CARTA DESDE CASABLANCA

Lina,

no sé por qué empiezo esta carta hablándote de una palmera, después de dieciocho años sin saber nada de mí. Quizá porque aquí hay muchas palmeras, las veo desde la ventana de este hospital bajo el viento tórrido meciendo sus largos brazos a lo largo de los paseos ardientes que se pierden hacia el blanco, frente a nuestra casa, cuando éramos niños, había una palmera. Quizá tú no la recuerdes porque fue abatida, si la memoria no me engaña, el año en que ocurrió aquello, o sea el cincuenta y tres, creo que en verano, yo tenía diez años. Nosotros tuvimos una infancia feliz, Lina, tú no puedes recordarla y nadie ha podido contarte nada, la tía con la que creciste no puede saberlo, sí, claro, puede decirte algo de papá y mamá, pero no puede describirte una infancia que ella no conoció y que tú no recuerdas. Ella vivía demasiado lejos, en el norte, su marido trabajaba en un banco, se consideraban superiores a la familia de un guardabarreras, y jamás vinieron a casa. La palmera fue abatida a raíz de una orden del ministerio de transportes donde se sostenía que obstaculizaba la visibilidad de los trenes y podía provocar un accidente. Ya me dirás tú qué accidente podía provocar aquella palmera crecida sólo en altura, con un plumero de ramas que acariciaban suavemente nuestra ventana del primer piso. Lo que si acaso podía dar una ligera molestia, desde la casa, era el tronco, un tronco más delgado que un poste de la luz, que ciertamente no podía obstaculizar la visibilidad de los trenes. De todas formas tuvimos que cortarla, no hubo más remedio, el terreno no era nuestro. Mamá, que a veces tenía ideas a lo grande, una noche durante la cena propuso escribir una carta al ministro de transportes en persona firmada por toda la familia, en forma de instancia. Decía así: «Excelentísimo Señor Ministro, en relación a la circular número tal y tal, oficio tal y tal, referente a la palmera situada en el pequeño terreno frente a la casa del guardabarreras número tal de la línea Roma-Turín, la familia del guardabarreras informa a Su Excelencia que dicha palmera no constituye ningún obstáculo para la visibilidad de los trenes en circulación. Rogamos por tanto dejar en pie la mencionada palmera ya que es el único árbol de la casa, aparte de una raquítica parra que crece sobre la puerta, además de ser muy querida por los hijos del guardabarreras, haciendo especialmente compañía al niño que al ser de constitución delicada a menudo se ve obligado a guardar cama y al menos puede ver una palmera en el recuadro de la ventana y si no vería sólo aire que infunde melancolía, y para dar fe del amor que los hijos del guardabarreras sienten por dicho árbol basta decir que le han bautizado y no la llaman palmera sino que la llaman Giosefine, lo que se debe al hecho de que habiéndoles llevado una vez al cine a ver a Totó en Cuarentaisiete muerto que habla, en las actualidades se veía a la célebre cantante francesa negra de dicho nombre que bailaba con un sombrero precioso hecho con hojas de palmera, y entonces nuestros hijos, como cuando hace viento la palmera se mueve como si bailase, la llaman su Giosefine».

Esta carta es una de las pocas cosas que me han quedado de mamá, es el borrador de la instancia que enviamos, mamá la escribió de su puño y letra en mi cuaderno escolar, y de esta forma, por pura casualidad, cuando me mandaron a la Argentina me la llevé sin saberlo, sin imaginar el tesoro que más tarde iba a representar para mí aquella página. Otra cosa que me queda de mamá es una imagen, pero casi no se la ve, es una fotografía que le hizo el señor Quintilo bajo la parra de nuestra casa, en torno a la mesa de piedra, debe ser verano, sentados a la mesa están papá y la hija del señor Quintilo, una chiquilla delgaducha con trenzas largas y un vestido de florecitas, yo estoy jugando con una escopeta de madera y hago como si disparara contra el objetivo, en la mesa hay vasos y una garrafa de vino, mamá está saliendo de casa con una sopera, apenas ha entrado en la fotografía y el señor Quintilo ya ha hecho clic, ha entrado por azar y en movimiento, por eso está un poco desenfocada y de perfil, cuesta incluso trabajo reconocerla, por lo que yo prefiero pensar en ella como la recuerdo. Porque la recuerdo muy bien, aquel año, quiero decir el año en que derribaron la palmera, tenía diez años, sería seguramente verano, y aquello sucedió en octubre, una persona conserva perfectamente la memoria de sus diez años, y yo jamás podré olvidar lo que sucedió aquel octubre. Pero ¿y al señor Quintilo, lo recuerdas? Trabajaba como granjero en una hacienda a dos kilómetros de nuestra casa, donde en mayo íbamos a coger cerezas, era un hombrecito nervioso y alegre que siempre contaba chistes, papá le tomaba el pelo porque durante el fascismo había sido subcomisario político o algo por el estilo, y él se avergonzaba, meneaba la cabeza, decía que era agua pasada, y entonces papá empezaba a reírse y le daba una palmada en la espalda. ¿Y su mujer, te acuerdas de la señora Elvira, aquella mujerona melancólica? Se acaloraba siempre terriblemente, cuando venían a comer a casa se traía el abanico, sudaba y resoplaba, luego se sentaba afuera, bajo la parra, se dormía sobre el banco de piedra, con la cabeza apoyada en la pared, no la despertaba ni el paso de un mercancías. Era estupendo cuando venían el sábado después de cenar, a veces también venía la señorita Palestro, una vieja solterona que vivía sola en una especie de villa perteneciente a la hacienda, rodeada de un batallón de gatos, y tenía la manía de enseñarme el francés porque de joven había sido institutriz de los hijos de un conde, decía siempre «pardon», «c’est dommage» y su exclamación preferida, usada en cualquier circunstancia, para hacer resaltar un hecho grave o simplemente cuando se le caían los lentes era «eh-lá-lá!». Aquellas noches mamá se sentaba ante el pequeño piano —¡cómo le gustaba aquel piano, era el testimonio de su educación, de una juventud acomodada, de un padre secretario de embajada, de vacaciones en el Apenino toscano, cómo nos hablaba de aquellas vacaciones! Y además tenía un diploma de economía doméstica.

¡Si tú supieses, en mis primeros años en la Argentina, cuánto llegué a desear haber vivido yo aquellas vacaciones! Llegué a desearlas de tal forma, a imaginarlas hasta tal punto que a veces caía en una especie de encantamiento y me acordaba de vacaciones pasadas en Gavinana y en San Marcello, estábamos tú y yo, Lina, cuando éramos pequeños, sólo que tú en lugar de ser tú eras mamá pequeña y yo era tu hermano y te quería muchísimo, me acordaba de cuando íbamos a un riachuelo bajo Gavinana a pescar renacuajos, tú, es decir mamá, llevabas un salabardo y una estrambótica cofia con alas como las de las monjas de San Vicente de Paúl, ibas corriendo delante, canturreabas «¡corramos corramos que los renacuajos nos esperan!», y a mí me parecía una frase divertidísima y me reía como un loco, no podía seguirte de la risa, entonces tú desaparecías por el bosque de castaños junto al riachuelo y gritabas «¡cógeme cógeme!», entonces hacía un gran esfuerzo y te alcanzaba, te cogía por los hombros, tú dabas un gritito y resbalábamos, el terreno hacía pendiente y empezábamos a rodar y entonces te abrazaba y te susurraba «mamá, mamá, abrázame fuerte, mamá», y tú me abrazabas fuerte, mientras caíamos rodando te habías convertido en mamá tal como la conocí, sentía tu perfume, te besaba los cabellos, todo se confundía, hierba, pelo, cielo, y en aquel momento de éxtasis la voz de barítono del tío Alfredo me decía «¿entonces niño, los platinados están prontos?» No lo estaban, no. Me encontraba en las fauces abiertas de un viejo Mercedes, con la caja de platinos en una mano y un destornillador en la otra, el suelo estaba constelado de charcos azules de aceite mezclado con agua, «¿pero en qué estará pensando este chico?», decía bonachonamente el tío Alfredo, y me daba un afectuoso coscorrón. Estábamos en Rosario, en 1958, el tío Alfredo, después de tantos años en la Argentina, hablaba una extraña mezcla de italiano y español, su taller mecánico se llamaba LA MOTORIZADA ITALIANA y lo reparaba todo, pero sobre todo tractores, viejas carrocerías de Ford; como anuncio, junto a la concha de la Shell, tenía una torre inclinada de neón que sólo se encendía a medias, porque el gas de los tubos se había agotado y nadie había tenido la paciencia de sustituirlos. El tío Alfredo era un hombre corpulento, sanguíneo, paciente y amigo de la buena mesa, con la nariz surcada por minúsculas venillas azules y una tendencia constitucional a la hipertensión, exactamente al revés que papá, nunca hubieras dicho que fuesen hermanos.

Ah, pero te estaba hablando de aquellas tertulias en casa después de cenar, cuando venían visitas y mamá se sentaba al piano. La señorita Palestro se quedaba extasiada con los valses de Strauss, pero a mí me gustaba mucho más cuando mamá cantaba, era tan difícil hacerla cantar, se resistía, se ruborizaba, «ya no tengo voz» decía sonriendo, pero luego cedía ante la insistencia de la señora Elvira, a ella también le gustaban más las romanzas y las canciones que los valses, y al final mamá cedía, entonces se hacía un gran silencio, mamá empezaba con cancioncillas graciosas, para animar el ambiente, tipo Rosamunda o Eulalia Torricelli, la señora Elvira se reía encantada, con un ligero jadeo, emitiendo el cacareo de una gallina clueca y subiendo y bajando el enorme pecho, mientras se daba aire con el abanico. Luego mamá ejecutaba un interludio al piano, sin cantar, la señorita Palestro pedía algo más serio, mamá levantaba los ojos al techo, como si buscase la inspiración o hurgase en la memoria, sus manos acariciaban el teclado, era una hora muerta en la que no pasaban trenes, no llegarían sonidos perturbadores, por la ventana abierta de par en par sobre la marisma entraba el sonido de los grillos, alguna mariposa nocturna batía sus alas contra la mosquitera tratando de entrar en vano, mamá cantaba Luna rossa, All’alba se ne parte il marinaro o bien una romanza de Beniamino Gigli, Oh begli occhi di fata. ¡Qué delicia era oírla cantar! A la señorita Palestro se le ponían los ojos brillantes, la señora Elvira dejaba incluso de abanicarse, todos miraban a mamá, tenía un vestido azul algo vaporoso, tú dormías en tu habitación, ignara, no has tenido estos momentos que poder recordar en tu vida. Yo era feliz. Todos aplaudían. Papá aparecía rebosante de orgullo, daba vueltas con la botella de vermouth y llenaba los vasitos de los invitados diciendo «por favor por favor, que no estamos en casa del turco». También el tío Alfredo utilizaba siempre esta curiosa expresión, era gracioso oírsela decir entre sus frases españolas, recuerdo, estábamos en la mesa, a él le gustaban muchísimo los callos a la parmesana, encontraba que los argentinos eran unos estúpidos porque lo único que apreciaban de las vacas eran los bistecs, y sirviéndose generosamente de la gran sopera humeante me decía «anda a comer, niño, que no estamos en casa del turco». Era una frase de su infancia, del tío Alfredo y de papá, quién sabe a qué época se remontaba, yo entendía la idea, quería decir que se trataba de una casa en la que reinaba la abundancia y cuyo dueño era generoso, quién sabe por qué lo contrario era atribuido a los turcos, tal vez fuese una expresión que venía de las invasiones sarracenas. Y el tío Alfredo en efecto fue generoso conmigo, me hizo crecer como si fuese un hijo, por otra parte él no tenías hijos: generoso y paciente, exactamente como un padre, y probablemente conmigo hiciese falta bastante paciencia, era un muchacho melancólico y distraído, originaba un montón de problemas debido a mi carácter, la única vez que le vi perder la paciencia fue terrible, pero no fue por mi culpa, estábamos comiendo, yo había armado una buena con un tractor, tenía que hacer una maniobra difícil para meterlo en el taller, quizás estaba distraído, y además en aquel momento por la radio se oía a Modugno que cantaba Volare y el tío Alfredo lo había puesto a todo volumen porque le encantaba, al entrar había rozado el costado de un Chrysler y había hecho un buen estropicio. La tía Olga no era mala, era una véneta parlanchina y refunfuñona que se había mantenido obstinadamente apegada a su dialecto, cuando hablaba apenas se la entendía, mezclaba el véneto con el español, un desastre. El tío y ella se habían conocido en Argentina, cuando decidieron casarse los dos estaban ya entrados en años, en fin no puede decirse que hubiese sido un matrimonio por amor, digamos que había sido conveniente para ambos, para ella porque había dejado de trabajar en la fábrica de carne enlatada y para el tío Alfredo porque necesitaba una mujer que tuviese ordenada la casa. No obstante se tenían cariño, o al menos simpatía, y la tía Olga le respetaba y le mimaba. Quién sabe por qué aquel día le salió aquella frase, quizás estaba cansada, estaba irritada, había perdido la paciencia, ciertamente no hacía ninguna falta, el tío Alfredo ya me había regañado antes y yo estaba bastante mortificado, no levantaba los ojos del plato, y la tía Olga sin mayor preámbulo, pero no para ofenderme, la pobre, así, como quien hace una constatación, dijo «es hijo de un loco, sólo un loco podía hacerle aquello a su mujer». Y entonces vi al tío Alfredo levantarse, con calma, el rostro demudado, y darle una tremenda bofetada. El golpe fue tan violento que la tía Olga se cayó de la silla y al caer se agarró al mantel arrastrándolo al suelo con todos los platos. El tío Alfredo salió lentamente y bajó al taller a trabajar, la tía Olga se levantó como si no hubiese pasado nada, se puso a recoger los platos rotos, barrió el suelo, puso un mantel limpio porque el otro se hallaba en condiciones deplorables, volvió a poner la mesa y se asomó al hueco de la escalera. «Alfredo —gritó—, ¡la comida está en la mesa!».

Cuando salí para Mar del Plata tenía dieciséis años. Cosido en la camiseta llevaba una bolsita de pesos y en el bolsillo una tarjeta de visita de la Pensión Albano, «agua corriente fría caliente», y una carta para el propietario, un italiano amigo del tío Alfredo, amigo de juventud, habían llegado a la Argentina en el mismo barco y siempre habían seguido en contacto. Iba a frecuentar un colegio de salesianos Galianos que tenían conservatorio, o algo parecido. Fueron los tíos quienes me empujaron, ya había terminado la escuela elemental, no estaba hecho para hacer de mecánico, eso se veía en seguida, y además la tía Olga esperaba que la ciudad me cambiase, le había oído decir una noche «a veces sus ojos me dan miedo, están tan asustados, quién sabe lo que vio, pobre chico, quién sabe lo que recuerda». Desde luego había algo preocupante en mi comportamiento, lo reconozco. No hablaba nunca, me sonrojaba, me quedaba cortado al hablar, lloraba a menudo. La tía Olga le echaba la culpa a las canciones, con todas aquellas letras estúpidas, el tío Alfredo intentaba despabilarme explicándome los árboles de transmisión y los embragues y por la noche insistía en que le acompañase al café Florida, donde había muchos italianos que jugaban a las cartas, pero yo prefería quedarme junto a la radio escuchando el programa musical, adoraba los viejos tangos de Carlos Gardel, las sambas melancólicas de Wilson Baptista, las cancioncitas de Doris Day, en general la música me gustaba toda. Y tal vez fuese mejor que estudiase música, si ése era mi camino: pero lejos de las praderas, en un lugar civilizado.

Mar del Plata era una ciudad fascinadora y extraña, desierta en la estación fría y llena a rebosar en los meses de vacaciones, con mastodónticos hoteles blancos, estilo finales de siglo, que en la estación muerta infundían melancolía; en aquella época era una ciudad de tripulantes exóticos y de viejos que la habían elegido para pasar en ella los últimos años de su vida y trataban de hacerse compañía mutuamente dándose cita a la hora del té en las terrazas de los hoteles o en los café-concierto donde orquestinas desafinadas tocaban tonadillas y tangos. En el conservatorio de los salesianos me quedé dos años. Con el padre Matteo, un anciano medio ciego de manos exangües, estudiaba al órgano Bach, Monteverdi y Pierluigi da Palestrina. Las clases de cultura general se repartían entre el padre Simone, que daba la parte científica y el padre Anselmo, que daba la parte clásica, en la que me sentía particularmente dotado. Estudiaba con gusto el latín, pero prefería la historia, la vida de los santos y la vida de los hombres ilustres, entre los que admiraba particularmente a Leonardo da Vinci y a Ludovico Antonio Muratori que se había ganado a pulso su instrucción poniéndose a escuchar bajo la ventana de una escuela, hasta que un día el maestro le había descubierto y le había dicho «¡pero entra en la clase, muchacho!».

Por la noche volvía a la Pensión Albano, me esperaba el trabajo, porque la mensualidad que me mandaba el tío Alfredo no era suficiente. Me ponía una chaqueta que la señora Pepa hacía lavar dos veces por semana y ocupaba mi puesto en el comedor, una sala pintada de azul claro, con unas treinta mesas y panorámicas de Italia en las paredes. Nuestros clientes eran jubilados, viajantes de comercio, algún emigrado italiano de Buenos Aires que podía permitirse el lujo de pasar quince días en Mar del Plata. La cocina la dirigía el señor Albano, sabía hacer los pansoti con nueces y las trenette al pesto, era ligur, de Camogli, partidario de Perón, decía que había levantado un país de piojosos. Y además Evita era un hada.

Cuando encontré un trabajo estable en el «Bichinho» escribí al tío Alfredo para que dejara de mandarme la mensualidad. No ganaba un sueldo que me permitiese hacer locuras, pero en definitiva me era suficiente, y no me parecía justo que el tío Alfredo estuviese reparando tractores para mandarme aquellos pocos pesos mensuales. «O Bichinho» era un restaurante-night dirigido por un brasileño rechoncho y risueño, el senhor João Paiva, donde se podía cenar a medianoche y escuchar música típica. Era un local con pretensiones de respetabilidad, se esforzaba en distinguirse de los demás locales equívocos, aunque quien llegaba allí buscando compañía la encontraba con facilidad, pero siempre con discreción y con la complicidad de los camareros, porque el comercio no era descarado, todo tenía una apariencia respetable, cuarenta mesas con velas, en dos mesitas al fondo de la sala, cerca del guardarropía, estaban dos señoritas sentadas ante un plato siempre vacío dando sorbitos de un aperitivo, como a la espera de que llegase lo que habían pedido; y si entraba un señor el camarero le guiaba con destreza y le preguntaba discretamente «¿prefiere cenar solo o desearía la compañía de una señora?». Yo era un especialista en estas pequeñas estratagemas, porque me ocupaba de la zona posterior de la sala, mientras Ramón se encargaba de las mesas más próximas al tablado del espectáculo. Para hacer aquellas proposiciones se requería tacto, donaire, había que entender al cliente para no herir su susceptibilidad, y quién sabe por qué yo intuía al cliente a la primera, en fin tenía buen olfato, y a fin de mes resultaba que las propinas eran superiores al sueldo. Por otra parte Anita y Pilar eran dos chicas generosas. El plato fuerte del espectáculo era Carmen del Río. La voz ya no era la de sus buenos tiempos, desde luego, y sin embargo constituía todavía una atracción. Con el paso de los años el timbre ronco que la hacía tan fascinante en los tangos más desesperados se había debilitado, se había vuelto más límpido, y ella se esforzaba en vano en recuperarlo fumándose dos cigarros puros antes de cada actuación. Pero lo que era espectacular en ella y hacía delirar al público no era tanto la voz como todo un conjunto de recursos: el repertorio, los contoneos, el maquillaje, los trajes. Tras los cortinajes del tablado tenía un camerino abarrotado de perifollos y un guardarropía majestuoso, con todos los trajes que había llevado en los años cuarenta, cuando era la gran Carmen del Río: trajes largos de chiffon, maravillosas sandalias blancas de tacones altísimos de corcho, los boas de plumas, los mantones de tanguista, una peluca rubia, una pelirroja y dos pelucas negras con raya en medio y un gran moño con una peineta blanca, a la andaluza. El secreto de Carmen del Río era el maquillaje, ella lo sabía, se pasaba horas maquillándose, no descuidaba el menor detalle: la base de maquillaje, las largas pestañas postizas, en los labios el bâton brillante como se usaba en sus tiempos, las uñas larguísimas, fatales, esmaltadas de rojo. A menudo me llamaba para que la ayudase, decía que tenía un toque delicado y un gusto exquisito, era la única persona del local de la que se fiaba, abría el guardarropía y quería que la aconsejase. Yo me informaba del repertorio para aquella noche, con los tangos ya sabía ella qué ponerse, pero el maquillaje para las canciones patéticas lo escogía yo, generalmente poco subido, vestidos vaporosos y de colores delicados, no sé, albaricoque, por ejemplo, que a ella le sentaba divinamente, o un índigo pálido que me parecía insuperable para Ramona. Y luego le pintaba las uñas y las pestañas, ella cerraba los ojos y se reclinaba en la butaquita, abandonaba la cabeza sobre el respaldo y me susurraba como en sueños «una vez tuve un amante delicado como tú, me mimaba como a una niña, se llamaba Daniel, era del Québec, quién sabe qué habrá sido de él». De cerca y sin maquillaje se le veían todos los años, pero bajo la luz de los focos y después de mi maquillaje aún seguía siendo una reina. Yo cargaba mucho la base de maquillaje y el tinte, naturalmente, y como polvos la había obligado a un Guerlain muy rosado, en lugar de aquellas marcas argentinas demasiado blancas que hacían resaltar las arrugas: el resultado era excelente, ella me lo agradecía muchísimo, decía que le borraba el tiempo. Y para el perfume la había convencido a pasar al de violeta: mucha, muchísima violeta, y ella al principio había protestado, porque el de violeta es un perfume vulgar y juvenil, y no sabía que en cambio era este contraste lo que fascinaba al público: una vieja belleza ajada que cantaba el tango maquillada como una muñeca rosa. Esto era lo que creaba aquel aura patética y llenaba los ojos de lágrimas.

Luego yo iba a hacer mi trabajo al fondo de la sala, me movía entre las mesas con paso ligero, «¿más carabineros a la plancha, señor?», «¿le gusta el vino rosado, señorita?»; sabía que Carmen, mientras cantaba, me buscaba con la mirada, cuando con el encendedor de oro del dueño encendía el cigarrillo que algún cliente acababa apenas de introducir entre los labios hacía brillar un instante la llama a la altura del corazón, era una señal convenida entre Carmen y yo, quería decir que estaba cantando divinamente, que llegaba directamente al corazón, y observaba que su voz se volvía más vibrante, adquiría mayor calidez. Necesitaba que la animasen, la vieja espléndida Carmen, sin ella «O Bichinho» no habría sido nada.

La noche en la que Carmen dejó de cantar cundió el pánico. Fue en contra de su voluntad, naturalmente, estábamos en su camerino, yo la estaba maquillando, estaba reclinada en la butaca frente al espejo, fumaba su cigarro puro, tenía los ojos cerrados, y de repente los polvos empezaron a correrse sobre la frente, me di cuenta de que sudaba, la toqué, era un sudor frío, «me encuentro mal» murmuró, y ya no dijo nada más, se llevó una mano al pecho, le tomé el pulso, ya no se oía, fui a llamar al director de la sala, Carmen temblaba como si tuviese fiebre, pero no tenía fiebre, estaba helada. Para llevarla al hospital llamamos a un taxi, yo la sostuve hasta la salida secundaria, para que el público no la viese, «adiós Carmen», le dije, «no es nada, mañana iré a verte», y ella intentó sonreír. Eran las once, los clientes estaban cenando, sobre el tablado el foco dibujaba un círculo de luz vacío, el pianista tocaba con sordina para llenar la ausencia, luego desde la sala llegó un breve aplauso de impaciencia, reclamaban la presencia de Carmen. El señor Paiva, detrás del cortinaje, estaba nerviosísimo, daba chupadas a su cigarrillo, llamó al director de la sala y le dijo que sirviese champagne gratis, tal vez fuese una idea para mantener calmado al público. Pero en aquel momento un pequeño coro empezó a vocear «¡Car-men! ¡Car-men!», y entonces, no sé qué me entró, fue sin pensar, sentí una fuerza que me empujaba hasta el camerino, encendí las luces del tocador en torno al espejo, elegí un traje muy ceñido, de lentejuelas, con un corte a un lado, de estilo falsamente vulgar, zapatos blancos de tacón altísimo, guantes negros de noche hasta medio brazo, una peluca cobriza de melena ondulada. Me pinté los ojos muy exagerados, de plateado, pero para los labios elegí un bâton suave, un abricot opaco. Cuando salí al tablado el foco me iluminó de lleno, el público dejó de comer, veía muchos rostros con los ojos clavados en mí, muchos tenedores suspendidos en el aire, yo conocía a aquel público, pero nunca lo había visto de frente, tan dispuesto en semicírculo, parecía un asedio. Empecé con Caminito verde, el pianista era un tipo inteligente, captó inmediatamente mi timbre de voz, me hizo un acompañamiento muy discreto, todo sobre tonos bajos, y entonces yo le hice señas al electricista, él puso un disco azul, yo agarré el micrófono y empecé a susurrar ante él, dejé que el pianista hiciese dos intermedios para prolongar la canción, porque los ojos del público no me dejaban; y mientras él tocaba yo me movía lentamente sobre el tablado y el cono de luz azul me seguía, de vez en cuando movía los brazos como si nadase en aquella luz y me acariciaba los hombros, con las piernas ligeramente separadas y la cabeza ondulante para que los rizos me acariciasen los hombros como había visto hacer a Rita Hayworth en Gilda. Y entonces el público empezó a aplaudir con arrebato, yo me di cuenta de que la cosa iba bien y la cogí al vuelo: para no dejar que el entusiasmo se enfriase, antes de que se terminase el aplauso, empalmé con otra canción, esta vez fue Lola Lolita la Piquetera y después un tango bonaerense de los años treinta, Pregunto, que les llevó al delirio. Tuve un aplauso que Carmen sólo tenía en sus noches de gracia. Y entonces me vino una inspiración, una locura, fui hasta el pianista, hice que me diese su chaqueta, me la puse sobre mi vestido y como en broma, pero con mucha melancolía, empecé a cantar la romanza de Beniamino Gigli Oh begli occhi di fata como si estuviese dirigida a una mujer imaginaria por la que suspiraba de amor; y a medida que iba cantando, aquella mujer que evocaba venía hasta mí atraída por mi canto, al mismo tiempo me quitaba muy despacio la chaqueta, y mientras susurraba en el micrófono la última estrofa, della mia gioventù cogliete il fiore, me abandonaba a mi amante, pero mi amante era el público, al que miraba con transporte, yo era de nuevo yo, y con el pie aparté la chaqueta que había dejado caer sobre el tablado. Y a continuación, antes de que se terminase el hechizo, acariciando el micrófono con los labios empecé a cantar Acércate más. Sucedió algo indescriptible, los hombres se habían puesto de pie y aplaudían, un señor mayor con chaqueta blanca me arrojó un clavel, un oficial inglés desde una mesa de la primera fila vino hasta el tablado y quiso besarme. Yo me escapé al camerino, creía enloquecer de excitación y de alegría, sentía una especie de estremecimiento en todo el cuerpo, me cerré con llave, jadeaba, me miré al espejo, era hermosa, era joven, era feliz, y entonces me entró un capricho, me puse la peluca rubia, me enrosqué en torno al cuello el boa de plumas azules dejando que la cola me arrastrase por detrás y regresé a la sala dando saltitos, como un duende.

Primero canté Qué será será al estilo de Doris Day, y luego seguí con Volare a ritmo de chá-chá-chá, moviendo las caderas, invité al público a acompañarme marcando el ritmo con las palmas de las malos, y cuando yo cantaba «¡vo-la-re!» un coro me respondía «¡oh-oh!», y yo, «¡can-ta-re!», y ellos «¡oh-oh-oh-oh!». Fue la apoteosis. Cuando volví al camerino dejé a mis espaldas la excitación y el ruido, estaba allí, en la butaca de Carmen, lloraba de felicidad y oía al público que gritaba «¡nombre! ¡nombre!». Entró el señor Paiva, estaba estupefacto y radiante, le brillaban los ojos, «tienes que salir a decirles cómo te llamas», dijo, «no logramos calmarles». Y yo volví a salir, el electricista había puesto un disco rosa que me bañaba en una luz cálida, yo cogí el micrófono, tenía dos canciones que pujaban por salir de mi garganta, canté Luna rossa y All’alba se ne parte il marinaro. Y cuando el largo aplauso empezaba a apagarse susurré en el micrófono un nombre que brotó espontáneamente de mis labios, «Giosefine —dije—, Giosefine».

Lina, han pasado muchos años desde aquella noche, y he vivido mi vida como sentía que debía hacerlo. Durante mis peregrinaciones por el mundo siempre he pensando que quería escribirte y nunca he tenido la valentía de hacerlo. No sé si has llegado a saber lo que pasó cuando éramos niños, tal vez los tíos no fueron capaces de decirte nada, no son cosas fáciles de contar. En cualquier caso, tanto si ya lo sabes como si llegas a saberlo algún día, recuerda que papá no era malo, perdónale como yo le he perdonado. Desde aquí, desde este hospital de una ciudad lejana, te pido un favor. Si lo que estoy a punto de afrontar por mi propia voluntad tuviese un desenlace negativo, te ruego que acojas mis restos mortales. He dejado disposiciones detalladas a un notario y a la embajada italiana para que mi cuerpo sea repatriado, en tal caso recibirás una cantidad de dinero suficiente para las exequias y una cantidad aparte como recompensa, porque si algo no me ha faltado en la vida es dinero. El mundo es necio, Lina, la naturaleza es vil y yo no creo en la resurrección de la carne. Pero en cambio creo en los recuerdos y te ruego que los atiendas como te pido. A unos dos kilómetros de la casa donde transcurrimos nuestra infancia, entre la hacienda en la que trabajaba el señor Quintilo y el pueblo, si se toma un camino a través de los campos que tiempo atrás llevaba el letrero «Turbinas», porque conducía a la turbina hidráulica del pantano, pasadas las compuertas, a pocos cientos de metros de un grupo de casas rojas, se llega a un pequeño cementerio. Mamá descansa allí. Quiero que me entierren a su lado, y en la lápida harás ampliar una fotografía de cuando yo tenía seis años. Es una fotografía que se quedó en casa de los tíos, tú la habrás visto infinidad de veces, estamos tú y yo, tú eres pequeñísima, un bebé acostado sobre una manta, yo estoy sentado a tu lado y te cojo la mano, me han vestido con un delantal y llevo atados los rizos con un lazo. No quiero fechas. No hagas poner inscripciones en la lápida, te lo ruego, sólo el nombre, pero no Ettore: el nombre con el que firmo esta carta, con el afecto de la sangre que a ti me une, tu

Giosefine