EL JUEGO DEL REVÉS

1.---Cuando Maria do Carmo Meneses de Sequeira murió, yo estaba contemplando Las Meninas de Velázquez en el museo del Prado. Era un mediodía de julio y yo no sabía que ella se estaba muriendo. Me quedé mirando el cuadro hasta las doce y cuarto, luego salí lentamente procurando imprimir en la memoria la expresión de la figura del fondo, recuerdo que pensé en las palabras de Maria do Carmo: la clave del cuadro está en la figura del fondo, es un juego del revés; atravesé el parque y cogí un autobús hasta la Puerta del Sol, comí en el hotel, un gazpacho muy frío y fruta, y fui a refugiarme del calor meridiano en la penumbra de mi habitación. Me despertó el teléfono a eso de las cinco, o tal vez no me despertó, me hallaba en un extraño duermevela, afuera zumbaba el tráfico de la ciudad y en el interior de la habitación zumbaba el aire acondicionado que sin embargo en mi conciencia era el motor de un pequeño remolcador azul que cruzaba el estuario del Tajo bajo el crepúsculo, mientras Maria do Carmo y yo lo seguíamos con la mirada. Le llaman de Lisboa, me dijo la voz de la telefonista, luego oí la pequeña descarga eléctrica del conmutador y una voz masculina, neutra y grave, me preguntó mi nombre y luego dijo soy Nuno Meneses de Sequeira, Maria do Carmo murió este mediodía, el funeral será mañana a las cinco de la tarde, le llamo por su expresa voluntad. El teléfono hizo clic y yo dije oiga oiga, han colgado señor, dijo la telefonista, la comunicación se ha cortado. Cogí el Lusitania-Exprés de medianoche. Hice una maleta con lo estrictamente necesario y le rogué al conserje que me tuviera reservada la habitación durante dos días. La estación estaba casi desierta a aquellas horas. No había reservado la litera y el inspector del tren me asignó un compartimiento en el último vagón donde había otro pasajero, un señor corpulento que roncaba. Me preparé para una noche de insomnio, con resignación, pero en contra de lo previsto dormí profundamente hasta poco antes de Talavera de la Reina. Luego permanecí inmóvil, despierto, mirando la ventanilla oscura sobre el oscuro desierto de Extremadura. Tenía muchas horas para pensar en Maria do Carmo.

2.---La Saudade, decía Maria do Carmo, no es una palabra, es una categoría del espíritu, sólo los portugueses pueden sentirla, porque poseen esta palabra para decir que la tienen, lo ha dicho un gran poeta. Y entonces empezaba a hablar de Fernando Pessoa. Iba a recogerla a su casa de Rua des Chagas hacia las seis de la tarde, ella me esperaba detrás de la ventana, cuando me veía asomar por el Largo Camões abría el pesado portalón y descendíamos en dirección al puerto deambulando por Rua dos Franqueiros y Rua dos Douradores, hacíamos un itinerario fernandino, decía ella, éstos eran los lugares favoritos de Bernardo Soares, auxiliar contable en la ciudad de Lisboa, semiseudónimo por definición, aquí era donde concebía su metafísica, en estas barberías. A aquella hora la Baixa estaba atestada de gente presurosa y chillona, las oficinas de las compañías de navegación y de las empresas comerciales cerraban sus ventanillas, en las paradas de los tranvías se habían formado largas colas, se oía el grito monótono de los limpiabotas y de los vendedores de periódicos. Nos sumergíamos en la confusión de Rua da Prata, cruzábamos Rua da Conceição y bajábamos hasta el Terreiro do Paço, blanco y melancólico, donde zarpan los primeros barcos llenos hasta los topes de trabajadores residentes en la otra orilla del Tajo. Ésta ya es una zona de Álvaro do Campos, decía Maria do Carmo, en pocas calles hemos pasado de un seudónimo a otro.

A aquella hora la luz de Lisboa era blanca hacia el estuario y rosada sobre las colinas, los edificios decimonónicos parecían una oleografía con el Tajo surcado por una pléyade de embarcaciones. Avanzábamos hacia los primeros muelles, los muelles en los que Alvaro do Campos iba a esperar a nadie, como decía Maria do Carmo, y recitaba algunos versos de la Oda Marítima, aquel pasaje en que el barquito de vapor dibuja su silueta en el horizonte y Campos siente un volante que empieza a rodar dentro de su pecho. El crepúsculo estaba cayendo sobre la ciudad, se encendían las primeras luces, el Tajo resplandecía con reflejos cambiantes, en los ojos de Maria do Carmo se traslucía una gran melancolía. Tal vez seas demasiado joven para entenderlo, a tu edad yo no lo habría entendido, no habría imaginado que la vida fuese como un juego que se jugaba durante mi infancia en Buenos Aires. Pessoa es un genio porque entendió la otra cara de las cosas, de lo real y de lo imaginado, su poesía es un juego del revés.

3.---El tren se había detenido, por la ventanilla se veían las luces de la pequeña ciudad fronteriza, mi compañero de viaje mostraba el rostro sorprendido y molesto de quien se despierta bruscamente por la luz, el policía hojeó atentamente mi pasaporte, viene a menudo a nuestro país, dijo, ¿qué le encuentra de interesante?, la poesía barroca, respondí, ¿cómo dice?, murmuró, una señora, dije yo, una señora con un extraño nombre, Violante do Céu, ¿es guapa?, preguntó él con malicia, creo que sí, dije yo, murió hace tres siglos y siempre vivió en un convento, era monja. Él meneó la cabeza y se atusó el bigote con aire socarrón, me puso el sello y me devolvió el pasaporte. Los italianos siempre están de broma, dijo, ¿le gusta Totó?, muchísimo, dije yo, ¿y a usted?, he visto todas sus películas, dijo él, me gusta más que Alberto Sordi.

El nuestro era el último compartimiento por controlar. La puerta se cerró con estrépito. A los pocos segundos alguien en el andén hizo oscilar un farol y el tren se puso en movimiento. Las luces volvieron a apagarse, quedó tan sólo la bombillita azul, era de noche, estaba entrando en Portugal como tantas otras veces en mi vida, Maria do Carmo había muerto, notaba una sensación extraña, como si desde lo alto me estuviese contemplando a mí mismo que en una noche de julio, en un compartimiento de un tren casi a oscuras, estaba entrando en un país extranjero para ir a ver a una mujer que conocía bien y que había muerto. Era una sensación inédita y se me ocurrió pensar que tenía algo que ver con el revés.

4.---El juego consistía en esto, decía Maria do Carmo, nos colocábamos en círculo, cuatro o cinco niños, se contaba y a quien le tocaba se ponía en el centro, apuntaba a uno del corro y le lanzaba una palabra, una cualquiera, por ejemplo mariposa, y el otro debía pronunciarla en seguida al revés, pero casi sin pensar, porque el del centro contaba uno dos tres cuatro cinco, y al cinco ya había ganado, pero si conseguías decir a tiempo asopiram, entonces el rey del juego eras tú, pasabas al centro del corro y lanzabas tu palabra a otro.

Mientras subíamos hacia la ciudad, Maria do Carmo me contaba su infancia bonaerense de hija de exiliados, me imaginaba un patio de barrio lleno de niños, fiestas melancólicas y pobres, estaba lleno de italianos, decía, mi padre tenía un viejo gramófono de bocina, se había traído de Portugal algún disco de fados, era el treinta y nueve, la radio decía que los franquistas habían ocupado Madrid, él lloraba y ponía sus discos, los últimos meses lo recuerdo así, en pijama sobre un sillón llorando en silencio y escuchando los fados de Hilario y de Tomás Alcaide, yo me iba corriendo al patio a jugar al juego del revés.

Había anochecido. El Terreiro do Paço estaba casi desierto, el caballero de bronce, verde de cardenillo, parecía absurdo, vámonos a comer algo a la Alfama, decía Maria do Carmo, arroz de cabidela, por ejemplo, es un plato sefardita, los judíos no le retorcían el cuello a las gallinas, les cortaban la cabeza de un tajo y con la sangre hacían este arroz, conozco una taberna donde lo hacen mejor que en ningún sitio, está sólo a cinco minutos. Pasaba, lento y chirriante, un tranvía amarillo atestado de rostros fatigados. Sé lo que estás pensando, decía ella, por qué me he casado con mi marido, por qué vivo en aquella casona absurda, por qué juego a la condesa, cuando él llegó a Buenos Aires era un oficial elegante y cortés, yo era una chiquilla melancólica y pobre, se me había hecho insoportable ver aquel patio desde mi ventana, y él me sacó de toda aquella penuria, de una casa con bombillas de pocas bujías y la radio encendida durante la cena, no puedo dejarle, a pesar de todo, no puedo olvidar.

5.---Mi compañero de viaje me preguntó si le permitía invitarme a tomar un café. Era un español ceremonioso y jovial que hacía frecuentemente aquel recorrido. En el vagón restaurante conversamos amigablemente, intercambiando impresiones circunspectas y formales, llenas de lugares comunes. Los portugueses tienen un buen café, dijo, pero no les sirve de mucho, al parecer, son tan melancólicos, les falta salero, ¿no cree? Le dije que tal vez lo habían sustituido con la saudade, él estuvo de acuerdo, pero prefería el salero. Vida no hay más que una, dijo, hay que saber vivirla amigo mío. No le pregunté cómo lo hacía en su caso, y hablamos de otra cosa, de deportes creo, él adoraba el esquí, la montaña, desde este punto de vista Portugal era absolutamente impracticable. Objeté que también allí había montañas, oh la Serra da Estrela, exclamó, un simulacro de montaña, para llegar a los dos mil metros han tenido que ponerle una antena. Es un país marítimo, dije yo, un país de gente que se arrojó al océano, han dado al mundo locos respetables y educados, esclavistas y poetas enfermos de lejanías. A propósito, preguntó, ¿cómo se llamaba esa poetisa que mencionó esta noche? Soror Violante do Céu, dije, también en español tendría un nombre espléndido, Madre Violante del Cielo, es una gran poetisa barroca, pasó su vida sublimando el deseo por un mundo al que había renunciado. No será mejor que Góngora, inquirió con una cierta preocupación. Distinta, dije yo. Con menos salero y más saudade, naturalmente.

6.---El arroz de cabidela tenía un sabor exquisito y un aspecto repugnante, se servía en una enorme fuente de barro con una cuchara de madera, la sangre y el vino hervidos formaban una salsa espesa y castaña, las mesas eran de mármol, entre una hilera de toneles y un gran mostrador de cinc dominado por la corpulencia del señor Tavares, hacia la medianoche llegaba un cantante de fados de aspecto macilento acompañado de un viejecito con la viola y de un distinguido señor con la guitarra, cantaba viejos fados desmayados y lánguidos, el señor Tavares apagaba las luces y encendía las velas sobre las repisas, los clientes de paso ya se habían marchado, quedaban sólo los aficionados, el local se llenaba de humo, a cada final correspondía un aplauso discreto y solemne, alguna voz pedía Amor é agua que corre, Travessa da Palma, Maria do Carmo estaba pálida, o tal vez fuese la luz de las velas, o tal vez había bebido demasiado, mantenía la mirada fija y sus pupilas aparecían enormes, la luz de las velas bailaba en ellas, me parecía más hermosa que de costumbre, encendía un cigarrillo con aire absorto, ya está bien, decía, vámonos de aquí, saudade sí pero a pequeñas dosis, no es bueno saturarse, la Alfama estaba semidesierta, nos deteníamos en el mirador de Santa Luzia, había una tupida pérgola de buganvilla, apoyados en el parapeto contemplábamos las luces del Tajo, Maria do Carmo recitaba Lisbon revisited de Alvaro do Campos, un poema en el que una persona está en la misma ventana de su infancia, pero ya no es la misma persona y tampoco es la misma ventana, porque el tiempo cambia hombres y cosas, empezábamos a bajar hacia mi hotel, ella me cogía la mano y me decía oye, quién sabe qué somos, quién sabe dónde estamos, quién sabe por qué estamos, escúchame, vamos a vivir esta vida como si fuese un revés, por ejemplo esta noche, tú piensas que eres yo y que me estrechas entre tus brazos, yo pensaré que soy tú y que me estrecho entre mis brazos.

7.---De todas formas no es que a mí me guste mucho Góngora, dijo mi compañero de viaje, no lo entiendo, necesito el diccionario, y además no me tira la poesía, prefiero el cuento, por ejemplo Blasco Ibáñez, ¿le gusta Blasco Ibáñez?, moderadamente, dije, tal vez no es mi estilo, ¿y entonces quién?, Pérez Galdós quizás, sí, eso ya está mejor, dije yo.

El camarero nos sirvió el café en una bandeja resplandeciente, tenía un rostro soñoliento, hago una excepción con ustedes porque éstas no son horas para el vagón restaurant, son veinte escudos. A pesar de todo los portugueses son amables, dijo mi compañero de viaje, porque a pesar de todo dije yo, son amables, seamos justos.

Estábamos atravesando una zona de astilleros y de fábricas, todavía no había amanecido. Quieren estar con la hora de Greenwich, pero en realidad según el sol es una hora más temprano, y además ¿ha visto alguna vez una corrida portuguesa?, no matan al toro, sabe, el torero revolotea en torno a él durante media hora y luego al final hace un gesto simbólico estirando el brazo como una espada, entra un rebaño de vacas haciendo tolón tolón, el toro se va derecho hacia el rebaño y todos a casa, olé, si esto le parece torear. A lo mejor es más elegante, dije yo, para matar a alguien no siempre es necesario darle muerte, a veces basta un gesto, ah no, dijo él, el duelo entre el hombre y el toro tiene que ser mortal, si no sería una pantomima ridícula, pero todas las ceremonias son una estilización, objeté, ésta mantiene sólo el envoltorio, el gesto, me parece más noble, más abstracta. Mi compañero de viaje pareció reflexionar. Quizás sí, dijo sin convicción, ah mire, estamos ya en las afueras de Lisboa, será mejor que volvamos al compartimiento a preparar las maletas.

8.---Es un asunto bastante delicado, no nos atrevíamos a pedírtelo, lo hemos discutido, puede llegar a presentar inconvenientes, quiero decir lo máximo que te puede ocurrir es que no te den el visado de entrada en la frontera, mira no queremos ocultarte nada, quien nos hacía de correo era Jorge, era el único que tenía un pasaporte de la FAO, ya sabes que ahora está en Winnipeg, enseña en una universidad canadiense, aún no hemos encontrado la manera de reemplazarle.

Las nueve de la noche, piazza Navona, en un banco. Le miraba, parecía tener una expresión de sorpresa, no sabía qué pensar, me sentía un poco violento, molesto, como cuando se habla con alguien a quien se conoce desde hace tiempo y de pronto un día te revela algo que no te esperabas.

No queremos comprometerte, pero es que no tenemos más remedio, créeme sentimos muchísimo tener que pedírtelo, aunque nos digas que no nuestra amistad no cambiará, ya lo sabes, en fin, piénsatelo, no pretendemos tu contestación ahora mismo, sólo queremos que sepas que sería una gran ayuda.

Fuimos a tomar un helado a un bar de la plaza, elegimos una mesita, lejos de la gente. Francisco tenía una expresión tensa, quizás también él preocupado, sabía que se trataba de algo que, de haberme negado, no iba a poder olvidarlo como si nada, eso es, tal vez lo que le daba miedo fuese justamente mi posible remordimiento. Tomamos dos granizados de café. Permanecimos en silencio largo rato, sorbiendo lentamente los refrescos. Son cinco cartas, dijo Francisco, y una cantidad de dinero para las familias de dos escritores que fueron detenidos el mes pasado. Me dijo los nombres y esperó a que hablase. Yo seguí callado y bebí un poco de agua. Creo que no hace falta decirte que es dinero limpio, es la manifestación de solidaridad de tres partidos democráticos italianos de los que hemos solicitado ayuda, si lo estimas oportuno puedo facilitarte entrevistas con los representantes de los partidos en cuestión, te lo confirmarán. Dije que no lo estimaba oportuno, pagamos, echamos a andar a través de la plaza. De acuerdo, dije, yo me voy dentro de tres días. Me dio un apretón de manos rápido y enérgico, me dijo gracias, y ahora recuerda lo que tienes que hacer, es sencillísimo, me escribió un número en una hojita de papel, cuando llegues a Lisboa telefonea a este número, si te contesta una voz masculina cuelga, insiste hasta que te conteste una voz de mujer, entonces deberás decir: ha salido una nueva traducción de Fernando Pessoa. Ella te dirá cómo encontraros, es la que mantiene los enlaces entre los exiliados que viven en Roma y las familias que siguen en el país.

9.---Había sido facilísimo, como había previsto Francisco. En la frontera ni siquiera me habían hecho abrir las maletas. En Lisboa me había alojado en un hotelito del centro, detrás del teatro de la Trinidade, a dos pasos de la biblioteca nacional, que tenía un recepcionista del Algarve cordial y parlanchín. Al primer intento telefónico me había contestado una voz de mujer y yo había dicho buenas tardes, soy un italiano, deseaba informarle que ha salido una nueva traducción de Fernando Pessoa, tal vez pueda interesarle. Nos vemos dentro de media hora en la librería Bertrand, había contestado, en la sala de las revistas, yo ando por los cuarenta, tengo el pelo oscuro y llevo un vestido amarillo.

10.---Nuno Meneses de Sequeira me recibió a las dos de la tarde. Cuando telefoneé por la mañana me había contestado un criado, el señor conde ahora está descansando, esta mañana no podrá recibirle pase a las dos de la tarde. ¿Pero dónde está expuesto el cuerpo de la señora?, no sabría decírselo, señor, venga a las dos de la tarde por favor. Cogí una habitación en el hotelito de siempre detrás de la Trinidade, me duché y me cambié de ropa. Cuanto tiempo sin verle por aquí, me dijo el recepcionista del Algarve con su habitual cordialidad, cinco meses finales de febrero, dije, y el trabajo, preguntó él, ¿siempre visitando bibliotecas?, ése parece ser mi sino, respondí.

Largo Camões aparecía inundado de sol, en la placita estaban las palomas posadas sobre la cabeza del poeta, algún jubilado sentado en los bancos, viejecitos dignos y tristes, un soldado y una criada, la melancolía del domingo. Rua das Chagas estaba desierta, de vez en cuando pasaba un taxi vacío, la brisa marina no soplaba lo bastante para aliviar el calor denso y húmedo. Me metí en un café buscando un poco de fresco, se hallaba solitario y sucio, en el techo zumbaban inútilmente las aletas de un ventilador, el dueño dormitaba detrás del mostrador, pedí un sumo helado, él espantó las moscas con un trapo y abrió cansinamente la nevera. No había comido y no tenía hambre. Me senté en una mesa y encendí un cigarrillo, esperando la hora.

11.---Nuno Meneses de Sequeira me recibió en un salón barroco con muchos estucos en el techo y dos grandes tapices corroídos por el tiempo en las paredes. Iba vestido de negro, tenía la cara brillante, el cráneo calvo resplandecía, estaba sentado en un sillón de terciopelo carmesí, cuando entré se puso de pie, hizo una imperceptible inclinación de cabeza y me invitó a sentarme en un sofá al pie de la ventana. Los postigos estaban cerrados y en la estancia reinaba un fuerte olor a vieja tapicería. ¿Cómo murió?, pregunté. Tenía una grave enfermedad, dijo, ¿no lo sabía? Sacudí la cabeza. ¿Qué clase de enfermedad? Nuno Meneses de Sequeira cruzó las manos sobre el regazo. Una grave enfermedad, dijo. Me telefoneó a Madrid hace quince días, no me dijo nada, ni la menor alusión, ¿ya lo sabía? Sí, ya estaba muy mal, y se hallaba al corriente. ¿Por qué no me dijo nada? Quizá no lo considerase oportuno, dijo Nuno Meneses de Sequeira, le agradecería que no viniese al funeral, será estrictamente privado. No tenía intención de hacerlo, le tranquilicé. Se lo agradezco, murmuró débilmente.

El silencio en la sala se hizo tangible, incómodo. ¿Puedo verla?, pregunté. Nuno Meneses de Sequeira me miró largamente, con aire irónico, me pareció. Es imposible, me dijo, está en la clínica Cuf, allí es donde murió, y además el médico ordenó que la cerrasen, no se la podía dejar abierta, dadas las circunstancias.

Pensé en despedirme, pensé por qué razón me había telefoneado, por más que hubiese sido una voluntad de Maria do Carmo, con qué objeto hacerme ir a Lisboa, había algo que se me escapaba, o tal vez no tuviera nada de extraño, aquella situación era simplemente penosa, era inútil prolongarla más. Pero Nuno Meneses de Sequeira no había terminado de hablar, tenía apoyadas las manos en los brazos de la butaca como quien va a levantarse de un momento a otro, tenía los ojos acuosos y una expresión contraída, maligna, o tal vez fuese la tensión nerviosa que debía experimentar. Usted nunca la comprendió, dijo, era demasiado joven para Maria do Carmo. Y usted demasiado viejo, tuve ganas de decirle, pero me callé. Se dedica a la filología, ah ah, dejó escapar una risita, su vida son las bibliotecas, usted no podía comprender a una mujer como ella. Explíquese mejor, dije. Nuno Meneses de Sequeira se levantó, fue hasta la ventana, entornó los postigos. Quiero quitarle una ilusión, dijo, la de haber conocido a Maria do Carmo, usted sólo ha conocido una ficción de Maria do Carmo. Explíquese mejor, volví a decir. Bueno, sonrió Nuno Meneses de Sequeira, me imagino lo que le habrá contado Maria do Carmo, una historia lacrimógena de una infancia desdichada en Nueva York, un padre republicano que murió heroicamente en la guerra civil española, escúcheme bien señor mío, yo no he estado en Nueva York en mi vida, Maria do Carmo es hija de grandes terratenientes, tuvo una infancia dorada, hace quince años, cuando la conocí, tenía veintisiete años y era la mujer más cortejada de Lisboa, yo regresaba de una misión diplomática en España y los dos teníamos en común el amor a nuestra tierra. Hizo una pausa como para dar mayor peso a sus palabras. El amor a nuestra tierra, repitió, no sé si puede comprenderme. Depende en qué sentido utilice la palabra, dije yo. Nuno Meneses de Sequeira se ajustó el nudo de la corbata, sacó un pañuelo del bolsillo, adoptó un aire irritado y a la vez paciente. Escúcheme bien, a Maria do Carmo le gustaba mucho un juego. Lo ha jugado durante toda su vida, lo hemos jugado siempre de común acuerdo. Hice un ademán con la mano, como para impedirle que siguiera hablando, pero él prosiguió: usted debió aparecer en algún revés. Un reloj de pared, en alguna habitación lejana, sonó. A menos que no apareciese en el revés de su revés, dije. Nuno Meneses de Sequeira volvió a sonreír, qué bonito, dijo, podría ser una frase de Maria do Carmo, es legítimo que considere esta hipótesis, por más que sea pura presunción, se lo aseguro. Había un cierto deje de desprecio en su voz apagada. Permanecí en silencio, con la mirada baja, clavada en la alfombra, era una alfombra de Arraiolos de un azul oscuro con pavos reales grises. Hubiera preferido que no me obligase a ser más explícito, prosiguió Nuno Meneses de Sequeira, supongo que le gusta Pessoa. Me gusta mucho, admití. Entonces seguramente estará al corriente de las traducciones que salen en el extranjero. ¿Qué quiere decir?, pregunté. Nada en especial, dijo él, sólo esto, que Maria do Carmo recibía muchas traducciones del extranjero, usted me entiende, ¿no es así? No le entiendo, dije yo. Digamos que no quiere entenderme, me corrigió Nuno Meneses de Sequeira, que prefiere no entenderme, la realidad es desagradable y usted prefiere los sueños, le ruego que no me obligue a entrar en detalles, los detalles son siempre muy vulgares, limitémonos al concepto.

De la ventana llegó el sonido de una sirena, tal vez un barco que entraba en el puerto, e inmediatamente sentí un inmenso deseo de ser uno de los pasajeros de aquel barco, de entrar en el puerto de una ciudad desconocida que se llamaba Lisboa y de tener que llamar por teléfono a una mujer desconocida para decirle que había salido una nueva traducción de Fernando Pessoa, y aquella mujer se llamaba Maria do Carmo, iría a la librería Bertrand llevando un vestido amarillo, le gustaban los fados y los platos sefarditas, y yo todo esto ya lo sabía, pero aquel pasajero que era yo y que contemplaba Lisboa desde la barandilla del barco todavía no lo sabía y para él todo iba a ser nuevo e idéntico. Y esto era Saudade, Maria do Carmo tenía razón, no era una palabra, era una categoría del espíritu. A su manera, también, era un revés.

Nuno Meneses de Sequeira me observaba en silencio, parecía tranquilo y satisfecho. Hoy es el primer día de la nueva vida de Maria do Carmo, dije, podría al menos concederle una tregua. Hizo un imperceptible gesto con la cabeza como si asintiese, como si dijese es justamente lo que quería proponerle, y entonces yo dije creo que no tenemos nada más que decirnos, él hizo sonar un timbre y asomó un criado con chaquetilla a rayas, Domingos el señor se va, el criado se hizo a un lado junto a la puerta para dejarme pasar, ah un momento, dijo Nuno Meneses de Sequeira, Maria do Carmo dejó esto para usted. Me dio una carta que estaba en una pequeña bandeja de plata sobre una mesita junto a su butaca, la cogí y me la metí en el bolsillo, cuando estaba en la puerta Nuno Meneses de Sequeira me volvió a hablar, me da usted pena, dijo, es un sentimiento recíproco, dije yo, aunque con matices probablemente distintos. Bajé las escaleras de piedra, salía la luz posmeridiana de Lisboa, pasaba un taxi libre y le hice señas.

12.---En el hotel abrí la carta. Sobre una hoja en blanco estaba escrita, en letras mayúsculas y sin acentos, la palabra SEVER. La invertí mecánicamente, en el pensamiento, y luego debajo, también yo con mayúsculas y sin acentos, escribí con el lápiz: REVES. Medité un instante sobre aquella palabra ambigua, que podía ser española o francesa y tenía dos significados completamente distintos. Pensé que no tenía ningunas ganas de volver a Madrid, enviaría un cheque desde Italia y escribiría al hotel madrileño para que me mandaran el equipaje, llamé a recepción y le pedí al recepcionista que me buscara una agencia, quería un billete de avión, para el día siguiente, con cualquier compañía, el primero que hubiera. ¿Cómo, ya se marcha?, dijo el recepcionista, nunca se ha quedado tan poco tiempo. ¿Qué hora es?, pregunté. En mi reloj son las cuatro y cuarto, señor. Está bien, despiérteme para cenar, dije, hacia las nueve. Me desvestí con calma, cerré los postigos, las sábanas estaban frescas, me llegó nuevamente el silbido lejano de una sirena amortiguado por la almohada sobre la que apoyaba la mejilla.

Tal vez Maria do Carmo había llegado finalmente a su revés. Le auspicié que fuese como lo había deseado y pensé que la palabra española y la francesa tal vez coincidían en un punto. Me pareció que era el punto de fuga de una perspectiva, como cuando se trazan las líneas de la perspectiva de un cuadro, y en aquel momento la sirena volvió a silbar, el barco atracó, yo descendí lentamente por la pasarela y empecé a recorrer los muelles, el puerto estaba completamente desierto, los muelles eran las líneas de la perspectiva que convergían hacia el punto de fuga de un cuadro, el cuadro era Las Meninas, de Velázquez, la figura del fondo en la que convergían las líneas de los muelles tenía aquella expresión maliciosa y melancólica que había grabado en mi memoria: y qué curioso, aquella figura era Maria do Carmo con su vestido amarillo, yo le estaba diciendo ya sé por qué tienes esta expresión, porque tú ves el revés del cuadro, ¿qué se ve desde donde tú estás?, dímelo, espérame que yo también voy, yo también quiero mirar. Y me encaminé hacia aquel punto. Y en aquel momento me encontré en otro sueño.