Los atardeceres eran lentos, morosos, ensangrentados por crepúsculos magníficos. Seguían noches cálidas y lánguidas, moteadas por el destello verde del faro, en la otra punta del golfo. ¿Te gustaría que mi cuento empezase así, verdad? Siempre has tenido una cierta predilección por lo oleográfico. Bajo tu refinamiento discreto y contenido —tu charme— siempre has ocultado un velo de mal gusto que tal vez te pertenecía en lo más íntimo. ¡Y sin embargo cómo odiabas «el mal gusto»! Te horrorizaba. Y lo banal, lo cotidiano: eran cosas monstruosas. Pues bien, puedo empezar así mi cuento. Por supuesto que me gustaba la villa. Los atardeceres eran lentos, morosos, ensangrentados por crepúsculos magníficos. Seguían noches cálidas y lánguidas, moteadas por el destello verde del faro, en la otra punta del golfo. Yo estaba en la ventana. Siempre he dormido poco, nunca te has dado cuenta. Me levantaba y me acercaba a la ventana, detrás de las cortinas. Hacia las dos se levantaba a veces una ligera brisa que encrespaba la superficie del agua. Se deslizaba sobre las tejas recalentadas del porche y llegaba a mi rostro casi tibia, reconfortante. Había siempre algún barco que surcaba el recuadro de la ventana, generalmente mercantes, creo, guiados por la señal del faro. Al fondo, a la izquierda, se veía el puerto hormigueante de luces. Me parecía estar a la espera. ¿De qué? ¿Esperaba algo? Los minutos pasaban lentos, la brisa levantaba las cortinas. Sentía que me invadía un desasosiego. A duras penas lograba contenerlo, apoyado en el antepecho de la ventana, frente al mar. La costa era una promesa, brillaban sus luces, parecía una fiesta. Me repetía que el cuento estaba dentro de mí, un día lo escribiría. Me sentaría, como en un sueño, frente a la mesa, sin ni siquiera mirar la hoja en blanco que tenía delante, y el cuento brotaría como una fuente: y entonces escribiría como por ensalmo, las palabras se ordenarían sobre la página por arte de magia, atraídas por un imán que se llamaba inspiración. ¿Esperabas que pensara algo así, apoyado en la ventana? Nunca lo he pensado, naturalmente. Jamás ha pasado por mi cabeza, no habría escrito ni una sola línea.
Había otra cosa mucho más urgente. Susurraba el comienzo de una novela. Sí, por supuesto, si mañana hace bueno, dijo la señora Ramsay. Pero tendrás que levantarte con el canto del gallo, el viento movía las cortinas, tú dormías, el faro lanzaba destellos intermitentes, la noche era apacible, casi tropical; pero yo llegaría en seguida a mi faro, lo sentía, estaba cerca, bastaba esperar que en la noche me mandase una señal de luz, y yo lo entendería, no dejaría escapar esta ocasión (mi única ocasión), no atormentaría mi vejez con reproches por no haber ido al faro. Mientras tanto me estaba haciendo viejo, me daba cuenta. Y sin embargo era todavía joven, era un «hombre atractivo», cuando bajaba a la terraza me lo decían las miradas de tus amigas, apreciativas e insistentes; pero la edad que sentí no pertenecía al registro civil, era una sofocación, como un velo en torno al rostro. Me miraba las manos apoyadas en el alféizar: eran largas, fuertes, ágiles. Y eran viejas. Tú no. La vejez que tú temías era de otra clase. Tratabas de exorcizarla con cremas y lociones, tú tenías miedo de aquellas manchitas que aparecen en el dorso de las manos; tu peor enemigo era el sol de mediodía, y cuando sonreías dos pequeñas arrugas amenazadoras te marcaban las comisuras de los labios. Mirabas con envidia a tus invitados que se bronceaban al sol, que se zambullían en la piscina, que bajaban a la playa indiferentes al aire de mar. Qué estúpida, sufrías por nada. Tú eras realmente joven, la vejez no es esto, lo entenderías más tarde, lo entiendes ahora; tenías un cuerpo espléndido, yo miraba tus piernas, la única parte de tu cuerpo que te atrevías a exponer al sol, piernas largas y suaves. Era el mediodía mediterráneo. Gino iba de un extremo a otro de la terraza sirviendo Calvados, Bacardí y Mazagrán. Alguien se levantaba perezosamente: «Nosotros nos vamos a la playa, Martine, te esperamos abajo…» Entornabas los ojos, una sonrisa imperceptible te marcaba las comisuras de los labios, sólo yo reparaba en ello porque conocía aquellas dos arruguitas; no te movías, te quedabas en la tumbona sumergida en un charco de sombra, tan sólo tus piernas brillaban al sol, la brisa movía los flecos de la sombrilla.
Por supuesto que me gustaba la villa. Me gustaban las dos buhardillas con los remates de ladrillos puestos de pico sobre las tejas, el porche con la campana como en un convento, las persianas blancas pintadas cada verano. Por la mañana temprano, cuando tú todavía dormías, el bosquecillo de palmeras estaba invadido por las gaviotas, venían a pasar la noche, dejaban tramas de idas y venidas sobre la arena. Las tardes eran bochornosas, muy mediterráneas, olían a pino y a mirto, me sentaba en la butaca de mimbre bajo la columnata, junto a las escaleritas de granito cubiertas de yedra, esperando que Scottie se despertase. Hacia las cuatro llegaba descalza, con las marcas de la almohada en su rostro enrojecido y una muñeca colgando de una pierna.
—¿Cómo prefieres que te llamen, Scottie o Bárbara?
—Scottie.
—Pero Scottie no es tu verdadero nombre.
—Me lo puso la señorita Bishop, dice que lo inventaste tú.
—Yo no lo inventé.
—Bueno, un amigo tuyo, uno que es escritor, yo cuando sea mayor seré tontita.
—¿También esto te lo ha dicho la señorita Bishop?
—Sí, porque dice que no se escapa al destino de todas las nenuchas.
—¿De qué has dicho?
—De las nenas, quiero decir, pero la señorita Bishop les llama las nenuchas, porque lo decía también una señora que se llamaba Zelda.
Por la noche hablábamos de Fitzgerald escuchando a Tony Bennett que cantaba Tender is the Nigth. La película a decir verdad no le había gustado a nadie, ni siquiera al señor Deluxe, que sin embargo no era de gustos difíciles. Pero Tony Bennett tenía una voz «enternecedora como la novela», y escucharlo creaba ambiente, y Gino tenía que volver a poner el disco infinidad de veces. Inevitablemente se me pedía el comienzo del libro, todos encontraban delicioso que me supiese de memoria los principios de las novelas de Fitzgerald: sólo los principios, que eran una de mis pasiones. El señor Deluxe, grave como de costumbre, invitaba al silencio a los presentes, yo trataba de escabullirme, pero no era posible negarse, el disco de Tony Bennett sonaba en sordina, Gino había servido los Bacardí, yo te miraba fijamente, tú sabías que aquel principio te estaba dedicado, era casi como si lo hubiese escrito yo, encendías un cigarrillo y lo introducías en la boquilla, también aquello formaba parte de la puesta en escena, jugabas a la flapper, pero no tenías nada de flapper, ni la melena ni las medias de rayón, y ya no hablemos de ánimo: tú pertenecías a otra categoría, podrías estar en una novela de Drieu, a lo mejor, o de Pérez Galdós, tenías un sentido trágico de la vida, tal vez fuese tu egoísmo insuperable, como una condena. Y entonces empezaba, entre la impaciencia que ya comenzaba a manifestarse, Gino evitaba servir copas para no molestar, y se oía tan sólo la voz de Tony Bennett y el chapoteo del Mediterráneo: En la hermosa costa de la ribera francesa, a medio camino entre Marsella y la frontera italiana, surge un hotel color de rosa, grande y soberbio. Palmeras deferentes refrescan su fachada rosada, y frente a él se extiende una minúscula playa deslumbrante. Recientemente se ha convertido en un punto de encuentro estival de gente elegante y a la moda; hace diez años, cuando en abril la clientela inglesa iba hacia el norte, estaba casi desierto…
Infaliblemente la señorita Bishop iba a cambiar el disco. Llegaba el turno de las canciones empalagosas de Cole Porter, era una manía de la señorita Bishop, pensaba que Cole Porter se adaptaba a Fitzgerald; o si no ponía Nat King Cole que cantaba Quizás, quizás, quizás. Por lo demás también a mí me gustaba la canción de King Cole, sentía que me concernía, me provocaba una sutil melancolía, Siempre que te pregunto, que cómo dónde y cuándo…, intentaba continuar, todos mirabais, por encima de mí, el mar y las luces de la costa, por la mañana temprano la imagen lejana de Cannes, el color rosa y crema de las viejas fortificaciones, los Alpes purpúreos que ceñían Italia, eran arrojados al agua y yacían trémulos en los remansos, en los anillos dibujados en la superficie por las plantas marinas a través de las límpidas aguas bajas…, pero algo se me resistía, mi voz era incierta, lo sentía. ¿Por qué me costaba proseguir? ¿Era acaso la noche? ¿Eran las luces de la costa? ¿Era Nat King Cole? Te escrutaba en la penumbra, y así pasan los días, y yo, desesperado…, habrías podido al menos hacerme una señal de comprensión, y en cambio no, me mirabas tranquila como los demás, como si tú no supieses que todo aquello me concernía, yo sirvo para la noche, ¿verdad Martine?, te decía con la mirada, para unos breves instantes nocturnos, y luego tú te duermes, y duermes, duermes, duermes, el viento nocturno levanta las cortinas, al fondo están las luces de la costa…, pero el día, ¿qué es tu Perri de día?, es el personaje de un jueguecito, la figurita de un cuento.
Basta. No tenía ganas de recitar, y por otra parte tampoco los otros tenían ganas de escucharme, el juego estaba abierto, había bastado aquel principio para dar la salida, ahora la señorita Bishop se sentía Rosemary Hoyt bailando absorta un slow muy sentimental, de acuerdo que ya no tenía dieciocho años y que en el agua no era capaz de aquel «pequeño crowl afilado» de Rosemary, ¿pero qué más daba?, al fin y al cabo estaba todo mezclado: Rosemary Hoyt bailaba con Tom Barban, que habría debido bailar contigo, pero eso ocurriría mañana por la noche, tal vez, aquella noche ya estaban distribuidos los papeles, y el señor Deluxe se acoplaba perfectamente al papel del exaviador insatisfecho y aventurero, nada mal, por otra parte, quizás un poco demasiado distinguido como legionario, demasiado bien alimentado. En cuanto a los otros dos, no se requería mucha imaginación para colocarlos. Eran tan anodinos, y a la vez tan intercambiables, el guapo Brady y su rubita. Y en lo que a ti se refiere, sí, tú eras una espléndida Nicole, lo hacías a la perfección, te parecías a Lauren Bacall, lo decía tu Tom Barban, le oí susurrártelo. Qué pena. ¿Y sus torpes intentos de ocultar con el borde de la chaqueta la erección perceptible bajo el lino de los pantalones? Intolerable. Pero él era Tom Barban, el legionario: los legionarios son muy viriles, ya se sabe, bailando con una señora que se parece a Lauren Bacall…
Pero yo, ¿quién era yo? Yo no era Dick, aunque tuviese su papel en la realidad, me refiero. Y tampoco era Abe North, no, a pesar de mi vieja novela, jamás sería capaz de escribir otra, aunque todos fingieran pensar lo contrario, y mucho menos escribiría la historia de nuestras deplorables historias. Yo sólo sabía de memoria principios de novelas ajenas, pertenecía a una historia afín, era un personaje transmigrado de otra novela, su estilización en una dimensión menor, sin grandezas y sin tragedias; al menos mi modelo tenía una cierta grandeza de gangster; pero mi papel no contemplaba locuras, sin ningún sueño al que sacrificar la vida, ni siquiera una perdida Daisy, o peor aún, mi Daisy eras tú, que sin embargo eras Nicole. Yo era un juego dentro de nuestro juego: era tu querido pequeño Gatsby.
La noche avanza a pequeños pasos. También esta frase te habría gustado en un cuento mío, ¿verdad? Te voy a complacer: la noche avanza a pequeños pasos. Ahora el gramófono tocaba Easy to Love de Charlie Parker, aquel disco lo había comprado yo, bajo la trompeta llorona del pobre Bird se oía el sonsonete casi alegre del piano de Stan Freeman, como risitas sofocadas, un pequeño fraseado de alegría. Hubiera preferido Jelly Morton, pero para Rosemary era un tostón, era imposible bailar Jelly Morton. Bueno, ¿qué hacer a aquellas horas de la suave noche avanzada a pequeños pasos? ¿St. Raphaël o el Hôtel du Cap? Mejor St. Raphaël, ¿qué se hace en el Cap, después de tomar el Negroni?, morirse de aburrimiento; y el guapo Brady (¿pero cómo se llamaba en la vida el guapo Brady?) condescendía a cualquier programa con tal de poder mirarte con embeleso, su rubita estúpida le seguiría a cualquier parte, «c’est cocasse», gorjeaba, «c’est cocasse», todo era cocasse. También el viejo Benz de Deluxe era cocasse, con los guardabarros beige y el cristal divisorio dentro; había pertenecido a un taxista parisino jubilado, él presumía de haberlo comprado por dos reales, «la única pena es que se haya querido quedar con el taxímetro, ¡a veces la gente le coge cariño a cosas bien estúpidas!…», y se reía con todos aquellos dientes blanquísimos. Tenía demasiados dientes: dientes de luxe. ¿O es una frase fácil?
¿Pero quién era el señor Deluxe, un musicólogo refinado? Imposible, ¡con aquel nombre! Creo que también él era un poco cocasse como su Benz, «me ha gustado mucho su novela por su musicalidad», me decía. Qué imbécil. «Pero en la próxima novela —porque usted está escribiendo otra, ¿no es verdad?— en su próxima novela atrévase a explicitar su amor por la música, no se amedrante ante las citas, rellénelo de nombres, de títulos, crean en seguida novelas mágicas, mencione el nombre de Coltrane y de Alban Berg, ya sé que le gustan Coltrane y Alban Berg, y comparto sus gustos». Decía que le gustaba Alban Berg, habría deseado «disponer de más tiempo para discutir», pero luego no iba más allá de Gershwin. ¿Pero cómo podía entender la muerte, con aquella sonrisa de muñecote? Tampoco tú podías entender la muerte, se hallaba fuera de tu alcance, por el momento. Tú podías entender al muerto, pero la muerte y el cadáver son dos cosas distintas. Morirse es la curva del camino, morir es sólo no ser vistos, ¿recuerdas estos versos? Los recité una noche pero os engañé, no eran de Fitzgerald, aunque todos creísteis que sí, era una cita falsa, y yo en mi fuero interno disfruté del engaño. Estábamos en la ribera, cerca de Villefranche me parece, yo cité la frase y dije: Fitzgerald, This Side of Paradise. Deluxe frenó casi de golpe. Susurraba algo como «sublime, sublime», una tontería por el estilo, y quiso que bajásemos a la playa, tuvimos que quitarnos los zapatos y caminar hasta la orilla dándonos la mano, un hombre y una mujer, en cadena, era urgente hacer algo lustral, esas fueron sus palabras, era un homenaje al ser, al estar allí, al hecho de hallarnos en la recta de la vida: en fin los cuernos contra las curvas, la idea era ésa.
Tu madre sí, entendía la muerte. Yo entendí en seguida que era una mujer que entendía la muerte, cuando la conocí. Y ella entendió lo mismo de mí. Entendió que había algo de eso en mi mediocre novela, por eso hizo de todo para que fuese un libro, me impidió llegar a Menton, me sacó de la condición de «joven pobre aspirante a escritor hijo de emigrantes que regresa a su país de origen con un manuscrito en el bolsillo». ¿Creíais que mi amor por Fitzgerald era tan grande que me había impulsado a una peregrinación sobre su itinerario?, ¿que mis descripciones de su hotel de Baltimore fuesen el resultado de una pasión de maníaco? Nada de eso. Digamos que soy un cronista. En aquel hotel transcurrió mi infancia. Prefiero pasar por alto los pormenores. Mi padre era camarero allí desde hacía veintinueve años, él sí que había conocido a Fitzgerald, tenía libros con su dedicatoria, me hablaba a menudo de él y también de Zelda, que le había apreciado, le había cogido cariño porque mi padre le preparaba brebajes muy comprensivos, le citó incluso en Save Me the Waltz, con otro nombre. Luego el hotel con el paso de los años empezó a deteriorarse, la clientela había decaído, a mi padre y a mí nos habían adjudicado una habitación en el ala posterior, tras la muerte de mamá no sabía con quien dejarme, al menos allí estaba seguro, o al menos eso es lo que pensaba, él pasó sus últimos años sirviendo la cena a viejas putas envueltas en pieles, a morfinómanos distinguidos, a pederastas rencillosos… Ahí lo tienes, ése es mi Fitzgerald. Tu madre entendió muchas cosas de mí. Y también yo de ella. ¿Te gustaría saber en qué consistió exactamente nuestra relación? No es una cosa que pueda decirse en pocas líneas. La quise mucho, creo que eso basta.
Todos preferían St. Raphaël y en cambio luego por la noche nos arrastrábamos hasta el Hôtel du Cap. Tal vez los Negroni fuesen un poco fuertes. Y además ponían mucho Gershwin, para el señor Deluxe. Y luego estaban los Arrighi, instalados en la terraza, quién podía resistirse a aquellos dos, eran dos perfectos McKisco, rencillosos y amargos, demasiado cocasse, a las diez de la noche ya estaban disparadísimos, parecían acabados de salir de Tender is the Night, imposible dejarlos para ir al St. Raphaël. Nunca supieron que eran los McKisco, los pobres, a lo mejor ni siquiera sabían quién era Fitzgerald. «Y su novela, Perri, ¿cómo va su novela?» La señora McKisco repetía siempre la misma pregunta, era educada, circunspecta, llevaba foulards elegantísimos y un trébol de perlas en la solapa de la chaqueta blanca. Jamás vi a la señora McKisco sin la chaqueta blanca. Decía que no iba mal, no, realmente no iba mal, estaba bastante adelantada, sí, la historia ya la tenía toda, dramática, por supuesto, pero con un toque de frivolidad, al drama le favorece la frivolidad: dos destinos que no se encuentran, una vida equivocada, dos vidas equivocadas… ¿Desesperación?, desde luego, pero con mesura. Quizás una muerte. Todavía no sabía si de él o de ella: o tal vez, qué se yo, una gran traición. Pero sobre todo inadaptación a la vida, como si nada bastase, y una sensación de despilfarro, y a la vez algo así como un sin sentido: y luego un egoísmo perverso. La señora McKisco suspiraba con comprensión, como si dijese: ¿pero a quién puede bastarle la vida? Erguía el voluminoso pecho, el trébol de perlas centellaba, McKisco la miraba con aire torvo, como si estuviese a punto de morderla, ella era melancólica, incongruente, su infelicidad era de una simplicidad conmovedora; vamos señora McKisko, habría querido consolarla, apoye su generoso pecho sobre mi hombro y desahóguese, solloce: es verdad, ha desperdiciado su vida, su marido es un orangután repleto de Pernod, tienen demasiado dinero y ahora usted se pregunta para qué quiere el dinero, de qué le sirven sus fábricas de papel, que se vaya todo al infierno, ¿verdad señora McKisco?, hijos es lo que usted hubiese querido, y en cambio está aquí poniendo parches a la vejez y a la soledad, querría convencerse de que los hijos no lo son todo, mira las luces de Cannes y tiene enormes deseos de llorar. Venga conmigo hasta la balaustrada, contemplemos el mar, yo le cuento una novela frívolamente desesperada y nos reímos como locos, todo muy fitzgeraldiano, él es un escritor de un único libro, ha tenido una infancia cariada que de vez en cuando le duele con punzadas agudas, en la vida se las ha apañado con medios no del todo limpios, digamos que es un pequeño delincuente, pero en el fondo es bueno, ¿quiere oír el principio?, comenzaría así, por ejemplo: En 1959, cuando el Protagonista de esta historia tenía treinta y cinco años, ya habían pasado dos años desde que la ironía, el Espíritu Santo de estos últimos tiempos, había, al menos teóricamente, descendido sobre él. La ironía era el último toque al lustre de los zapatos, la última caricia del cepillo de la ropa, una especie de «¡Ya está!» intelectual; sin embargo, al comienzo de esta historia todavía no ha superado la fase de la conciencia… A decir verdad el principio no es mío, querida señora McKisco, lo único mío son las fechas, pero para el caso da igual.
Hacia medianoche el señor McKisco caía desplomado sobre la mesa, había que levantarlo en vilo. También la señorita Bishop estaba bastante bebida, soltaba una risita detrás de otra, a ella le daba por las borracheras alegres, ahora se sentía completamente en forma para una escapadita al St. Raphaël, vamos, un viaje rápido a comer unas gambitas, yo a esas alturas desertaba, prefería esperarte en casa, después de todo regresaríais dentro de una hora. ¿Quieres saber por qué no volví a casa la noche del doce de agosto? Nunca me he preguntado por qué no volviste tú, no quiero saberlo, no me interesa. Pero quiero decirte por qué no volví yo, es demasiado cómico. Porque era San Macario. Mi padre se llamaba Macario, quería recordarle solo, lejos de tu casa, sin interferencias. Y luego llevaba en el bolsillo la fotografía de Scottie. También ahora la tengo delante. Es una foto de sus cuatro años. Scottie lleva un vestido de flores, calcetines blancos y las trenzas quemadas por el sol. Sostiene un muñeco en la mano, una especie de basset-hound con los ojos tristes, lo lleva colgando de una oreja, se llamaba Sócrates, ¿te acuerdas de Sócrates?, lo compré yo. Hay un agujero en la fotografía; ésa eres tú. Y está la villa, al fondo, cogida desde el lado oeste, las escaleritas cubiertas de viña americana que llevaban a las habitaciones de Scottie, la puerta blanca de pequeños cristales biselados, a la inglesa. De manera que llevaba en el bolsillo la fotografía de Scottie y me senté en un café. Mejor no podía sentirme. Mi plan era perfecto, y además en alguna localidad próxima a Menton se veían fuegos artificiales, debía ser la fiesta de un santo patrón, me parecieron de buen agüero. Desde hacía un mes y medio, todos los sábados por la noche, cruzaba la frontera con mi automóvil. Había un aduanero que empezaba el turno de noche a las veintidós en punto, un chico de Benevento, ya se había acostumbrado a verme, yo iba a tomar un café a Italia, a las veintidós y media volvía a cruzar la frontera, «¿nostalgia del café italiano, señor?», me saludaba con la mano en la visera, yo respondía al saludo, a veces me quedaba un rato charlando, para él yo era un rico con la manía del café italiano, jamás se le habría ocurrido registrarme el coche, dormida bajo una manta Scottie pasaría perfectamente.
Estuve deambulando por el paseo marítimo, mirando los fuegos artificiales en torno a Menton. Sería mañana por la noche. Era San Macario, la noche era hermosa, pensaba en mi padre muerto en un hotel pestilente de Baltimore, entré en el «Racé» para retirar dinero, tenía algunos asuntillos pero era la última vez, necesitaba aquel dinero para iniciar una actividad honesta en Italia, no es que anduviese mal de dinero, pero cuanto más tuviera, mejor: los primeros tiempos no serían fáciles. En el «Racé» había una jam-session con un tipo increíble que imitaba a la perfección a Rex Stewart, un trompetista de Ellington de los años treinta, era alegre, tocaba Trompet in space y Kissing my baby, goodnight, ni que decir tiene que yo también me sentía alegre, me quedé un rato y luego salí y recorrí un largo tramo a pie porque tenía ganas de respirar aire fresco. Así es. Por una tontería puede cambiar toda una vida. O seguir igual.
El tiempo es pérfido, nos hace creer que nunca pasa, y cuando miramos atrás ha pasado demasiado aprisa. ¿Te gustaría una frase así en uno de mis cuentos, verdad Martine? Concedido. El tiempo es pérfido, miro hacia atrás, ha pasado demasiado aprisa, ¡y con qué lentitud ha pasado! Han pasado casi veinte años, y Scottie sigue teniendo cuatro años, para nosotros. Pero en el fondo también yo tengo la edad de entonces, para ti. Porque yo soy inalcanzable, en cierto sentido soy eterno, aquí, donde me encuentro. Estoy al otro lado de la curva del camino, ¿puedes captar la idea? Veinte años deberían ser suficientes para entender una idea como ésta. Tú en cambio no, te has quedado en una recta, expuesta. Has envejecido, Martine, es normal. Finalmente dejarás de temer la llegada de la vejez: ahora ya ha llegado. La señorita Bishop no ha dado más señales de vida, ha desaparecido en Inglaterra. Pero yo sé lo que ha sido de ella: se ha vuelto medio monja, no se ha casado, vive en un internado del Sussex, enseña cultura americana a las jovencitas de buena familia. También Deluxe ha envejecido, demontre. Ha perdido completamente su aspecto de aviador. Ha venido a verte algunas veces, pero es imposible reanudar el juego, ya nada lo consiente. Es un señor corpulento con un Citroën azul que se ha establecido como delegado comercial en la banlieue: adiós, Tom Barban. Y también la villa, cómo ha envejecido. No hace mucho pasé por delante e imaginé entrar. En el muro, junto a la puerta de hierro, hay una pequeña placa de azulejos azules con un bergantín con las velas hinchadas. Lo compramos en Eze Village, ¿te acuerdas? En la puerta de hierro forjado la pintura blanca está desconchada. Donde el barniz se ha levantado, a resultas del sol y de la humedad, en gruesas ampollas que crujen bajo el dedo, se ha formado un óxido fino y muy amarillo, hay que empujar los batientes con fuerza de lo contrario no se abren porque los goznes están anquilosados. Cuando, tras haberla sacudido con cierta impaciencia, se consigue finalmente abrir la verja, ésta emite un chirrido contenido y prolongado, como un gemido que viniese de lejos, frente a nosotros. Tiempo atrás solía levantar los ojos mecánicamente, en busca del emisor de aquel lamento, y entonces veía el celeste del mar. A la derecha de la verja, una vez dentro, bajo una palmera, hay una caseta pintada de amarillo, un trastero con aspecto de una casa en miniatura. Tiempo atrás tenía allí sus herramientas el guarda, ahora puedo imaginar lo que habrá: un cochecito de bebé de aquéllos con la capota de fuelle, como se ven en las fotografías de los años treinta, un xilofón infantil sin cuerdas, viejos discos rayados. Son objetos insostenibles, es imposible mirarlos, pero a la vez es imposible deshacerse de ellos: hay que encontrar un trastero. ¿Pero por qué te describo cosas que sabes mejor que yo? ¿Para crear una nota enternecedora en mi cuento, una sensación de disipación? Siempre mostraste predilección por las vidas fútiles y desesperadas: Francis y Zelda, Bessie Smith, Isadora… Hago lo que puedo: más no tenemos. Pues sí, la villa realmente no es lo que era, necesitaría un buen maquillaje: fachada, ventanas, jardín, rejas… Pero el dinero escasea, desaparecieron los pequeños negocios discretos de Perri, tan dudosos pero tan rentables: la tradición no se come. Tal vez podrías empezar a pensar en utilizarlo todo. La situación es de una rara elegancia, los locales son magníficos, tan deliciosamente art-nouveau; podrías retirarte a las habitaciones que fueron de Scottie, así estarías todavía más unida a su recuerdo y además tú ahora con dos habitaciones tienes de sobra, y el resto transformarlo en hotel. Un hotel pequeño, pero de gran élite: diez habitaciones, comedor en la planta baja con lamparitas de pantalla verde sobre las mesas, pianista en la terraza para la sobremesa, mucho Gershwin, clarodeluna y Bacardí. Los suizos ricos de mediana edad adoran este tipo de lugares. Deberías encontrarle un nombre adecuado, refinado pero gracioso: por ejemplo. «Au petit Gatsby». Y tú de esta forma podrías enfrentarte a una vejez tranquila, pasar las tardes en paz contemplando la costa y pensando en el futuro que año tras año retrocede frente a nosotros. Se nos escapó entonces, pero no importa: mañana iremos más deprisa, estiraremos más los brazos… y un buen día… Es un final de Fitzgerald, naturalmente.