TEATRO

A don Caetano de Lancastre,

que me contó una historia como ésta

1.---El jardín del pequeño cuartel se perdía en la masa oscura del bosque que asediaba el claro. Era un edificio colonial, con la fachada de un rosa desvaído y las persianas amarillas, que debía remontarse a 1885, a la época de las escaramuzas con Cecil Rhodes, cuando podía constituir un decoroso quartier general para el comandante que controlaba la frontera occidental cerca del Zambesi. Desde 1890, cuando nuestras tropas fueron retiradas de la región del Niassalãndia, el cuartel carecía de guarnición. Lo ocupaban un capitán de complemento, que permanecía allí durante todo el período de su reclutamiento militar, y dos soldados negros con sus mujeres, dos cipayos entrados en años y silenciosos, cuya única función, aparentemente, era servir de ortopédicos a los habitantes de la aldea vecina que trabajaban en la compañía de la madera. El día de mi llegada había asistido a un ir y venir frenético de gente renqueante, aunque el capitán me había asegurado que se trataba de una circunstancia excepcional, una pila que se había desmoronado en los embarcaderos del Zambesi. Por lo general los negros preferían curarse solos, con métodos tribales, los Sengas eran tipos muy especiales, lo sabía efectivamente mejor que él; y además las instalaciones médicas del cuartel dejaban mucho que desear, era inútil hacerse ilusiones. El capitán era un hombre locuaz y amable, de modales envarados, me llamaba Excelencia, debía de tener mi edad o poco más: su acento y su formas de tratamiento, provincianas y arcaicas, revelaban que era septentrional, de Oporto, tal vez, o de Amarante; la mandíbula tosca, la barba azulada, los ojos pacientes y humildes hablaban de generaciones de campesinos o de serranos que la breve permanencia en el ejército no había conseguido cancelar. Estudiaba jurisprudencia, estaba matriculado en la universidad de Coimbra, cuando finalizase el período del reclutamiento africano entraría en la magistratura, le faltaban todavía ocho exámenes. Para estudiar tenía tiempo de sobra en aquel lugar.

Me hizo servir un tamarindo fresco en el pequeño porche invadido por las enredaderas y entabló una conversación cortés y llena de tacto de la que se traslucía el deseo de una actitud desenvuelta y confidencial que sin embargo no conseguía adoptar. Se informó con compunción de mi viaje. Gracias, había sido muy bueno, todo lo bueno que pueden ser trescientos kilómetros en camión, con una carretera como él sabía; Joaquim era un excelente chófer; hasta Tete había llegado en tren, evidentemente; no, el clima de Tete no era precisamente de los mejores; de Europa tenía noticias que databan de hacía seis días, nada particularmente interesante, me parecía; en teoría iba a permanecer allí doce meses, si tantos exigía el trabajo de campo, con un programa de censo del distrito de Kaniemba. Pero quizá diez podrían ser suficientes. Gracias por el generoso ofrecimiento de ayuda, probablemente iba a necesitarla. Le estaría muy agradecido si ponía a mi disposición al cipayo que sabía escribir. A propósito, ¿el cuartel tenía un archivo? Muy bien, empezaríamos por ahí. ¿Tenía alguna experiencia en archivos? Excelente, jamás hubiera esperado tener esa suerte. Por lo demás mis datos iban a ser bastante aproximativos, digamos puramente orientativos para un futuro censo que el gobierno tenía intenciones de realizar en la zona de Kaniemba.

El tamarindo fue seguido de un aguardiente fortísimo que los cipayos destilaban en el cuartel y pasamos a hablar de algo más fútil, más amistoso. La noche que descendía sobre nosotros iba poblándose de los intranquilos ruidos de la selva, los mosquitos se hacían temibles, una ligerísima brisa traía el olor acre de la maleza. El capitán hizo correr las ventanas de tela metálica, encendió la lámpara de petróleo y me pidió permiso para retirarse a dar instrucciones para la cena, ¿les disculpaba por tener que dejarme solo?, reanudaríamos la conversación en la mesa. Le disculpé de buen grado. No me desagradaba quedarme en silencio, bajo la claridad de la lámpara, contemplando la noche. Me había parecido superfluo decírselo, pero aquel día se cumplía mi cuarto año en África. Tenía ganas de pensar en ello.

2.---En 1934 Mozambique era una colonia poblada de gente extraña y de grandes soledades, con inquietantes sombras serviciales, presencias raras y fantasmales, figuras aventureras, improbables y fugaces. Tenía algo de los relatos de Conrad, quizá la inquietud, la abyección y la secreta melancolía.

Había desembarcado en Lourenço Marques hacía cuatro años con el título fresco de Ciencias políticas y coloniales en el bolsillo, un apellido que provocaba reverencias en las oficinas gubernamentales y el recuerdo de un breve altercado con mi padre, que todavía resquemaba mi ánimo, a quien le parecía indecoroso, para un apellido como el nuestro, una misión de Chefe de circonscriçao en un país salvaje, en fin de funcionario colonial. Quizá no me pareciese adecuado ni siquiera a mí. Pero Lisboa me resultaba tan incómoda como un traje prestado: lo Chiado, el café de la Brasileira, las vacaciones veraniegas en Cascais en la villa de la familia, las jornadas ociosas de la juventud de mi alcurnia, los caballos en el club de la Marinha, los bailes en las embajadas: todo se había vuelto sofocante. ¿Pero qué podía hacer, si quería vivir mi vida, con el título en Ciencias coloniales? Tal vez el error había sido haber emprendido aquellos estudios. Pero eso ya estaba hecho. Me quedaba elegir entre el ocio de Lisboa y el de África. Elegí África. Me hallaba solo, disponible, desafecto y tranquilo. Tenía veintiséis años.

Inhambane, después de dos años de Tete, casi me había parecido Europa, aunque era una ciudad soñolienta y andrajosa, de una belleza extenuada, recorrida por gente provisional. De alguna forma el pequeño puerto comercial reparado tras la Punta da Barra, donde hacían escala los barcos de vapor de Port Elisabeth y de Durban que se dirigían al Mar Rojo, propiciaba cada mes una ilusión de civilización, constituía un remoto enlace con el mundo. Un paseo hasta los muelles, cuando llegaban los vaporcitos ingleses o el barco de la línea regular de Lisboa, era una consolación bastante humilde, pero era todo lo que se podía tener: y la humareda del barco que se alejaba en el horizonte despertaba la nostalgia de una Europa remota como un cuento infantil, ya inestable en los recuerdos, tal vez inexistente. África, con su inmanencia y su lasitud, agigantaba las distancias y mitigaba las memorias. Los periódicos referían que en Austria había sido asesinado el canciller Dolfuss, que en América había diecisiete millones de desocupados, que en Alemania ardía el Reichstag. Mi padre me escribía cartas prolijas e informativas: uno de mis hermanos pensaba tomar las órdenes religiosas, había instalado el teléfono en la villa de Cascais, la causa monárquica había sufrido un duro golpe con la muerte de Don Manuel. Su desaparición dejaba la aspiración al trono a un joven desconocido y extranjero, vinculado a la facción miguelista, mientras mi familia pertenecía a la aristocracia liberal. La nueva constitución portuguesa, que tenía abierta delante de mí, definía mi patria como «un estado unitario y corporativo», y un despacho del gobierno ordenaba colgar en todos los lugares públicos la fotografía de un joven profesor de Coimbra, convertido en ministro del Consejo, de rostro despectivo y presuntuoso: António de Oliveira Salazar. Lo había colgado detrás de mí con una vaga sensación de malestar. Pero en mi mesa conservaba el retrato de Don Manuel, al que me había unido un afecto casi familiar. Era una contradicción, pero África permitía vivir las contradicciones con absoluta tolerancia. El último vapor inglés me había traído una novela de moda en Europa que se desarrollaba en la Costa Azul, pero yacía inmaculada sobre la mesa. Las noches de Inhambane estaban demasiado lejos de las luces de las Antibes de las que hablaban las novelas de moda. Aparentemente la vida era parecida: había bosques de palmeras, la luna era escenográfica, en el Club se cenaba langosta, se amaba con pasiones intensas y volubles, la pequeña orquesta se aventuraba alegremente en el jazz, las señoras aceptaban la corte con una facilidad desarmante. Pero todo era vivido como si fuese distinto y ocurriese muy lejos. África era sólo un espacio del espíritu, algo imprevisible, un azar. En África se tenía la sensación de estar lejos, incluso de uno mismo.

3.---El viaje había distado mucho de ser bueno, al capitán le había mentido. Se había demostrado difícil y constelado de incidentes, entre ellos un atasco en el barro que nos había robado toda una mañana. Afortunadamente Joaquim era un mecánico de primera y conocía perfectamente los caminos. Era un viejo mulato paciente y amable, acostumbrado a las adversidades y resignado a las desgracias, que encaraba la vida como una obligación y los inconvenientes de las carreteras como una distracción del tedio del viaje.

Tumbado en la litera del camión, mientras la selva africana discurría sobre mi cabeza, pensaba en la varita del vicegobernador que se movía sobre el mapa colgado de la pared, en su despacho de Inhambane, indicándome el itinerario más conveniente. Hacía calor, el ventilador zumbaba ruidosamente, por la ventana abierta de par en par entraban la luz meridiana y el hormigueo de un mercado amortiguado por los árboles del parque. La varita se desplazaba lentamente por la carretera de Tete, se desviaba hacia el noroeste, la pista en el mapa a aquellas alturas era un delgado hilo blanco a través del verde oscuro de la selva, ninguna ciudad en el radio de trescientos kilómetros, el primer centro importante era Kaniemba, luego venían dos días de camión, si no teníamos ninguna avería. Ahora estaba siguiendo el trazado de la varita, cumplía aquella orden incomprensible, tal vez un poco absurda. Un censo en los confines de la región de Kaniemba, a más de quinientos kilómetros de mi destino, para un trabajo que en teoría podía durar diez meses, tenía el sabor de un castigo y a la vez de una amenazadora advertencia. Me preguntaba cuáles podían ser las razones que habían inducido a mi superior a encargarme esta misión: volvía a ver la fotografía de Don Manuel en mi escribanía; el proceso a un rico colono, contra el que me había constituido en parte civil, por sus prepotencias con sus empleados; las amenazas de un excelentísimo personaje en cuyos tráficos me había puesto indiscretamente a indagar. Tal vez tuviera que ver con algo de todo esto, o con otra cosa que no conseguía imaginar. Pero saberlo no cambiaba mucho las cosas, en definitiva.

4.---El cipayo me trajo la tarjeta mientras tomábamos café; el capitán me estaba contando una historia muy portuguesa de miseria y nobleza. Era una tarjeta de invitación, impresa, de las que se usan con motivo de alguna ceremonia entre personas dadas a una cierta vida mundana. Estaba ligeramente arrugada, con un aspecto francamente vetusto. Decía en inglés que Sir Wilfred Cotton tenía el honor de invitar a cenar a (aquí seguía un espacio en blanco llenado apenas con mi nombre) el jueves 24 de octubre, a las diecinueve. A ser posible en traje de etiqueta. Se ruega responder.

Me quedé con la tarjeta en la mano. Debía tener un aire perplejo, y la situación no era para menos. Un cuartel habitado por un militar y dos cipayos, la ciudad de Kaniemba, suponiendo que pudiese llamarse ciudad, a dos días de camino, la selva más profunda en un radio de kilómetros: y una invitación a cenar con traje de etiqueta y ruego de responder. Le pregunté al capitán quién era Sir Wilfred Cotton. Un inglés, bueno, claro, eso podía imaginármelo; pero qué tipo de inglés, quién era, qué hacía. Había llegado hacía pocos meses, tal vez venía de Salisbury, al menos eso creía, vivía en un pequeño cottage lindante con la aldea, en cuanto a quién fuese no tenía la menor idea, no se mezclaba con nadie, era un señor mayor, bueno, digamos de unos cincuenta años, quizás un poco más, tenía un aspecto elegante, a juzgar por su apariencia era una persona refinada.

Hice ademán de meterme la tarjeta en el bolsillo, pero el cipayo me miraba con aire afligido, sin abandonar la habitación. Le pregunté si pasaba algo más. Pasaba que el criado del señor Cotton estaba en la puerta de la cocina, Excelencia, eso es lo que pasaba, ¿tenía que ordenarle que se fuera? Mandaba decir a su Excelencia que se permitía recordarle que mañana era jueves, eso era exactamente lo que había dicho.

5.---El cottage del señor Wilfred Cotton había pertenecido a la administración de la compañía de la madera, antes de que la fábrica se trasladase dos quilómetros más hacia el sur, hacia el Zambesi; en la columnita de madera de la entrada, bajo una capa de pintura reciente, se veía todavía un hacha con la hoja en forma de cola de golondrina: el distintivo de la compañía. Un pequeño bosquecillo de plátanos lo separaba de la aldea: al fondo, en dirección al río, pasaba la carretera hacia Tete; sobre el resto se cernían los tentáculos de la selva.

Eran las siete en punto. Cotton me esperaba de pie en la veranda. Llevaba una chaqueta blanca con una pajarita de seda. Me dio la bienvenida, la cena ya estaba preparada, si quería hacer el favor de pasar, mi chófer podía cenar en la cocina, ahora mandaba al criado a llamarle, ¿quería un aperitivo? Un boy con pantalones negros y camisa blanca aguardaba junto a un aparador, con una botella de vino en la mano; en la mesa había un meat-pie cubierto de mermelada de arándanos. Fue una cena breve, agradable, relajada, con una conversación formal y neutra. ¿Iba a quedarme mucho tiempo? Tal vez un año. Oh, ¿de veras?, esperaba que esta perspectiva no me aterrorizase, ¿me gustaba el lugar?, ¿moderadamente? oh, claro, lo encontraba comprensible, pero el clima no estaba nada mal, ¿no me parecía? La humedad era soportable. Desde un gramófono, en la sala de estar, se oía quedamente a Haydn.

Con el té hablamos del té. Lo que estábamos bebiendo, tan oscuro y aromático, era una mezcla de su invención: hojas de Li-Cungo, de aquellas diminutas, que dan un color intenso y contienen un alto porcentaje de teína, mezcladas con una calidad de Niassa, muy perfumada y ligera. Un reloj de carillón dio las ocho y Wilfred Cotton me preguntó si me gustaba el teatro. Me gustaba mucho, admití con cierto pesar, en Lisboa me había gustado mucho, tal vez fuese la expresión artística que más me había gustado. Mi anfitrión se puso de pie, con una cierta prisa, me pareció. Muy bien, dijo, entonces creo que esta noche tendremos función. Si me sigue, por favor, tendré el placer de invitarle. Mejor será darse prisa.

6.---La cabaña se encontraba en el centro de la explanada que separaba al cottage de la selva. Era una amplia cabaña circular, hecha con cañas, como las de los negros, pero de aspecto más robusto. Por dentro las cañas estaban blanqueadas con cal. En el centro un pequeño tablado con un atril, y apoyado en la pared un modesto taburete: no había nada más. Wilfred Cotton me rogó que me sentara, subió al tablado, abrió un libro que llevaba bajo el brazo y dijo: «William Shakespeare, King Lear. Act One, Scene One. A state room in King Lear’s palace».

Leyó, mejor dicho recitó con una intensidad sorprendente, todo el primer acto y la mitad del segundo. Fue un Lear devastado por una mortal melancolía, pero también un Fool deslumbrante de genialidad, cínico y punzante. Hacia la mitad del segundo acto su voz pareció traicionar el cansancio, el coloquio entre Lear y Regan fue lento, quizás algo envarado. Pensé en levantarme, en decirle ahora basta, por favor, Sir Wilfred, déjelo, ha sido estupendo, pero a lo mejor está usted cansado, me parece incluso algo pálido, está sudando. Pero en aquel momento habló el duque de Cornwall. Tenía una voz profunda, turbada, cuajada de presagios. «Let us withdraw, ’twill be a storm!», retirémonos, dijo, se acerca un huracán. Y de nuevo la tragedia volvió a cobrar emoción, las voces se animaron, Gloucester se acercó de un salto para decir que el rey se hallaba sumamente encolerizado, que la noche avanzaba y los vientos eran cada vez más furiosos. Y en aquel momento la voz sombría de Cornwall, como si retumbase en la amplia estancia de un palacio de techos altísimos, gritó que atrancasen las puertas, en aquella noche de tormenta, para guarecerse del huracán.

Es el descanso, dijo Wilfred Cotton. ¿Vamos al foyer a beber algo?

7.---El criado estaba aguardándonos en la terraza del cottage, donde estaban preparados los licores. Bebimos un coñac de pie, apoyados en la delgada balaustrada de madera, contemplando la noche frente a nosotros. Los monos, que mientras duró el crepúsculo habían armado una algarabía tremenda, ahora dormían silenciosos en los árboles. De la selva llegaban sólo crujidos, ruidos sofocados, algún grito de pájaro. Sir Wilfred me preguntó si la tragedia me agradaba. Admití que sí. ¿Y qué pensaba de la interpretación?, ¿prefería a King Lear o a Fool? Confesé que la interpretación de Fool me había parecido fascinante, tan agresiva y bramante de ira, casi demencial. Pero a decir verdad había sido conquistado por la interpretación de Lear: tenía algo enfermizo, como tenebroso, una languidez metafísica, una condena. Él se mostró de acuerdo. Por eso la interpretación de Fool había sido tan histérica, alucinada, febril: porque era necesario un fuerte «comic relief» para subrayar la languidez tenebrosa de Lear. Ese Lear, dijo, esta noche rendía un homenaje a Sir Henry Irving. ¿No le conocía? Era natural, cuando murió probablemente yo todavía no había nacido, Henry Irving, 1838-1905, el más grande actor shakespeariano de todos los tiempos, tenía los gestos de un rey y la voz de un arpa, Lear era su personaje más excelso, nadie podría igualarle jamás, su tristeza era profunda como el infierno, y su dolor desgarrador se hacía insoportable cuando en la escena tercera del quinto acto se llevaba las manos a las sienes como si quisiese protegerlas de una explosión interior, y murmuraba: «Se ha ido para siempre. Yo sé reconocer cuando alguien está muerto y cuando vive… ¡Ella está muerta como la tierra!»

Pero quizá podamos continuar nuestra conversación en otro momento, dijo sin pausas Sir Wilfred Cotton, está a punto de empezar el tercer acto.

8.---Durante seis meses, hasta finales de 1943, cada jueves fui al teatro de Wilfred Cotton. Fue, sucesivamente, un tosco Hamlet desgarbado y cobarde, pero también un amable Laertes; un Otelo demente, pero también un pérfido Yago; un Bruto atormentado y amargo, pero también un Antonio presuntuoso y despectivo. Y muchos más personajes aún, en la ficción de la dicha y del dolor, de la victoria y de la derrota, en el mísero tablado de la cabaña. Nuestras conversaciones nocturnas, tanto durante la cena como en el foyer, fueron siempre amables sin ser nunca amistosas, cordiales sin ser confidenciales, afables sin jamás ser íntimas. Hablamos mucho de teatro, y también del clima, y de comida, y de música. Nos estimamos sin jamás confesárnoslo, unidos por una complicidad que la explicitación irremediablemente habría comprometido.

La víspera de mi partida, fuera de programa —era un sábado por la noche—, Wilfred Cotton me invitó a una cena de despedida. Aquella noche, en honor a una alegría que se me traslucía en el rostro a pesar de mi atento control, representó A Midsummer Night’s Dream, porque dijo que aquella comedia, escrita para celebrar augustas bodas, era igualmente apropiada para celebrar mi divorcio con una parte del globo terrestre que quizá no había sido de mi especial predilección.

Nos despedimos en el teatro. Le pedí que no me acompañase hasta el camión, prefería que nos separásemos en aquel extraño lugar que había sido el espacio escénico de nuestra curiosa relación. Nunca más volví a verle.

En octubre de 1939, en mi despacho de Lourenço Marques, cayó en mis manos una comunicación diplomática. Era una solicitud del consulado inglés en Mozambique para recuperar el cuerpo de un súbdito inglés de Su Majestad Británica fallecido en territorio portugués. El súbdito se llamaba Wilfred Cotton, de sesenta y dos años, nacido en Londres, fallecido en el distrito de Kaniemba. Sólo entonces, cuando el tácito pacto que había estipulado en otro momento ya no tenía razón de ser, la curiosidad humana se hizo en mí más fuerte que cualquier otra cosa y corrí al consulado inglés. Me recibió el cónsul, un buen amigo mío. Pareció sorprenderse cuando le revelé mi vieja relación con Sir Wilfred Cotton, y pareció también ligeramente asombrado de que no supiese que se trataba de un gran actor shakesperiano, muy amado por el público inglés, desaparecido hacía años del mundo civil sin que nunca nadie hubiese conseguido dar con su paradero. Con una locuacidad poco habitual en él, el cónsul quiso también revelarme las razones que habían inducido a Sir Wilfred Cotton a irse a morir a aquel remoto rincón del mundo. Opino que referirlas no añade mucho a esta historia. Eran razones generosas y nobles, tal vez patéticas. No habrían desmerecido en un drama de Shakespeare.