El ferry arde en la fría mañana

Dejar atrás a los Faldones Cortos sería fácil porque ninguno de ellos (ni siquiera Pearly, que se había criado en Five Points como los demás) sabía montar a caballo. Eran los amos del puerto y a bordo de una embarcación pequeña eran capaces de cualquier cosa, pero en tierra firme iban a pie, subían al tranvía y saltaban las rejas del metro o del ferrocarril elevado. Llevaban tres años detrás de Peter Lake. Lo perseguían una estación tras otra llevándolo de vuelta a lo que él llamaba «el túnel», una situación de lucha continua de la que siempre esperaba salir, sin conseguirlo.

Salvo cuando se refugiaba entre los recolectores de almejas del pantano de Bayonne, Peter Lake tenía que estar en Manhattan, donde no pasaba mucho tiempo sin que los Faldones Cortos supieran de él y reanudaran la persecución. Necesitaba estar en Manhattan porque era ladrón, y para un ladrón trabajar en otro sitio equivalía a un reconocimiento demoledor de mediocridad. Durante esos tres años frenéticos se había planteado a menudo mudarse a Boston, pero siempre llegaba a la conclusión de que aquella ciudad no ofrecía nada interesante que robar, tenía un trazado que no favorecía a los ladrones, era demasiado pequeña y probablemente él se pondría a malas con los Cantarellos Simios (la banda más importante, que no era gran cosa), del mismo modo que se había puesto a malas con los Faldones Cortos, aunque sin duda por motivos diferentes. Le habían dicho que en Boston, una vez que anochecía, apenas podías dar un paso sin toparte con hombres de sotana. Por eso había permanecido en Manhattan, con la esperanza de que algún día los Faldones Cortos se cansaran de perseguirlo. Pero no había sido así y durante esos años (exceptuando los tranquilos paréntesis en el pantano) había llevado una vida de persecución a corta distancia.

Estaba acostumbrado a que lo despertara poco antes del amanecer el estruendo de las botas de los Faldones Cortos al subir corriendo por las desvencijadas escaleras del alojamiento provisional que se hubiera procurado. La irrupción de los Faldones Cortos lo había apartado de los placeres de cientos de comidas, montones de mujeres y docenas de casas lujosas no vigiladas. A veces aparecían de improviso, por medios que no acertaba a imaginar, a menos de cuatro pies. A tan corta distancia, el campo de maniobras era reducido y los riesgos demasiado elevados.

Sin embargo, con un caballo todo sería diferente. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Podría ampliar enormemente el margen de seguridad y poner, no yardas, sino millas de por medio entre Pearly Soames y él cada vez que este intentara estrechar el cerco. En verano, el caballo podría cruzar a nado los ríos, y en invierno, llevarlo sobre el hielo. Le permitiría refugiarse no solo en Brooklyn (a riesgo de perderse en el complicado laberinto de sus calles), sino también en los pinares baldíos, en las montañas Watchung, en las interminables playas de Montauk y en las Hudson Highlands, lugares todos ellos de difícil acceso en metro, lo que desalentaría a los Faldones Cortos, que estaban muy acostumbrados a la ciudad y, pese a sentirse cómodos entre el asesinato y la corrupción, tenían miedo de los relámpagos, los truenos, los animales salvajes, los bosques y el croar de las ranas arborícolas por la noche.

Peter Lake azuzó al caballo. Pero este no necesitaba estímulo alguno, ya que estaba asustado, adoraba correr y el sol se hallaba lo bastante alto para asomarse sobre los tejados de los edificios como un gran fuego abierto que lo calentaba todo y hacía entrar en calor sus ágiles miembros. Le encantaba correr. Era como una gran bala blanca, con la cabeza hacia delante, la cola estirada, las orejas echadas hacia atrás por el viento mientras saltaba hacia delante. Sus zancadas eran tan largas que a Peter Lake le recordaba un canguro, y a veces daba la impresión de que iba a elevarse del suelo y echar a volar.

No tenía sentido ir a Five Points. A pesar de que Peter Lake tenía muchos amigos allí y podría esconderse en el millar de salas subterráneas donde se bailaba y se hacían apuestas, su llegada a lomos de un enorme caballo blanco electrizaría a todos los chivatos, que acabarían por irse de la lengua. Además, Five Points no quedaban tan lejos. Tenía un caballo. Podía realizar un trayecto más largo, alejarse más.

Corrieron a lo largo de la Bowery y enseguida llegaron a Washington Square, donde cruzaron el arco como un animal de circo atravesando limpiamente un aro. Las calles se habían llenado de transeúntes, que vieron con malos ojos la impetuosidad de un caballo y su jinete zigzagueando entre el tráfico. En Madison Square, un policía situado en una peana cercada los vio aproximarse por la Quinta Avenida. Intuyendo que no se pararían, empezó a desviar el tráfico, pues había sido testigo de las espantosas consecuencias de la colisión de un caballo a la carrera con un frágil automóvil y no quería repetir la experiencia. Acababa de detener las distintas hileras de automóviles, camiones eléctricos y carros tirados por caballos que se entrelazaban ante su minarete diminuto, cuando se volvió y vio a Peter Lake acercarse a gran velocidad sobre su montura. El caballo parecía un monumento a la guerra que hubiera cobrado vida y avanzaba como un misil hacia él. El agente tocó el silbato. Hizo gestos con las manos enguantadas de blanco. Aquello era inaudito. El animal se abalanzaba hacia el minarete a treinta millas por hora. Las niñeras se santiguaron y agarraron a los niños. Los arrieros se pusieron de pie en los carros. Las ancianas miraron hacia otro lado. Y el policía se quedó petrificado en su cubículo dorado.

Peter Lake volvió a azuzar al caballo y estiró el brazo derecho como si fuera una lanza que apuntaba al policía inmóvil. Cuando pasaron por su lado cual una bruma blanca, le arrancó la gorra de la cabeza. «Permítame que me lleve su gorra». Furibundo, el policía giró sobre los talones, sacó el cuaderno y garabateó frenéticamente una descripción de los cuartos traseros del animal.

Peter Lake torció raudo a la izquierda, hacia el Tenderloin, donde las calles estaban tan congestionadas que tuvo que detenerse en seco, atrapado entre un depósito de agua y una maraña de carruajes. Los camioneros gritaban, los caballos relinchaban para expresar su impaciencia, y un grupo de golfillos aprovechó la ocasión para iniciar un bombardeo de bolas de nieve y hielo. Mientras las esquivaba, Peter Lake miró hacia atrás y vio media docena de puntos que enfilaban a toda velocidad la calle desde el este. Estaban muy lejos, pero se acercaban, patinaban, resbalaban; eran policías. Sin silla ni espuelas, Peter se puso de pie sobre el lomo del caballo para ver por encima del depósito y los carruajes. La calle estaba totalmente congestionada y tardaría media hora en despejarse. Se sentó de nuevo e hizo que el caballo diera media vuelta con la intención de cargar contra la tropa que se aproximaba y embestir a los policías. Sin embargo, el coraje del animal era de otra clase y no pensaba participar en eso. Se estremeció y sacudió la cabeza mientras Peter Lake lo azuzaba en vano. El caballo no quería ni avanzar ni retroceder, y se vio a sí mismo desplazándose de lado hacia una marquesina iluminada en la que, aun por la mañana, brillaban las palabras: «El turco Saúl presenta: Caradelba, la gitana española».

El teatro, medio lleno en la función matinal, estaba oscuro y colmado de azules y verdes deslumbrantes, exceptuando el escenario central, donde Caradelba bailaba medio desnuda en un destello de seda blanca y color crema. Peter Lake y el caballo se detuvieron al principio del pasillo central y miraron a Caradelba, confiando en que nadie hubiera reparado en ellos. Pero cuando la policía cruzó el vestíbulo Peter Lake dio una patada al caballo y atravesaron al galope la sala hacia el foso de la orquesta. Los músicos siguieron tocando, aunque se embarullaron al ver la cabeza y el cuerpo descomunales del caballo avanzar hacia ellos desde la oscuridad, como una locomotora que llevara en la parte delantera una calabaza de Halloween.

El animal tomó velocidad. «No cuento con que también sepas saltar», le dijo Peter Lake. Y cerró los ojos. El caballo hizo más que saltar. Sorprendiéndose a sí mismo, se elevó por encima de la orquesta y aterrizó casi sin hacer ruido en el escenario junto a la gitana española: veinte pies de distancia y ocho de altura. Peter Lake se quedó asombrado de lo lejos que había saltado el animal y de la delicadeza con que había aterrizado. Caradelba estaba sin habla. Era apenas una cría, cubierta de capas de maquillaje, de constitución menuda y actitud tímida, excepto cuando bailaba. Consideró un grave insulto la súbita aparición (como surgida del aire) del caballo y el jinete que de pronto compartían el escenario con ella. Era como si, al materializarse sobre el enorme semental, Peter Lake se burlara de ella. La niña parecía al borde del llanto. El caballo también iba desorientado. Nunca había estado en un teatro, por no hablar de un escenario. Los focos que lo iluminaban desde la oscuridad, la música, el sutil olor del maquillaje de Caradelba y el enorme telón de terciopelo azul enmohecido, todo lo cautivó. Sacó pecho como un animal en un desfile.

Peter Lake no podía irse sin antes tranquilizar a Caradelba. Los policías se abrían paso a través del foso de la orquesta intercambiando golpes con los indignados músicos. Seducido por la magia de las candilejas, el caballo descubrió el esplendor del teatro y quiso disponer de más tiempo para probar varias expresiones faciales. Peter Lake, que siempre mantenía la calma cuando lo atacaban, se reconcentró, desmontó y, mientras los policías trataban de trepar por los cortinajes de terciopelo que colgaban del proscenio, se acercó a Caradelba con la gorra del policía en la mano. «Querida señorita Candelabra —dijo en el inglés irlandés que hablaba—, como prueba de mi afecto y de la admiración de los habitantes de esta gran ciudad, me gustaría entregarle de recuerdo una gorra de policía que acabo de arrancar de la pequeña cabeza del pequeño policía que se encuentra en el pequeño cubículo de Madison Square. Como puede ver —añadió señalando a la media docena de agentes que se mezclaban con los músicos porque no habían podido escalar al proscenio—, es una gorra de policía de verdad. Y ahora debo irme». Ella la cogió y se la puso. Con la sobria pomposidad de la gorra azul, sus brazos y hombros parecieron aún más voluptuosos, y la muchacha reanudó los arabescos del fandango tanto para su propio disfrute como para el del público. Peter Lake apartó al caballo de las cegadoras candilejas. Saltó sobre su lomo y salieron del escenario por la derecha, atravesaron un laberinto de cuerdas y bastidores hasta salir a la calle invernal, que ya se había descongestionado, la recorrieron de vuelta a la Quinta Avenida y galoparon hacia las afueras de la ciudad.

Las fuerzas de la ley habían abandonado la persecución de Peter Lake últimamente debido al recrudecimiento de las guerras entre bandas, que todas las mañanas dejaban un montón de cadáveres en Five Points, el puerto y lugares tan insólitos como torres de iglesia, internados de niñas y almacenes de especias. Disponían de poco tiempo para los ladrones independientes como Peter Lake, pero este creía que, si al galopar atropelladamente por las calles elegantes molestaba a los «gentiles» (hay que decir en su favor que sospechaba que ese no era el término correcto), la policía tendría que ir de nuevo tras él, y entonces los Faldones Cortos se retirarían. Lo malo era que, una vez que los Faldones Cortos señalaban a un hombre, no renunciaban nunca a él. Jamás.

No obstante, Peter Lake tenía muchas estrategias para escapar de las trampas mortales de la ciudad invernal, y las tácticas surgían ante él como nubes de tormenta, esperando con los brazos abiertos a que las llevara a la práctica. Había tantas formas de sobrevivir y tantas formas de morir como calles, cables y vistas tenía la ciudad. Pero los Faldones Cortos eran tan hábiles y expertos que utilizaban los ángulos y las líneas del laberinto, las calles y los ríos cambiantes, con un conocimiento semejante al que las ratas tienen de los túneles y las madrigueras. Los Faldones Cortos transmitían una terrible sensación de inevitabilidad y velocidad, como el tiempo insaciable, el curso de las aguas o la propagación del fuego. Escapar de ellos, aunque solo fuera una semana, constituía toda una hazaña. Durante tres años él había sido su principal objetivo.

Con la policía y los Faldones Cortos tras él, Peter Lake decidió abandonar Manhattan y dejar que los brazos de las tenazas se cerraran y chocaran entre sí. Si las dos organizaciones se encontraban frente a frente al buscar a su presa desaparecida, el impacto de la colisión le proporcionaría tres o cuatro meses de libertad. Pero solo se daría tal convergencia si se quitaba de en medio. Resolvió ir con los recolectores de almejas del pantano de Bayonne, sabedor de que le ofrecerían cobijo y un lugar para el caballo, ya que habían encontrado a Peter Lake y lo habían criado (durante un tiempo) como una manada de lobos buenos. Eran más feroces que los Faldones Cortos, quienes no se atrevían a sumergir un remo o impulsar una pértiga a pocas millas de su espacioso dominio por miedo a ser decapitados en el acto. Nadie había logrado doblegarlos, pues no solo eran unos guerreros extraordinarios e imposibles de localizar, sino que además su reino solo era medio real y quien entraba en él sin su aprobación tenía muchas probabilidades de desaparecer para siempre en las rugientes nubes que pasaban raudas sobre las aguas espejeantes. En una ocasión New Jersey decidió que debían adaptarse a la forma de vida convencional, sujeta a las leyes y los impuestos. Treinta alguaciles, policías estatales y agentes de Pinkerton desaparecieron para siempre en los veloces bancos de nubes de un blanco cegador. Al vicegobernador lo cortaron en dos mientras dormía en su mansión de Princeton. Volaron por los aires un ferry de Weehawken, que se elevó a una altura de veinte pisos convertido en una bola de fuego, y el estallido fue tan fuerte que temblaron todas las ventanas en cincuenta millas a la redonda.

Peter Lake sabía que, si bien hallaría refugio en el pantano, las luces de Manhattan siempre lo atraerían al otro lado del río, fuera cual fuese el peligro. Los hombres de la bahía vivían demasiado cerca de la vertiginosa infinitud del muro de nubes. Eran silenciosos, resueltos e insondables, porque el tiempo pasaba para ellos tan deprisa como las paredes de un túnel ferroviario. Un habitante típico de la bahía tenía mucho del aborigen febril, del oráculo profesional que examina continuamente el hígado de los peces y se expresa con enigmas inexplicables a gran velocidad. Acostumbrado a los sonoros pianos y a las chicas guapas que se hacían de rogar, a Peter Lake le costaba pasar una temporada en el pantano. No obstante, era capaz de dar un oportuno salto atrás y siempre estaba dispuesto a someter su alma y ponerla a prueba.

Tal vez pasara una semana o diez días allí, pescando en el hielo, acostándose antes de que saliera la luna, comiendo incesantes tandas de ostras a la parrilla, navegando por los estuarios de agua salada que no se habían congelado y disfrutando del abrazo desnudo de varias mujeres que hallaban en él cierta belleza pasmosa durante sus frenéticos encuentros sexuales, en los que parecían en trance, mientras el indómito muro blanco sacudía sus casitas construidas entre los juncos y los vendavales de invierno amontonaban la nieve en todos los caminos que surcaban el hielo. Pensó en Anarinda, de cabello moreno, pechos como melocotones, ojos brillantes como estrellas…, y se dirigió hacia el ferry del norte.

«¡Maldita sea!», exclamó al coronar a lomos del caballo la cuesta frente a los muelles, en el punto más meridional del acantilado. En mitad del río cuajado de hielo ardía el ferry, inmóvil e inaccesible a primera vista, un resplandor naranja que arrojaba abultados fardos de humo negro que se desenmarañaba. Los ferris ardían constantemente y sus calderas reventaban, sobre todo en invierno, cuando los embestían a toda velocidad islas de grueso hielo afilado. Los prodigiosos puentes nuevos eran la única solución, pero ¿quién podía construir un puente que cruzara el Hudson?

Era un día despejado. En la otra orilla se veían con total nitidez franjas de color, árboles aislados, casitas de madera blanca y las vetas rojas y moradas del alto peñasco marrón. Un viento fuerte y frío empujaba río abajo témpanos de hielo que se partían. En medio del estruendo que provocaban, semejante a campanadas, bomberos con chaquetas negras, a bordo de barcos balleneros y remolcadores de vapor, se afanaban por rescatar a los supervivientes y arrojar agua helada sobre las llamas. Pese al frío de la mañana, habían acudido cientos de mirones: niñas con aros y patines, fontaneros y carpinteros camino del trabajo, criados, estibadores, carreteros, ribereños y ferroviarios. También había vendedores ambulantes que contaban con los miles de personas que llegarían en cuanto el ferry se hubiera convertido en una rabiosa trampa de carbón a la deriva y que alimentarían su curiosidad con castañas, maíz tostado, galletas saladas y pinchos de carne. Peter Lake compró una bolsa de castañas a un hombre avispado cuyas manos estaban habituadas al calor del fuego. Cogió las castañas humeantes de entre las brasas del asador. Estaban demasiado calientes para comérselas, de modo que, tras mirar a izquierda y derecha por si había alguna mujer alrededor, se metió la bolsa dentro de los pantalones. Colocadas cerca del vientre, le calentaban todo el cuerpo. Mientras contemplaba cómo ardía el ferry, el viento arreció y las largas hileras de sauces se inclinaron hacia el sur y se sacudieron el hielo blanco de las ramas.

Uno de los mirones no observaba el ferry incendiado, sino a Peter Lake, quien restó importancia a la afrenta con desdén, ya que el hombre en cuestión era un repartidor de telegramas. Él no tragaba a los repartidores de telegramas, tal vez porque, a su modo de ver, deberían ser elegantes sosias de Mercurio alado y no unos tipos indefectiblemente rechonchos, descomunales, monstruos con sangre de melaza que iban a una milla por hora y eran incapaces de subir unas escaleras. No iba a apartar la mirada de un ferry en llamas por miedo a un gordo estúpido con un uniforme que le colgaba por todas partes y un sombrero cuadrangular con una pequeña placa en la que se leía «Repartidor Beals». ¿Y si el repartidor Beals retrocedía entre la multitud y se esfumaba? ¿Y si alertaba a los Faldones Cortos? Lo único que Peter Lake tenía que hacer si estos aparecían era saltar al lomo del caballo y dejarlos atrás.

Varios bomberos trataban de subir a bordo del ferry incendiado. No parecía haber ningún motivo para hacerlo, porque los pasajeros estaban muertos o ya habían sido rescatados, y no podía ser que los bomberos esperaran extinguir las llamas solo por estar más cerca de ellas. ¿Por qué trepaban entonces palmo a palmo por una cuerda tan pronto floja como tensa que había empezado a arder y que de vez en cuando los sumergía en el río helado mientras la multitud contenía el aliento? Peter Lake lo sabía. Obtenían poder del fuego. Cuanto más se acercaban para combatirlo, más fuertes se volvían. Los bomberos sabían que, aunque a veces morían en el intento, los dones que recibían del fuego no tenían precio.

Peter Lake aplaudió con los demás cuando los bomberos llegaron hasta el final de la cuerda en llamas y se arrojaron a la cubierta. Mientras observaba, peló las castañas y las compartió con el caballo. Al cabo de media hora el ferry estaba a punto de volcar y un remolcador cargaba contra las plataformas de hielo que se interponían entre ambos, con la intención de recoger a los bomberos exhaustos que, una vez que la cuerda quedó reducida a cenizas, no disponían de ninguna ayuda y con toda probabilidad desaparecerían con el ferry si este se hundía rápidamente en mitad del canal.

Con el rabillo del ojo (órgano muy desarrollado en los ladrones) Peter Lake vio avanzar dos automóviles por la calle. No tenía nada de extraño, ya que había muchos, pero esos dos en particular se acercaban a toda velocidad, uno detrás del otro, llenos hasta los topes de Faldones Cortos. Mientras Peter Lake se subía al caballo, vio al repartidor Beals dar saltos (muy despacio) de entusiasmo. Seguramente los Faldones Cortos lo recompensarían con una comilona y una entrada para un music hall.

Peter Lake se dirigió al galope hacia el sur, abandonando el ferry en llamas para adentrarse en las avenidas abiertas que lo llevarían más allá de las factorías, centrales lecheras, fábricas de cerveza y depósitos ferroviarios. Él y el caballo se perdieron rápidamente por los recintos llenos de barriles, las vías y las montañas cúbicas de leña, entre las fábricas de gas, las curtidurías, las cordelerías, los bloques de pisos, los teatros de vodevil y las altas agujas grises de los puentes de hierro.

Los Faldones Cortos volvían a pisarle los talones, veloces aunque avergonzados dentro de los automóviles. Pero Peter Lake logró mantenerse delante mientras el caballo daba zancadas tan poderosas que casi volaba hacia el sur.