PARAÍSO CELESTE

A Isabella G., que en Roma me

habló del «Paraíso celeste»

Hasta el día en que conocí a Madame Huppert nunca había oído hablar de ikebana. Estaba muy a la defensiva, aquella tarde, me había preparado psicológicamente para decir todas las pequeñas mentiras que hiciese falta, con tal de «promocionarme». En aquella época consideraba las pequeñas mentiras como un ingrediente necesario para resultar interesante, para escapar a la mediocridad, y me entrenaba para decirlas con desenvoltura. A fin de cuentas me encontraba bastante convincente, cuando mentía, tal vez más que cuando decía la verdad. Pero enfrentada a una pregunta directa, sin puntos de apoyo, sin ni siquiera la menor sospecha de quién o qué podía ser ikebana, toda mi buena disposición a la mentira se desmoronó inexorablemente y no tuve más remedio que admitir mi ignorancia.

Madame, para la entrevista, me recibió en la terraza. Estaba acostada en una tumbona de mimbre muy austera, sin almohadones, de las que se usan en la meditación yoga, y llevaba un delicioso kimono color azul pálido. Hasta el último momento estuve dudando si ponerme la falda azul plisada con el sweater rojo, tipo «adolescente de buena familia que va al club de tenis», o bien el traje de chaqueta de tweed avellana con blusa beige. Al final me decidí por el traje de chaqueta, no sin una cierta perplejidad sobre la resolución, porque el tiempo no era precisamente el ideal para un tweed más bien grueso como el mío. Aquel año un octubre radiante parecía prolongar sin cansancio un verano que había sido majestuoso y los últimos turistas deambulaban todavía en shorts por la orilla del lago como si quisieran hacer acopio del último sol.

Pero caray, aquel traje de chaqueta me había costado casi un sueldo entero, a pesar de haberlo comprado de rebaja a finales del invierno pasado, y además todavía no había tenido ocasión de estrenarlo. Era un Saint Laurent falda-pantalón, hombros cuadrados con rígidas hombreras, estilo años cuarenta, y solapas anchas con dos botones, de corte masculino. Algo de lo más chic: en el Vogue llevaba uno idéntico Deborah Kerr apoyada en la veranda de su rancho. Pero en aquella estúpida escuela ¿quién iba a apreciar un Saint Laurent como el mío? Mis colegas llegaban por la mañana hechas un espanto, sólo les faltaba el delantal y los bigudíes en la cabeza, más valía ponerme el Saint Laurent para la entrevista con Madame, al menos alguien habría podido apreciarlo. Por lo menos eso me imaginaba, y creía que no me faltaban razones. Quiero decir, una villa de esa clase no estaba en consonancia con ninguna de aquellas estúpidas criaturas, tipo mujeres de carniceros ricos que habían infestado las colinas del lago con casitas de un gusto que podía competir con Disneylandia y que irrumpían en la galería al final de temporada, cuando el propietario organizaba una subasta sin precedentes y se llevaban unos adefesios que harían desmayarse a un caballo para colgarlos de las paredes de sus pisitos ciudadanos. Por lo demás bastaba mirar la verja de hierro forjado de la que arrancaban dos hileras rectas de cipreses, los torreones con arabescos de estilo principios de siglo, cada uno con su pararrayos, el jardín a la italiana, la terraza invadida por la buganvilla. Y además pensaba que a una persona perspicaz, para entender algo a propósito de la clase de una señora, podía bastarle simplemente el anuncio en el periódico. Las ofertas de trabajo, que el sábado leía con avidez, estaban llenas de proposiciones burdas e insinuantes, o, todo lo más, tópicas y previsibles, donde la «posibilidad de brillante carrera» encubría la sordidez de ventas a domicilio de alguna enciclopedia para deficientes mentales. No era muy corriente un anuncio de aquellas características, en la demanda de una secretaria: «Inteligencia, discreción, cultura. Francés indispensable».

Consideré que eran cuatro cualidades que poseía sin lugar a dudas. Lástima que el director de la escuela, aterrorizado porque les hablaba a los niños de la Maja desnuda, y el propietario de la galería, que sólo pensaba en desplumar a las señoras de Varese, jamás se hubieran dado cuenta. Peor para ellos.

Decir que Madame era charmante puede parecer una futilidad, pero sirve para dar una idea. Si tenía cincuenta años los llevaba de forma excelente; si tenía cuarenta los llevaba dignamente: pero yo me incliné por la primera hipótesis. Tenía el pelo de un rubio tan poco natural que uno acababa por aceptarlo inmediatamente, porque la ficción declarada es mucho más aceptable que la ficción simulada (entonces tenía toda una teoría sobre la gama de las ficciones); y, gracias a Dios, no se hacía la permanente. No es que yo por principio estuviese en contra de la permanente, entendámonos, pero el hecho de que mis colegas viniesen a la escuela con aquellas permanentes tan deplorables había hecho que al final la detestase.

Madame inició una conversación muy informal, en francés. Evidentemente empleaba el francés para comprobar mi conocimiento de la lengua, como se exigía en el anuncio, pero en ese sentido me sentía al abrigo de todo peligro, gracias a Charleroi, aunque me guardé muy bien de decirlo. De todas formas no hice nada para disimular mi pronunciado acento belga, aunque no me resultaba difícil, era sólo una cuestión de tónicas y de guturales.

Empezamos por la literatura. Madame se informó, con mucha discreción, sobre mis gustos; no sin haberme puesto al corriente de los suyos, para darme confianza, que eran el Montherlant de La reine morte («tan humano y desgarrador», dijo) y la melancolía mágica de Alain-Fournier. Pierre Loti de todas formas no había que despreciarlo, debía ser recuperado, especialmente el de Ramuntcho, estaba segura de que tarde o temprano alguien lo haría, a lo mejor un crítico americano: los americanos tenían un olfato indiscutible para los repêchages. A decir verdad Loti me hacía pensar en el olor a cerrado de las aulas del colegio del Sacré Coeur de Charleroi, donde Pêcheurs d’Islande era una de las escasas lecturas permitidas, pero traté de mostrarme de acuerdo. Había tardado ocho años en borrar de mi existencia el colegio de Charleroi, y no iban a ser los gustos de Madame los que me llevasen de nuevo a aquellos recuerdos. Podría haberme hecho la intelectual arriesgándome con Sartre de quien había leído un cuento (por otra parte horroroso), pero preferí ser cauta y hablé de Françoise Sagan, que en el fondo también tenía algo que ver con el existencialismo. Y luego mencioné al Hemingway de las Nieves del Kilimanjaro (había visto la película con Ava Gardner) y Vinieron las lluvias de Louis Bromfield. Madame me preguntó si conocía los trópicos. Dije que no, desgraciadamente, pero que un día u otro tendría que hacerlo, hasta ahora no había tenido ocasión. Y luego pasamos a la pintura.

Aquí me sentí completamente a mis anchas, porque era mi terreno, y si deslicé alguna mentira no fue para «promocionarme», sino sólo para que quedara mejor. Dije que me había diplomado en el instituto estatal de arte hacía dos años (lo que era cierto), pero Italia era de una estrechez de miras intolerable. ¿Qué posibilidades tenía una joven artista, en Italia? Esperar interinidades en una escuela media.

Por suerte en verano podía cultivar mis intereses trabajando en una galería de arte local (esperé ardientemente, mientras lo decía, no tener jamás que poner los pies allí); sólo que al final de la temporada turística la galería cerraba y la pequeña ciudad volvía a sumirse en las tinieblas de la incultura. Y en consecuencia, me voilà.

Pensé que había llegado el momento de las preguntas más concretas. Temía sobre todo que Madame me interrogase a propósito de mis capacidades dactilográficas, capacidades que juzgaba indispensables en cualquier secretaria. En mi caso eran nulas. Las raras ocasiones en que tenía que escribir una carta, cuando estaba en la galería, tardaba toda una tarde (utilizaba sólo el índice de la mano derecha), y a pesar de tanta aplicación los resultados no eran nada brillantes. En cambio Madame no parecía tener la menor intención de hacerme preguntas «técnicas», su mente parecía estar ocupadísima por la pintura, y fue un alivio seguirle la corriente. Al principio hablamos de los amarillos de Bonnard, no recuerdo a raíz de qué, probablemente debido a la luz de aquel otoño y a la mancha dorada de los castaños que se divisaba en la ladera de la montaña, al otro lado del lago. Luego yo jugué con astucia y aposté a los fauves. Sobre Matisse no se discutía, evidentemente, lo daba por descontado. Pero personalmente sentía más a Dufy, el Dufy de las marinas, de los geranios y de las palmeras de Cannes. Con Dufy —dije—, la alegría mediterránea canta sobre la tela. En la pared junto a la escribanía, en la salita de la «Paleta del lago», el propietario tenía un calendario con una reproducción de Dufy para cada mes. Había estado cara a cara durante treinta tardes consecutivas (treinta y una en julio y agosto) con cada reproducción, desde las cinco hasta las nueve: la «Paleta del lago», en los meses estivales, no cerraba nunca. Digamos, para ser más exactos, que Dufy me salía por las orejas. Pero en la galería el panorama variaba entre las reproducciones de Dufy y los rostros idiotizados de las señoras que admiraban las mamarrachadas colgadas de la pared, y a las que por si fuera poco debía dedicar acogedoras sonrisas, en opinión del propietario: era lógico que prefiriese a Dufy. Me lo sabía de memoria.

Le pregunté a Madame qué opinaba de Bal à Antibes (era la reproducción de junio), con aquellas pinceladas de azul y de blanco de los marineros en primer plano, entre aquel torbellino de colores. ¿Y la magia azulada de La mer (julio), con aquellas risas (dije exactamente eso) de las velas? ¿Y la armonía de los paisajes de Plage de Sainte-Adresse, la de 1921, creía recordar (agosto), no le hacía pensar en una pequeña sinfonía? Madame estuvo de acuerdo. De todas formas, dije perentoria, consideraba insuperable Jardins publiques à Hyères (septiembre). Me parecía definitivo. Para mí Dufy después de aquel cuadro ya no existía. (Y era la pura verdad).

El calendario causó un cierto efecto en Madame, que no me escatimó elogios. Y entonces, oh, bueno, dije con toda la desenvoltura que la ocasión me parecía merecer, que para estudiar a los fauves había ido «expresamente» a París. Naturalmente me guardé muy bien de decir qué es lo que conocía de París, porque todos mis conocimientos, procedían de un viaje escolar con las monjas cuando papá trabajaba en las minas de Charleroi. Había un viaje de cuatro días, en autobús, con breves paradas para bocadillos y pipí, y luego todas de nuevo a bordo, a cantar En passant par la Lorraine bajo el inflexible deleite de la Madre Marianne que temiendo las largas conversaciones y los largos silencios, ambos portadores de malicia, resolvía el dilema con la alegría de una sana canción. De París conservaba el atroz recuerdo del Musée de l’Histoire de France, del Panthéon, de mis pies hinchados como bolsas de agua caliente y de la primera menstruación que me vino la segunda noche de estar en París, después de una caminata memorable. El último día la Madre Marianne nos había hecho de guía en una visita de quince minutos al Louvre, el tiempo justo de asomar la nariz a las salas de Corot y Millet y en la caseta de la salida cada una de nosotras había tenido que depositar una pequeña cuota para comprar una reproducción del Angelus, que luego la Madre Marianne, durante el viaje de vuelta, había colgado de la ventanilla trasera del autocar. Yo tenía trece años, me sentía fea, desdichada e incomprendida, y me pasé el viaje soñando en una feroz venganza: un día me convertía en una gran pintora con un estudio majestuoso en el Quartier Latin, la Madre Marianne venía a pedirme de rodillas que pintase frescos para el refectorio del colegio de Charleroi donde la gran artista había hecho sus primeros estudios, pero yo le respondía arrogantemente que me era del todo imposible, tenía que preparar mi triunfal exposición en el Grand Palais, París me dedicaba un homenaje, el mundo entero reclamaba mis cuadros y hasta el mismo presidente de la república iba a intervenir.

¿Y el ikebana? —dijo Madame—. ¿Le gusta el ikebana?

Respondí que decididamente no lo conocía. (Me sentía atrapada y opté por mostrarme seca y definitiva).

—Lástima —dijo Madame—, pero no tiene importancia, estoy segura de que aprenderá a amarlo. Por favor, acérqueme la botella de ginebra y llame a Constance para que me traiga más agua tónica.

Mientras esperaba el agua tónica Madame me preguntó distraídamente cuáles eran mis hobbies, si por casualidad sentía pasión por la enología: ah, ¿sí?, espléndido, ella no, prefería los cocktails, pero el señor ingeniero, sí, su marido, sentía pasión por los vinos, como buen italiano —italiano de adopción pero no por ello menos italiano—, oh, por vinos raros, claro está, también a ella le habría gustado entender algo más, pero evidentemente no podía exigir que el señor ingeniero le diese clases, estaba siempre de viaje, siempre tan absorbido por sus negocios, el pobre. Pero a propósito, mi francés era excelente.

Respondí que sí, efectivamente era cierto, mi pobre padre se había tomado un gran interés por mi educación, a pesar de no disponer de un minuto libre en toda su vida (se ocupaba de minas): había querido que mi gobernanta fuese francesa, obviamente, la vieja, querida, austera Francine (me emocioné un poco ante el recuerdo) que me había hecho prácticamente de madre, era valona, este inequívoco acento belga que tiempo atrás detestaba y que ahora encontraba delicioso se lo debía a ella; oh, no no, no era huérfana de madre, sólo que mamá era tan frágil, tan delicada, y además su piano no le daba tregua.

Madame empujó el carrito de los aperitivos hacia mi butaca y me invitó a servirme.

—¿Entonces la escuela no le interesa, no es su vocación?

Dije que en cuanto a vocación podía incluso haberla tenido, pero ya hacía dos años que tenía el título y todavía me tocaba hacer de interina. Y santo cielo: tenía casi veintiún años. Expliqué el concepto de suplencia, que Madame parecía ignorar completamente, y para ser sintética dije que la semana próxima, cuando la profesora a la que yo sustituía hubiese acabado el puerperio, el director me diría que la escuela me agradecía mi preciosa colaboración, y si te he visto no me acuerdo. Y tampoco abundaban como setas las señoras embarazadas a las que había que suplir, hoy en día la gente se lo piensa dos veces antes de tener hijos, con el coste de la vida, pues ahí es nada. No sé si estaba al corriente de las estadísticas relativas a los nacimientos en Italia.

Estaba descendiendo el crepúsculo sobre el lago, y desde donde estábamos era verdaderamente un lienzo, Dufy se quedaba corto. Desde la terraza se dominaba el jardín, lleno de limoneros y de cipreses, surcado por la geometría de los setos de boj que ribeteaban los senderos de gravilla. El pueblo, sobre la punta que entraba en el lago, ya estaba a la sombra, y sobre los tejados aleteaban vagos jirones de luz de un azul muy pálido. La última luz del día caía sobre el embarcadero frente a la verja y sobre los torreones de la villa, de un amarillo cálido, tostado por el tiempo. Las golondrinas armaban un alboroto maravilloso, volando enloquecidas a ras de suelo. Madame me estaba explicando que temía aburrirse terriblemente, durante el invierno, estando acostumbrada a París, no podía decir que tenía exactamente necesidad de una secretaria, digamos más bien de una compañía; sí, alguna carta de vez en cuando a algunas galerías suizas de las que era cliente, o cosas por el estilo: pero fundamentalmente buscaba a una persona de buen gusto con la que intercambiar impresiones, con la que poder hablar de cosas inteligentes, naturalmente, no pretendía que yo tomase una decisión allí mismo, podía darle una respuesta mañana, pero naturalmente comida y alojamiento, mejor dicho, ¿quería echar un vistazo a mi eventual habitación?, llamaba a Constance.

Durante todo el resto de octubre Madame estuvo muy ocupada en la creación de un ikebana no realista, un equilibrio extraordinariamente delicado de los distintos matices del otoño. La base era un jarrón Belle Epoque color oro viejo, un cristal de Gallé de 1906, de cuello largo y delgado.

Madame me encomendó la tarea de ponerle título a la composición —todas las composiciones de fantasía llevaban un título— porque una de las finalidades del ikebana era precisamente sugerir nombres, hacer que se concretase en palabras la sensación que la composición había suscitado en nuestro ánimo. Lo que más me impresionaba de aquella composición era «su corazón de luz», dije, y Madame estableció que no habría podido encontrar un nombre mejor. A decir verdad empezaba a poseer una cierta competencia en el tema. Había literalmente devorado Ikebana: l’art des fleurs, Les fleurs et l’antique tradition japonaise, Ikebana et Hai-Kai y por último La peinture japonaise, un magnífico volumen en papel satinado, todo reproducciones. Por la noche leía Kawabata, por consejo de Madame, que era «tan zen de la primera a la última página». Me aburría mortalmente, con todas aquellas mujeres cretinas que contemplaban melancólicamente paisajes invernales, pero me guardé muy bien de decirlo para no parecer materialista. Madame detestaba el materialismo, y Kawabata era «un petit souffle que acaricia las planicies del ánimo».

Con el sueldo de octubre, que Madame insistió en pagarme entero aunque no había entrado a su servicio a principios de mes, me compré una chaqueta de antílope verde oscuro, que me hacía muchísima falta, y un juego de accesorios para el bolso: polvera, peine y encendedor de carey casi púrpura. Con el dinero que me sobró compré un elegantísimo nécessaire de escritorio, que me parecía indispensable para una secretaria de un cierto nivel y que contenía un minúsculo cortapapeles de plata, una pluma estilográfica de laca, un frasquito de tinta muy azul y un paquetito de papel de escribir, con sus correspondientes sobres, de un espléndido papel de arroz de color amarillo claro. Encontré que mi habitación adquirió un aspecto más intelectual. Hice alguna ligera modificación en la disposición de los objetos, trasladé la pantalla montada sobre un jarrón de jade de la cómoda a la mesa junto a la ventana, agrupé a su alrededor los objetos recién comprados y obtuve un escritorio auténtico. Para completar el conjunto dispuse bien a la vista las Poesías completas de Vittoria Aganoor Pompila y La vie des abeilles que había comprado en un tenderete de libros usados.

A principios de noviembre Madame me confió dos encargos que venían como anillo al dedo para mis nuevos objetos de escritorio. Había llegado el catálogo de una galería de Zurich donde se mencionaban dos grabados de Utamaro, sin ninguna especificación: tenía que preguntar características, dimensiones, precios, eventualmente fotografías. Y luego debía dirigirme a un centro de ventas de San Remo para que nos mandase con su sistema de expedición los bulbos de trasplante indicados con las siglas tal y tal en su catálogo.

A la galería de Zurich escribí una carta escueta y cortés, con elegante caligrafía, en mi papel de arroz. Les rogaba que fuesen muy detallados en su respuesta, que indicasen el precio en francos suizos, que mandasen al menos dos fotografías formato 16 x 24. Por último dejaba entrever la posibilidad de una adquisición inmediata en el caso de que las obras fueran buenas, y firmaba con atención Lisabetta Rossi-Fini, secretaria de Madame Huppert. Pensé que en la firma podía perfectamente empezar a utilizar el apellido de mamá y el de papá unidos por un guión, al fin y al cabo era hija de los dos, no utilizaba nombres que no me perteneciesen. A la tienda de San Remo, además de los bulbos, les pedí una docena de claveles azules que había visto en el catálogo y que me habían fascinado. El clavel es una flor sencilla y popular, significa franqueza y simpatía, pero aquella variedad de invernadero de un azul intenso, que adquiría tonos violetas en los bordes rizados, era verdaderamente singular: parecían flores exóticas y misteriosas, tenían algo de orquídeas sin poseer su fría vulgaridad.

En aquellos días Madame me tuvo ocupadísima en la realización de un Gashu, un moribana tradicional para el que se requieren más que dotes de sensibilidad y de creación, exactos conocimientos de la antigua pintura japonesa fuente de inspiración del moribana. El moribana es un tipo de ikebana realizado sobre un jarrón plano y amplio, generalmente rectangular o bien redondo. Mi colaboración en el moribana, a decir verdad, se limitó a la búsqueda de la materia prima, ya que tuve que darme un paseo más bien aburrido por las colinas del lago en busca de nogales y de ramas de enebro. Había llovido hacía poco y el terreno no era justamente el ideal para los paseos selváticos. El resultado fue una molestísima irritación en los tobillos, tal vez debido a los pólenes y a la hojarasca en putrefacción, que me obligó a rascarme durante una semana.

La galería de Zurich respondió a vuelta de correo. Mandó las fotografías de Utamaro, lamentando que los colores no fueran muy felices y que el formato no fuese el exigido, pero era todo cuanto tenían en el fichero. Se trataba de dos pequeñas acuarelas, una figura femenina poco original y un insecto sobre una hoja de nenúfar, todo en tonos verdes y marrones, que entusiasmó a Madame. Las informaciones de la galería, además de las dimensiones y los precios, eran las siguientes: «Utamaro, 1754-1806. Núm. 148/a: Femme de Yedo, 1802 environ, gouache sur papier de Chine, état de conservation parfait. Núm. 148/b: Libellule sur Nénuphar, 1790 environ, gouache sur papier de Chine, quelque légère tâche d’humidité sur le dos».

Fue pura casualidad que aquella noche, antes de acostarme, fuese a dar una ojeada al capítulo de la Peinture japonaise dedicado a la obra y a la escuela de Utamaro. La primera discordancia con el catálogo suizo que llamó mi atención fue la fecha de la muerte, 1797, que me fue confirmada por el Larousse de Madame. Encontré muy singular que una galería tan seria pudiera cometer un error tan burdo, y me puse a buscar mejor. Decididamente la galería no tenía suerte. Mi libro dedicaba amplio espacio a un epígono de Utamaro, un tal Torii Kiyomine (siglo XIX) de gran talento y fecundo trazado, pero sin la melancólica gracia del maestro, que había dedicado su pintura a la vida de las cortesanas. Me di cuenta en seguida de que la metedura de pata de los suizos era aun más grave, y no me pareció oportuno pasar la cosa por alto. Aquella misma noche, en mi escritorio, escribí una carta magistral que al día siguiente sometí a la aprobación de Madame. Dejando bien sentado que la persona que me había encomendado la tarea de escribirles era una experta a nivel internacional en pintura japonesa, y que la humilde firmante de la carta hacía lo posible por acompañarla en sus investigaciones, hacía educadamente observar lo siguiente: 1) Encontraba verdaderamente singular que la fecha de la muerte de Utamaro, comúnmente fijada por los más eminentes estudiosos contemporáneos en 1797, fuese arbitrariamente postergada nueve años. 2) Dicho error, que evidentemente no era un gazapo tipográfico, provocaba un error aun más lamentable: el Maestro habría pintado una obra cuando ya había fallecido. 3) La figura femenina con la referencia n.º 148 del catálogo, indicada como Femme de Yedo de Utamaro, era en realidad una cortesana de Torii Kiyomine, como testimoniaban incluso para quien no fuese capaz de leer los ideogramas a la izquierda de la figura, no sólo los pliegues del traje y la posición claramente decimonónica de la figura, sino el inequívoco chanclo alto y negro que asomaba de los pliegues del kimono. Daba a entender con una cierta perfidia que los clientes de la galería se sentirían ciertamente alarmados respecto a la autenticidad de las obras que poseían si por casualidad llegaran a enterarse de un error tan deplorable; me permitía sugerir por tanto un rápido errata corrige en el catálogo, que nos habría tranquilizado «a todos»; y por último proponía la adquisición, además del auténtico Utamaro, por el que estaba dispuesta a pagar su justo precio, también de la cortesana de Kiyomine, por la mitad del precio requerido. Firmaba, atentamente suya, Lisabetta Rossi-Fini, secretaria de Madame Huppert.

A principios de diciembre el señor Huppert regresó de un largo viaje por la Costa de Marfil con un precioso regalo para Madame. Era una estatuilla de piedra que representaba a un hombre en cuclillas empuñando un curioso fusil de aspecto primitivo. Explicó que la escultura en piedra es extraordinariamente rara, en África, porque exige una organización artesanal que tan sólo es posible en algunas civilizaciones con una estructura social bastante desarrollada. Por ejemplo aquella pieza procedía de una población Mintadi, en el alto Congo, y adornaba las antiguas necrópolis. Era una imagen funeraria muy antigua, como testimoniaban ya las crónicas del rey del Congo Alfonso I en 1514. Pero lo verdaderamente precioso, al menos para mí, era el brazalete que la estatua llevaba en la muñeca, un hilillo de oro cuajado de minúsculos diamantes, una maravilla.

—Esto sin embargo es una pieza moderna —sonrió el ingeniero mientras lo ponía en la muñeca de Madame—. Lo encontré muy delicado.

Monsieur Huppert era un hombre agradable y exquisitamente amable, un poco tímido, y se mostró encantado de que Madame hubiese encontrado una agradable compañía «que la ayudase a hacer menos oprimente su convalecencia» (eso fue lo que dijo). Salvo el día de la llegada de Monsieur Huppert, cené siempre con los señores. Era una costumbre iniciada desde el primer día que llegué a la villa, y a Madame no le pareció oportuno interrumpirla. Por otra parte era yo la que me ocupaba de la mesa, de las flores (cada noche componía un minúsculo ikebana simple y gracioso), del vino. Aquella estúpida de Constance no poseía el don de la delicadeza, aunque como cocinera era una delicia, y desde luego en las cosas de gusto no se podía contar con ella. En cuanto a Giuseppe, bueno, ya era un milagro hacerle funcionar con la chaqueta a rayas y los guantes blancos, sostenía la bandeja como si empuñase unas tijeras de podar; pero con él había que ser indulgentes, al fin y al cabo había sido contratado como jardinero.

Las conversaciones normalmente se referían a la pasión de Monsieur Huppert, o sea al continente negro, por el que nutría un amor rayano en la idolatría. Su trabajo de importador de materias primas para importantes empresas europeas le había permitido, en diez años de viajes, considerar a África como su país de elección. Y escuchando sus relatos, África parecía aún el continente de Livingstone, de Stanley y de Savorgnan di Brazzà; ya que Monsieur Huppert conocía su corazón más secreto, los sortilegios más cercanos, los itinerarios menos turísticos. Al oírle hablar me parecía sumergirme de nuevo en mis lecturas escolares o en los sueños de mi infancia, en los cuentos de Tarzán, en las aventuras de Cino y Franco, en las películas de Ava Gardner y de Humphrey Bogart. Lo sabía todo sobre las pistas menos transitadas, por ejemplo qué safaris escoger de los que salían de Fort-Lamy y de Fort-Achambault, qué períodos evitar para no caer en el maremágnum de los ricachos americanos en busca de emociones fuertes, conocía a los mejores guías de Nairobi, las cuevas paleolíticas de Olor-Gesalie, las pinturas rupestres de Cheke, las misteriosas ruinas de Zimbabwe, que algunos consideraban las míticas minas del rey Salomón. Pero también conocía la fascinación de las cascadas Vittoria, el lujo del hotel N’gor de Dakar, los pintorescos cottages en las laderas del Kilimanjaro, donde pasan sus vacaciones los ricos rodhesianos, el esmeralda de los campos de golf de Sudáfrica. Durante la cena me quedaba en silencio escuchando —¿qué otra cosa podía hacer, si no?— y cuando estaba en mi habitación tomaba apuntes confusos en una agenda que había titulado Voyage en Afrique: construía un itinerario turístico ideal que tarde o temprano, estaba segura, los señores Huppert me habrían invitado a recorrer con ellos. Me daba cuenta, con perfecta objetividad, de que mi prestigio se hallaba en nítido ascenso. Entre otras cosas la victoria con la galería de Zurich, que había contestado dando las gracias y aceptando mis condiciones, marcaba un indiscutible punto a mi favor.

Cuando llegó la llamada telefónica de Monsieur Delatour estaba sola en casa, los señores habían ido a la ciudad de compras (Madame tenía que comprar los adornos navideños) y me había confiado la villa, como hacían siempre que se ausentaban. En tales casos contestaba al teléfono, firmaba los recibos de eventuales certificados, pagaba a los proveedores, daba instrucciones a Constance para la cena.

Más que sorprendida, Madame mostró una gran agitación, cuando se enteró de la llegada de Monsieur Delatour para el día siguiente. Dijo que era una catástrofe, Dios mío, en casa no teníamos nada, estábamos tan poco preparados, y además ¿venía solo o con Madame Delatour? ¿No lo sabía? ¡Pero santo cielo!, era fondamentale, era tan embarazoso recibir invitados de forma intempestiva, y además los señores Delatour. Ah, qué tonta por no haber comprado flores en la ciudad, no, ni siquiera había material para un ikebana decente.

El día siguiente fue una jornada febril. Por la mañana Madame intentó componer un Shinsei con pino y hojas de magnolia, pero encontró que le había salido pobre y sin gracia, y lo deshizo. Le sugerí un Jushoku de buen auspicio, con crisantemo, helecho y una rama de palosanto. Tenía la ventaja de ser de fácil composición, y además el palosanto del parque, con los encarnados frutos resplandecientes, era una verdadera maravilla. Como base utilizamos un jarrón moderno, de un azul turquesa de Venini, muy elegante. La composición resultó satisfactoria, aunque como centro de mesa evidentemente no servía. Todo lo más podía ir bien para la consola del comedor, o mejor aún para el aparador: en medio de la fruta daba un tono pictórico, pero nada más.

Llegaron inesperadamente a salvarnos los claveles azules que había pedido a la tienda de San Remo, casi no me acordaba ni yo, se me habían ido de la cabeza. Vino a traerlos una camioneta de la empresa, junto con los bulbos. Que no eran de un color natural una mirada experta lo descubría en seguida: nunca había llegado a saber si las sustancias colorantes se las hacían absorber a través del terreno o bien si las rociaban sobre la flor. De cualquier forma llegaban en un estado perfecto, fresquísimos, una verdadera providencia. Madame y yo nos excusamos ante el ingeniero, esperábamos que lo entendiese, ese día no podíamos de ningún modo acompañarle en la comida. Nos conformamos con un ligerísimo tentempié, un sándwich y un jugo de pomelo, y pasamos en seguida al ikebana. Nos dio por lo majestuoso. A decir verdad la composición no era demasiado ortodoxa; pero probablemente Monsieur Delatour no era un especialista en la materia, y nos concedimos algunas libertades. Nuestro moribana parecía querer épater, con aquella bandeja Celadon blanca como la leche, los helechos y la mancha azul de seis claveles en el medio. Pero como centro de mesa tenía una personalidad fortísima, hasta el extremo de condicionar todo el resto. Resto con el que tuve que vérmelas yo sola, porque Madame se retiró a su habitación para maquillarse y me dejó con la atroz duda de la elección. Opté por una elegancia muy contenida, sin ostentación: mantel de hilo blanco, sencillísimo, porcelana holandesa del diecinueve, vasos de cristal tallado. Terminé a las siete, justo cuando vi rechinar un coche sobre la gravilla del parque. Desde la ventana vi que era un Bentley azul oscuro, con chófer, pero no me dio tiempo a ver cuántas personas había en el asiento posterior. De todas formas no podía perder ni un minuto, me quedaba una hora escasa para correr a mi habitación y adecentarme un poco. Me había sido confiada la responsabilidad del flambé en la cena, el Roberta de Camerino de Madame todavía no había tenido tiempo de probármelo, pero estaba segura de que me envejecía demasiado. Y estaba exhausta.

Madame fue un cielo cuando me presentó como su «artística secretaria Mademoiselle Rossi-Fini», me ayudó a encontrar la desenvoltura que necesitaba. No es que me sintiese violenta, pero algo emocionada sí, no lo niego. Y además los señores Delatour no eran exactamente el tipo de personas que te hacen sentirte cómoda, sobre todo Madame Delatour. De joven debía haber sido una mujer espléndida; ahora cultivaba el tipo de belleza austera, a lo Grace Kelly, pero más altiva y glacial: cejas muy delgadas, cabello rubio ceniza recogido en la nuca, el rostro estirado de las mujeres que frecuentan las clínicas suizas. A Monsieur Delatour los años le daban en cambio un toque de fascinación, como a veces ocurre con los hombres que no son una belleza: sienes plateadas, arrugas y patas de gallo en torno a los ojos, bronceado ligero, ojos azules. Tipo Von Karajan, pero más sólido, menos ascético.

Giuseppe entró trayendo los cocktails de aguacate. En las copas de plata el verde pistacho del aguacate cortado en cubitos salpicado de un ligerísimo velo de hielo granizado y una gota de ketchup tenía un aspecto magnífico. Oh, una nadería, fingir excusarme subrayando que fingía excusarme, me había enseñado a hacerlos la vieja Francine, a papá le gustaban tanto los aguacates, por lo demás adoraba todas las frutas exóticas, tal vez por motivos estéticos, quién sabe, tenía un tremendo sentido estético, papá. ¿Artista?, no no, de la industria minera, ah sí, un tremendo sentido estético, por otra parte las frutas exóticas son un auténtico placer para los ojos, ¿no?, una piña, una papaya, una guayaba, un aguacate reunidos ¿no forman a su manera un ikebana?, un ikebana sin título, eso es todo.

—¿Y éste cómo se llama?

La pregunta de Madame Delatour nos cogió desprevenidas, una auténtica ducha de agua fría. Con las prisas de la preparación, con la agitación de la llegada imprevista, a Madame y a mí se nos olvidó completamente ponerle un nombre. Permanecí callada unos momentos, esperando la respuesta de Madame. En cambio Madame salió del paso con elegancia dirigiéndome un ademán de invitación.

—Por favor querida, dígaselo usted —significaba—, no quiero privarla de este placer.

Me debatí desesperadamente en busca de un título a la altura de la situación. Los ojos de Madame Delatour me atravesaban como los alfileres, escépticos e inquisitivos.

—Paraíso… Paraíso Celeste —dije—. Es un moribana tradicional —proseguí de un tirón—, significa el deleite que embarga el ánimo de los dueños de la casa cuando reciben a gratos invitados.

Madame Delatour, finalmente, dejó diluirse su expresión glacial. Su rostro tenso se relajó (me pareció más fea, debo decir), se abrió en una amable sonrisa. De conquistarla definitivamente se encargó Giuseppe entrando con el carrito. El faisán asado, dispuesto en la fuente de flambé, era soberbio. Antes de encomendarme el carrito Giuseppe retiró las plumas de la cola que adornaban la fuente, descorchó el champagne y abrió el coñac con una flema impresionante, y sólo entonces dijo:

—Monsieur Delatour, lo llaman por teléfono desde París.

Tenía dotes insospechadas, nuestro Giuseppe, tal vez lo había subestimado. Mientras tanto las señoras se habían aliado contra Monsieur Huppert, a propósito de la caza. A raíz del faisán la conversación había derivado hacia la caza en general, y Monsieur Huppert, bastante incautamente, había confesado su pasión por los safaris.

—¡Pero cómo! —(Madame Delatour hablaba con su tono distante, pero estaba visiblemente escandalizada)— ¿abatir a una gacela, aquella masa de élain vital contenida en la gracia de un esbelto cuerpo, abatir aquella maravilla de la creación no era un delito contra natura?

Monsieur Huppert intentó explicar, sin excesivo ardor, que en los safaris no se abatían sólo gacelas, o por lo menos no exclusivamente. Invocó el estremecimiento ante el peligro, al hombre enfrentado al animal, llegó incluso a citar a Hemingway. Pero se hallaba en neta desventaja. Y además en solitario. Me guardé muy bien de entrar en la cuestión, me parecía arriesgado.

Monsieur Delatour regresó con un aire bastante preocupado, se sentó distraídamente, parecía ausente. La conversación se reanudó con una cierta fatiga, era justo el momento de flamber, habría reavivado la atmósfera.

—¡Hale hop! —dije sosteniendo la cerilla de chimenea como una antorcha— el infiel es condenado a la hoguera, hágase justicia. —Me pareció que la frase no estaba nada mal, pero nadie se rió. Me llevé un chasco.

—¿Pero en Dakar no hizo los contactos que habíamos establecido? —preguntó súbitamente Monsieur Delatour mirando fijamente a Monsieur Huppert.

Monsieur Huppert se estremeció ligeramente, permaneció un instante en silencio, como azorado, bebió un sorbo de champagne.

—Después se lo explicaré —dijo— esta vez no ha sido muy fácil.

—No creo que sea necesario —le reprendió Monsieur Delatour—. He recibido una información muy reservada de París, ya sabe usted de qué fuente. —Hablaba en tono seco y neutro, sin el menor asomo de cortesía, como si nunca hubiese visto a Monsieur Huppert—. El negocio lo han cerrado los alemanes, como era previsible. Ahora podemos dejarlo todo en el almacén hasta que se pudra.

El coñac estaba ardiendo alegremente sobre el faisán, con una llama azulada y crepitante, llena de promesas. La receta ordenaba como mínimo un minuto de llama, pero probablemente no duró tanto, había echado poco coñac. De todas formas mejor así, me parecía que había llegado el momento propicio de entrar en materia: el ojo ya había desempeñado su función, ahora le tocaba al estómago. Corté apresuradamente y llamé a Giuseppe para que sirviese. Madame Delatour cogió un pedacito de pechuga que cabía justo debajo de una trufa. Seguía una dieta férrea, la belleza embalsamada, córcholis. Madame Huppert, tal vez para no hacer sentirse incómoda a su invitada, siguió su ejemplo. Cuando Giuseppe me presentó la fuente dudé en hacer lo propio. Había un muslo con dos tiritas de carne, de dimensiones muy reducidas, que quizás era lo apropiado: al fin y al cabo después de cenar siempre podía hacer una escapadita a la cocina. Luego me asaltó la idea de que Giuseppe y aquella tragaldabas de Constance no dejarían ni las migas, contentos como pascuas de que los señores estuviesen tan desganados, y me serví un generoso pedazo de pechuga. Como quien dice no había comido nada desde por la mañana; el sándwich del mediodía me había hecho cosquillas en el estómago, había sido un día agotador… y en el fondo aquel faisán era mérito mío.

—No sé si se da usted cuenta de los problemas que su falta de oportunidad nos está procurando —dijo sin cambiar de tono Monsieur Delatour.

Monsieur Huppert dijo que se daba cuenta.

—Bien —prosiguió Monsieur Delatour— entonces trate de traducir estos problemas en dólares.

Probablemente Monsieur Huppert hizo mentalmente la traducción, porque se quedó pálido, el tenedor con la trufa permaneció suspendido en el aire, su frente se perló de un velo de sudor.

—Monsieur Huppert —dijo con voz cortante Monsieur Delatour— ¿se da usted cuenta de que le pagamos para que venda? Usted deja de vender, nosotros dejamos de pagar.

Bendecí a Giuseppe que entraba con el postre. Era una mousse de piña helada adornada con cerezas confitadas, una obra maestra de Constance que yo me sabía de memoria, me volvía loca. Cuando Giuseppe me sirvió le susurré que trajese más champagne (había metido otras dos botellas en la nevera, por previsión). Y que se diese prisa. Luego me levanté para encender la chimenea, no sin hacer notar que aquella noche me sentía una verdadera vestal. Vestal o pirómana, como los señores prefiriesen. Madame Huppert soltó una alegre carcajada y Monsieur Delatour le hizo eco. La atmósfera se estaba francamente serenando. Pensé que no había nada mejor que un buen fuego en la chimenea, para relajar los nervios. Y luego Giuseppe entró con la cubitera del hielo y el Dom Perignon envuelto en una servilleta blanca (impecable, el viejo Giuseppe, se estaba comportando como un grand-maître), hizo saltar el tapón y llenó las copas.

—Se dará usted cuenta —volvió a decirle Monsieur Delatour a Monsieur Huppert (pero ahora tenía una voz más relajada, más conciliadora)— se dará usted cuenta, espero, de que si quiere recuperar el terreno perdido no le queda otra alternativa que la X-21. Por otra parte, de haber seguido mi consejo, ese contrato estaría firmado hace un año.

Monsieur Huppert no parecía todavía completamente restablecido del leve altercado. Seguía estando pálido, me di cuenta de que le temblaban ligeramente los labios. Habló con los ojos bajos, a la defensiva, el bobo de Monsieur Huppert, parecía hacerlo a propósito para estropear definitivamente una velada que hasta aquel momento se había aguantado de forma bastante precaria.

—Pero no puede ser… —farfulló— tiene que entenderlo, Monsieur Delatour… no se trata de un capricho mío… quiero decir, es algo…

Como preveía, Monsieur Delatour perdió definitivamente la paciencia, la sangre afluyó a su rostro, los músculos del cuello se tensaron. El testarudo de Monsieur Huppert había conseguido echar a perder la velada.

—¿Es algo…? —dijo tratando de controlarse— ¿Es algo como…?

—Digamos que provoca alteraciones celulares —dijo Monsieur Huppert.

—¡Oh! —murmuró con desolación Monsieur Delatour— el progreso tiene sus riesgos, querido Monsieur Huppert, ¿no le parece? La civilización siempre tiene un precio. No se pasa impunemente de las cavernas a la nevera.

Monsieur Huppert permanecía callado, con la mirada clavada obstinadamente en la mousse de piña que había dejado en el plato. Hubo un larguísimo momento de silencio, el único ruido era el crepitar del fuego en la chimenea.

Monsieur Delatour adoptó un tono conciliador, casi bonachón; se dirigía a un niño que había cometido una involuntaria tontería.

—Y además permítame que le diga que con sus métodos desde luego no se conquista el mercado. No pretendo enseñarle su oficio, por favor, pero en fin, no se puede pretender introducir determinados productos acompañándoles de certificados de garantía. ¿Cuántas veces había llevado a esos infelices los refinados productos de nuestra civilización sin escribir sobre ellos tratados de ética?… Hay que tener mano izquierda… usted ya me entiende… delicadeza… Busque un nombre un poco menos inocuo y… convencional, eso es, y a ser posible apetecible. Son unos primitivos, créame Monsieur Huppert, a los primitivos les gustan los nombres poéticos, los nombres míticos. Y por descontado si queda algún papel escrito siempre es mejor dejar… ¿Cómo se lo diría?… un seudónimo.

Dirigió una mirada a su alrededor, sus ojos se posaron en la chimenea, en Madame Huppert que contemplaba el fuego, en mí que le miraba fijamente, en el champagne, en el ikebana del centro de mesa.

—Por ejemplo —susurró con acento insinuante, en el tono de quien ha tenido una idea excelente—, por ejemplo, empiece por venderles un millón de dólares de «Paraíso Celeste».

En aquel preciso momento apareció Giuseppe para preguntar si debía servir el café.

—Dentro de unos minutos —dijo Madame—, lo tomaremos al lado del fuego.