Un caballo blanco apareció una tranquila madrugada de invierno en que una ligera capa de nieve cubría suavemente las calles y las brillantes estrellas surcaban el cielo de la ciudad menos por el este, donde despuntaba el alba en un torrente azul pálido. El aire estaba en calma pero pronto se agitaría, en cuanto el sol se elevara y los vientos de Canadá llegaran embistiendo Hudson abajo.
El caballo se había escapado del pequeño establo de madera de su amo, en Brooklyn. Trotaba solitario por la calzada del puente de Williamsburg poco antes del amanecer, mientras el encargado de cobrar el portazgo dormía junto a la estufa y numerosas estrellas centelleaban aún sobre la ciudad. La nieve recién caída amortiguaba el ruido de los cascos del animal, que de vez en cuando volvía la cabeza para ver si lo seguían. Había entrado en calor por el esfuerzo y respiraba acompasadamente tras haber corrido cuatro o cinco millas a través de la quietud de Brooklyn, dejando atrás iglesias silenciosas y tiendas cerradas. Hacia el sur, en las aguas negras y cuajadas de hielo de los Narrows, una luz brillante señalaba el ferry que avanzaba hacia Manhattan, donde solo los hombres que trabajaban en los mercados estaban levantados, esperando a que los barcos pesqueros se deslizaran a través de la Hell Gate y de la noche.
El caballo estaba loco, pero aun así era capaz de preocuparse por lo que había hecho. Sabía que su amo y su ama no tardarían en levantarse y encender el fuego. Arrojarían por la puerta de la cocina al gato, que, profundamente humillado, volaría de espaldas hasta caer en un montón de serrín cubierto de nieve. El olor a arándano y a masa caliente se mezclaría con el del fuego de leña de pino, y poco después su amo cruzaría a zancadas el patio hasta el establo para darle de comer y engancharlo al carro de la leche. Pero no lo encontraría.
Era una buena broma, un desafío que le aceleraba el pulso a causa del terror, porque estaba seguro de que su amo no tardaría en salir en su busca. Aunque era consciente de que podía caerle una dolorosa paliza, intuía que la mitad de las veces al amo le divertían, complacían y conmovían los actos de rebelión; siempre que se llevaran a cabo en la debida forma y con coraje. Una revuelta burda y amorfa (como derribar a coces la puerta del establo) le llevaría a sacar el látigo. Pero ni siquiera en ese caso lo utilizaría siempre, porque valoraba el ímpetu en un animal y conocía y apreciaba la misteriosa inteligencia de ese caballo blanco, una inteligencia que ni él mismo podía pasar por alto salvo exponiéndose a peligros y para su pesar. Además, el amo le quería y en realidad no le importaba ir tras él por Manhattan (adonde siempre se dirigía el caballo), puesto que eso le proporcionaba la ocasión de enrolar a viejos amigos en la búsqueda y la oportunidad de visitar un buen número de cantinas, donde se tomaba un par de cervezas mientras preguntaba si alguien había visto a su enorme y hermoso semental blanco deambular desnudo, sin freno ni brida ni manta.
El caballo no podía pasar sin Manhattan. Lo atraía como un imán, como el vacío, como la avena, una yegua o una carretera abierta e interminable bordeada de árboles. Dejó atrás la rampa del puente y se detuvo en seco. Ante él se extendían miles de calles, silenciosas excepto por el sonido del viento cortante. Azotadas por la nieve, blancas y vacías, formaban un laberinto que lo fascinaba mientras el viento que acababa de levantarse silbaba sobre los montículos y riachuelos todavía intactos. Pasó por delante de teatros vacíos, oficinas de contabilidad y muelles arbolados donde las vergas cubiertas de nieve parecían bosques de largos pinos negros. Pasó por delante de fábricas oscuras y parques desiertos, de hileras de casitas donde los fuegos recién encendidos impregnaban el aire de dulce consuelo. Pasó por delante de los aterradores sótanos comunales ocupados por traperos y mutilados. La puerta de un bar del mercado se abrió de golpe y salió un torrente de agua hirviendo que se esparció por la calle en medio de una nube de vapor. Pasó (y se espantó) por delante de hombres tumbados en los ataúdes redondos y ajados de sus propios cuerpos helados. Los mercados empezaban a arrojar trineos y carros, arrastrados por el ímpetu de robustos caballos que subían a todo correr por las calles principales haciendo sonar cascabeles. Pero él se mantuvo alejado de los mercados, pues en ellos era hora punta incluso al amanecer, y siguió los silenciosos afluentes de las vías principales dejando atrás las desnudas estructuras de acero de los edificios en el intermedio de su construcción febril. Y apenas apartaba la vista de los nuevos puentes que habían unido el hermoso y femenino Brooklyn con su tío rico, Manhattan; esos eran los puentes que habían tendido la mano de la ciudad hacia el campo y suponían una ruptura con el pasado porque franqueaban no solo la distancia y el agua profunda, sino también los sueños y el tiempo.
El caballo blanco agitaba la cola de un lado a otro mientras trotaba con brío por las avenidas y los bulevares desiertos. Se movía como un bailarín, lo cual no es de extrañar: un caballo es un animal hermoso, pero quizá lo más extraordinario es que se mueve como si siempre oyera música. Con una certeza que lo dejó perplejo, se encaminó hacia el sur en dirección al Battery, que desde una calle larga y estrecha se veía como un campo blanco recorrido por las sombras alargadas de altos árboles. Cerca del Battery, el puerto se coloreaba con la nueva luz, oscilando en capas verdes, plateadas y azules. Al final de ese arcoíris polar, sobre el horizonte se extendía una masa blanca —la lámina metálica en la que se había asentado toda la ciudad—, que empezaba a volverse dorada con el sol naciente. El dorado pálido se agitaba en ondas ascendentes de calor y refracción, hasta que pareció un lugar compuesto por un millar de ciudades, o el límite de los cielos. El caballo se detuvo a mirar; los ojos se le llenaron de luz dorada. De sus ollares salía vaho mientras contemplaba la insuperable y tentadora distancia. Se quedó inmóvil como una estatua, viendo cómo el dorado se intensificaba y bullía ante él en un lecho azul. Parecía un lugar perfecto y decidió dirigirse allí.
Se puso en camino, pero enseguida descubrió que la calle estaba bloqueada por una enorme verja de hierro que impedía el acceso al Battery. Volvió sobre sus pasos y tomó otra calle, donde encontró otra verja idéntica a la anterior. Probó muchas calles y se topó con muchas verjas pesadas, todas cerradas. Mientras se hallaba atrapado en ese laberinto, el dorado cobró intensidad y pareció cubrir la mitad del mundo. Sin duda el blanco campo desierto conducía a ese otro mundo perfecto y, pese a que el caballo no tenía ni idea de cómo iba a cruzar las aguas, se empecinó en llegar al Battery, como si se tratara de la razón de su existencia. Galopó desesperado por las vías de acceso, los callejones y los prados cubiertos de nieve, sin perder ni un minuto de vista el dorado, cada vez más intenso.
Al final de la que parecía la última calle que llevaba a campo abierto, encontró otra verja, esta vez cerrada con un simple cerrojo. El caballo resollaba y el aliento condensado ascendía en torno a su cara cuando miró a través de los barrotes. Se acabó: nunca llegaría al Battery, que de algún modo estaba allí para lanzarlo por encima de las cintas verdes y azules del agua, hacia las nubes doradas. Se disponía a girar y volver sobre sus pasos, tal vez para buscar el puente y el camino de regreso a Brooklyn, cuando, en medio de un silencio tan profundo que su propia respiración sonaba como el romper de olas a lo lejos, oyó el ruido de muchos pasos.
Al principio eran débiles, pero pronto retumbaron con fuerza, hasta que notó un ligero temblor en el suelo, como si pasara cerca otro caballo. Sin embargo, no se trataba de un caballo, sino de hombres, que aparecieron de golpe. A través de la verja de hierro negro los vio correr por el Battery. Daban largas zancadas levantando mucho las piernas, porque el viento había amontonado la nieve casi hasta la altura de las rodillas. Aunque corrían con todas sus fuerzas, avanzaban a cámara lenta. Tardaron mucho en llegar al centro del campo y, cuando por fin lo lograron, el caballo vio que un hombre iba delante y los demás, tal vez una docena, lo perseguían. El fugitivo jadeaba y en ocasiones aceleraba bruscamente en deliberados arranques de velocidad. A veces se caía, pero se ponía en pie de un salto y se impulsaba hacia delante. Los otros también se caían a veces, pero se levantaban más despacio. No tardaron en desplegarse en una hilera irregular. Agitaban los brazos y gritaban. El perseguido, en cambio, permanecía en silencio, y se le veía casi rígido en su huida, menos cuando saltaba montículos de nieve o vallas bajas extendiendo los brazos como si fueran alas.
Al acercarse el hombre, el caballo simpatizó con él. Se movía bien; no como un caballo, un bailarín o alguien que siempre oye música, pero sí con brío. Lo que estaba ocurriendo, a juzgar por cómo se movía ese hombre, era más grave que una simple persecución por la nieve. En todo caso, los perseguidores ganaban terreno. Era difícil de entender, pues llevaban abrigos pesados y sombreros hongo, en tanto que el otro iba sin sombrero, con una chaqueta y una bufanda. Además, calzaba botas, mientras que los otros llevaban zapatos corrientes; sin duda se les habían llenado de nieve y tendrían los pies entumecidos. Pero eran tan veloces como él, si no más, aquello se les daba bien y al parecer tenían mucha práctica.
Uno se detuvo, separó los pies sobre la nieve y, empuñando una pistola con ambas manos, disparó al fugitivo. El estallido resonó entre los edificios que daban al parque y las palomas posadas en los caminos helados alzaron el vuelo. El hombre que iba delante miró un momento atrás y cambió de dirección para encaminarse hacia las calles, donde el caballo observaba hipnotizado. Los otros también cambiaron de rumbo y ganaron terreno al recorrer la hipotenusa de un triángulo mientras el fugitivo avanzaba por un cateto. Se encontraban a poco más de doscientos pies cuando un perseguidor se rezagó para disparar. El tiro sonó tan cerca que el caballo reaccionó y dio un salto hacia atrás.
El hombre que intentaba escapar se acercó a la verja. El caballo se escondió detrás de un cobertizo. No quería mezclarse en ese asunto. Sin embargo, picado por la curiosidad, fue incapaz de permanecer mucho tiempo oculto y no tardó en asomar la cabeza por la esquina del cobertizo para ver qué pasaba. El fugitivo abrió la verja con un violento gancho, pasó al otro lado y la cerró de golpe. Sacó del cinturón un pesado puñal de acero y, sin aliento, golpeó el cerrojo con él hasta fijarlo de forma que no se moviera. Luego, con una mirada desesperada, se volvió y echó a correr por la calle.
Sus perseguidores ya habían llegado a la verja cuando resbaló en una masa de hielo. Cayó a plomo, golpeándose la cabeza contra el suelo, por el que rodó hasta que por fin se detuvo. Al caballo le martilleó el corazón al ver cómo la docena de hombres se abalanzaba sobre la verja cual un escuadrón de soldados. Tenían pinta de criminales, con una extraña expresión de determinación, la frente abrupta, la barbilla pequeña, la nariz y las orejas como recosidas y unas entradas ridículamente pronunciadas (ningún glaciar se había aventurado jamás tan al sur). Irradiaban crueldad como chispas que saltaran entre dos electrodos. Uno levantó la pistola, pero otro —el cabecilla, a todas luces— lo detuvo gritando: «¡No! Así no. Ya lo tenemos. Lo haremos despacio, con un cuchillo». Y empezaron a trepar por la verja.
De no haber sido por el caballo que lo miraba desde detrás del cobertizo, el hombre caído se habría quedado allí. Se llamaba Peter Lake y se dijo en voz alta: «Mal vas, pedazo de idiota, cuando un caballo se compadece de ti». Eso lo obligó a moverse. Se levantó y habló al caballo. Los doce hombres, que no alcanzaban a ver al animal detrás del cobertizo, creyeron que Peter Lake se había vuelto loco o quería gastarles una broma.
«¡Caballo!», gritó él. El caballo echó la cabeza atrás. «¡Caballo! —repitió Peter Lake—. ¡Por favor!». Y abrió los brazos. Los otros empezaron a dejarse caer a ese lado de la verja. Se lo tomaban con calma porque se hallaban a pocos pasos, la calle estaba desierta y él no se movía, de modo que tenían la certeza de que lograrían capturarlo.
A Peter Lake le latía tan deprisa el corazón que se agitaba todo él. Se sentía ridículo y fuera de control, como un motor que se parte. «¡Jesús! —exclamó, vibrando como un juguete mecánico—. Jesús, María y José, enviadme una apisonadora blindada». Todo dependía del caballo.
El animal saltó por encima de la masa de hielo hacia Peter Lake e inclinó el ancho cuello blanco. Peter Lake recobró el dominio de sí y, arrojando los brazos alrededor de lo que parecía un cisne, se aupó a su lomo. Volvía a estar en movimiento y se sentía exultante mientras los disparos de las pistolas resonaban en el aire frío. Convertido en su cómplice con un solo movimiento grácil, el caballo dio media vuelta y brincó apoyándose ligeramente sobre los cuartos traseros para recuperar el aliento y las fuerzas antes de una salida explosiva. En ese momento Peter Lake quedó de cara a sus perplejos perseguidores y se rió de ellos. Todo su ser era una carcajada perfecta. Notó cómo el caballo se lanzaba hacia delante, y ambos se alejaron por la calle a toda velocidad, dejando a Pearly Soames y a varios Faldones Cortos apoyados contra los barrotes de hierro, desde donde disparaban las pistolas y maldecían…, los doce menos Pearly, que se mordió el labio inferior, entrecerró los ojos y empezó a discurrir nuevas formas de atrapar a su presa. El estruendo de las armas era ensordecedor.
Ya fuera de peligro, Peter Lake siguió al galope. Aplastando la blanda nieve, pasando por delante de las tiendas cerradas, él y el caballo se dirigieron hacia el norte en una nube de velocidad a través de la ciudad que comenzaba a despertar.