quedará atrapado para siempre. —Los ladrones se quedaron boquiabiertos—. ¡Podréis ir todos allí! Podréis bañaros en la luz, aspirar el aire, pasar las manos por las paredes lisas. Hasta en lo más profundo de la noche, la habitación de oro bullirá radiante. Y será nuestra. —Tranquilizado por el anhelo, miró el techo con semblante soñador—. En el centro pondré una cama sencilla y allí, en medio del calor y el oro, descansaré… toda la eternidad.
Por un momento los hombres se olvidaron de dónde estaban y le bombardearon a preguntas. Cuando Pearly les explicó lo que se proponía, los cínicos le dijeron que había perdido la razón. Nadie podía robar un carguero de oro. Pero Pearly contraatacó con un plan. Un centinela otearía el mar día y noche desde una torre que construirían, bajo la apariencia de una obra benéfica, en Sandy Hook, y otro centinela apostado en lo alto del pilar de Manhattan del puente de Brooklyn vigilaría Sandy Hook. Los Faldones Cortos reducirían en dos tercios su ritmo de trabajo con el objetivo específico de mantener un destacamento de cincuenta hombres siempre listo para entrar, bien armados, en el puerto a bordo de su rápida flota de winabouts, como se llamaban las embarcaciones pequeñas más veloces de la ciudad, de las que tenían diez. Cuando el centinela de Sandy Hook vislumbrara el barco, lanzaría una bengala. Al verla, el hombre apostado en el pilar del puente telefonearía por una línea especial a los Faldones Cortos, que estarían esperando en sus botes bajo los muelles de Korlaer’s Hook. Estos zarparían de inmediato hacia el puerto. Una vez allí, pondrían dos boyas y navegarían de una a otra en perpendicular al canal por el que el carguero avanzaría hacia el embarcadero fortificado. Todos los Faldones Cortos irían vestidos como damas y cada uno de ellos se aseguraría de que los winabouts de la falsa regata fueran embestidos y hundidos por el mismísimo barco que tenían previsto robar. Se necesitaría un manejo preciso de las embarcaciones, así como paciencia para aguardar un par de meses con un vestido bajo los muelles, pero valdría la pena, porque ningún capitán dejaría que cincuenta mujeres se ahogaran en el puerto de Nueva York, de modo que no dudarían en subirlas a bordo, donde los hombres disfrazados sacarían de debajo de los vestidos todo el arsenal por el que eran famosos y se harían con el control del barco.
—¿Y qué? —replicó alguien—. Enseguida nos capturarían los buques escolta. La armada.
—Ningún buque escolta es tan veloz ni está tan bien armado como un carguero de oro —repuso Pearly.
—Eso es lo de menos, Pearly. No se puede sacar el oro de esos barcos sin una maquinaria especial, y se ha de hacer en un dique seco que sea amplio.
—Construiremos nuestro propio dique seco.
—¡Eso es absurdo! —gritó un chico woola—. ¿Cómo vamos a construirlo? Suponiendo que pudiéramos, todo el mundo se enteraría. Y cuando lleváramos el barco allí solo tendrían que seguirnos y atraparnos.
—Eso demuestra para qué sirve un chico woola —dijo Pearly—. Continúa en Woola Woola hasta que te ascienda, joven conejo. No construiremos el dique seco hasta que hayamos capturado el barco. Dispondremos de todo el tiempo que queramos para construirlo y de todo el tiempo que sea necesario para extraer el oro practicando un agujero en la cámara acorazada (¡un agujero…, eso sí somos capaces de hacerlo!), y luego encenderemos una gran hoguera bajo el carguero para fundir el oro, de forma que caiga como la lava en los moldes de lingote que habremos colocado debajo. Y la razón por la que dispondremos de todo el tiempo del mundo, y me refiero a mucho tiempo, es que en cuanto nos hagamos con el control del barco lo llevaremos al pantano de Bayonne y embestiremos con él la barrera de nubes blancas.
Un frío aún más gélido se extendió por la cámara.
—Cuando alguien cruza esas nubes —dijo un ratero tímido—, se acabó. Nadie vuelve. Es la muerte, Pearly.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Pearly—. Nunca he oído a nadie decir qué hay al otro lado. Tal vez regresan y cierran el pico. Tal vez sea un lugar fabuloso, con un montón de mujeres desnudas, fruta en los árboles, bailarinas de hula con los pechos al aire, comida al alcance de la mano, seda, automóviles, circuitos de carreras en los que siempre ganas…, y del que se puede regresar. Y en el caso de que regresáramos, seríamos los hombres más ricos de la tierra. Sin duda es mejor que atracar almacenes de puros para robar vitolas, ¿no os parece? Pensad en E. E. Henry. O en Rascal T. Otis. Murieron por unas migajas. Personalmente prefiero arriesgar el cuello por algo a mayor escala.
Este último argumento hizo mella entre los ladrones. Estaban dispuestos a abalanzarse contra la barrera de nubes. Pero un hombre que tenía gran experiencia en puertos (su especialidad era saquear yates de recreo) señaló que los canales de juncos que se extendían hacia el muro blanco como un laberinto no eran lo bastante profundos para un transatlántico. Además, desde un bar del puerto había visto aparecer de repente el muro de nubes a menos de una milla de distancia tras una tormenta. El muro de nubes, dijo, nunca permanecía en el mismo sitio. Daba vueltas alrededor de la ciudad «como una cinta de Möbius» y oscilaba por el suelo. Unas veces desaparecía y dejaba ver el campo que había al otro lado (momento que los trenes transcontinentales aprovechaban para atravesar la brecha rodando por vías de plata lustrada por el roce de la agitada base del muro de nubes); otras, se levantaba como un telón y se desvanecía total o parcialmente en el cielo. En ocasiones se hundía en el suelo y dejaba tan solo silencio y un paisaje soleado. Pero, cuando estaba alzado, la base se movía deprisa sobre un espacio cambiante de varias millas. No había límites en su travesía. Se sabía que había llegado a cruzar el río y recorrido Manhattan llevándose consigo a aquellos a quienes les había llegado la hora.
Pearly suponía que tendrían que dragar un canal lo más cerca posible del muro y confiar en que este se extendiera sobre ellos en el momento adecuado. Era arriesgado. El experto en puertos tomó de nuevo la palabra para señalar que sería prácticamente imposible dragar un canal allí, pues tendría que cruzar el pantano de Bayonne, donde vivían los hombres de la bahía.
—En tal caso —dijo Pearly—, tendremos que declararles la guerra, lo que significa matarlos a todos y cada uno de ellos. Y lo más rápidamente posible, antes de que corra la voz. Son feroces. Luché una vez con uno y a punto estuve de perder la vida, y no fue cerca del muro de nubes ni del pantano, sino en tierra firme, en Manhattan, adonde lo había llevado un temporal. Lo confundí con un pescador. Sus espadas se mueven tan deprisa que casi no las ves. Tendremos que cogerlos por sorpresa. Iremos en canoas cuando los hombres estén trabajando, mataremos a las mujeres y los niños y esperaremos en las chozas. Cuando los hombres regresen, los pillaremos desprevenidos y les dispararemos desde un lugar protegido. No tiene sentido entablar una batalla abierta.
Cuando todos los Faldones Cortos salieron en fila del túnel a la luz de la luna que declinaba, justo delante de un torrente de agua negra y helada que llenó el sifón poco después de que se marcharan, se sentían optimistas. Tal vez fuera por la belleza de la noche, el bosque oscuro, apacible y frío, el huerto en lo alto de la colina o las vistas de la ciudad serena y centelleante. Se fundieron con los campos y los árboles como solo ellos sabían hacerlo, imaginando la victoria sobre los hombres de la bahía, deseando incluso vestirse de mujeres y lanzarse al puerto, temerosos de penetrar las nubes, impacientes por encender un fuego debajo del barco para que saliera el oro fundido, y encantados al pensar que podrían ser los hombres más ricos de la tierra si conservaban el coraje.
Peter Lake también estuvo en la bolsa de té, apretujado en una esquina con un puñado de aprendices woola, que eran sus compañeros. Al principio le fascinó la aventura. La descripción que Pearly había hecho de la habitación de oro le recordó los sueños misteriosos que había tenido, en los que animales de suave pelaje dorado le daban tiernos empujoncitos y él acariciaba y besaba la tersa cara de maravillosos caballos voladores, leopardos mansos y simpáticas focas. Qué taimado, inmoral y deshonesto era pensar en atrapar el rayo inaudito (que él no había visto nunca) y, al mismo tiempo, qué admirable resultaba semejante rebelión. Peter Lake pensó que Pearly Soames, al anhelar a su peculiar manera la luz dorada, había revelado cierta inocencia. Los ladrones se sublevaban para capturar la luz de los cielos…, aunque creían que era por el botín o por la gravedad del color de Pearly. Durante media hora Peter Lake escuchó el plan y deseó que saliera bien. Incluso pasó por alto el entorno tan poco agradable e imaginó que la cámara de granito gris era en realidad una sala mágica en la que brillaba una luz solar interior. Sin embargo, como el proyecto era contra los hombres de la bahía, Peter Lake tendría que apartarse para siempre de los Faldones Cortos y traicionarlos. Él, y solo él, sabía que Pearly nunca lograría su habitación de oro.