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Oxford, 8 a.m.

El arquitecto había diseñado el ornamentado techo de la Divinity School para impresionar y cumplía holgadamente con ese propósito. Arcos y relieves salpicaban aquella insólita creación. Era como si la techumbre tuviera largos dedos de piedra y los alargara hacia abajo para reírse y burlarse de los visitantes y turistas que habían pasado por allí desde hacía siglos. Los rayos anaranjados de la alborada entraban por los altos ventanales de la estancia y llenaban de sombras grises la extraña textura de la techumbre, confiriéndole una profundidad especial a aquel diseño en tres dimensiones.

Ewan Westerberg y sus hombres clavaron los ojos en los símbolos grabados en el techo, sobre cuya superficie se diseminaban a intervalos regulares. Eran cuatrocientos cincuenta y cinco. Los había en todos los ángulos y todas las inclinaciones. Eso confería a toda la estancia un aire desconcertante, críptico y confuso.

—Encontradlo —ordenó a grito pelado.

Los hombres del Secretario habían aprovechado las horas de vuelo para examinar las fotografías en alta resolución del techo de la Divinity School. Las habían conseguido en Internet. En ellas habían buscado un símbolo como el de la imagen encriptada que habían encontrado en el correo electrónico de Athanasius Antoun. La localizaron en una nervadura central del arco principal, cerca de la segunda entrada, la del lado oeste. No habían sido capaces de encontrar un significado para ese símbolo, pero eso le importaba muy poco al Secretario. La importancia del mismo residía en que el Custodio había conducido hacia él a Emily Wess, por lo que ese era el único símbolo de la habitación que realmente importaba.

Los Amigos localizaron el glifo de inmediato y Jason ordenó que trajeran de la furgoneta aparcada fuera del complejo una escalera y todas las herramientas e instrumental para las tareas que pudieran aguardarle. La montaron en un abrir y cerrar de ojos. En cuanto estuvo colocada en su sitio, Jason no perdió el tiempo y subió hasta encontrarse cara a cara con el techo y sus extrañas tallas.

—¿Qué es lo que ves? —inquirió Ewan.

—Aún nada.

Jason estudió la superficie de la talla redondeada que sobresalía varios centímetros de la superficie del techo. Su superficie parecía tan críptica vista de cerca como desde el suelo. «Y no iba a ser de otro modo, claro», pensó el Amigo. Fuera lo que fuera lo que buscaran, estaba oculto. Revisó cada rincón, cada centímetro de su superficie.

—Aquí no parece haber nada escrito —dijo, dirigiéndose a su padre y a los demás—. Al menos nada que yo pueda ver.

—Sigue mirando —ordenó Ewan con brusquedad—. No tiene por qué ser algo escrito. Podría ser cualquier cosa. Busca cualquier cosa inusual.

Jason reanudó su tarea, pero el único texto o marca allí presente eran las propias letras del símbolo.

«Ha de haber algo más», pensó Jason antes de ponerse a tantear con la mano derecha, pensando que tal vez la pista era algo perceptible gracias al sentido del tacto y no al de la vista. Pero la lisa superficie de piedra no reveló nada.

Podía percibir una frustración creciente por parte de su padre y los hombres situados debajo de él. Frustración e impaciencia. «Ha de estar ahí», se recordó, y empezó a empujar con fuerza en busca de algo más inmediato y directo que un mensaje. Quizá el símbolo únicamente era el mecanismo para acceder a la biblioteca. Palpó el contorno con la esperanza de localizar alguna pieza suelta pensada para hundirse cuando fuera pulsada, eso o cualquier otra cosa por el estilo.

Fue en vano.

Finalmente, solo quedaba una posibilidad. Se balanceó con cuidado en lo alto de la escalera y apoyó la cadera sobre un escalón para obtener algo más de equilibrio. A renglón seguido, agarró el símbolo esculpido con ambas manos y tiró. La talla aguantó un tiempo y solo cedió cuando empezó a girar todo lo que le permitía su posición. Jason tuvo un subidón de adrenalina cuando reparó en que todo el símbolo giraba en el sentido de las agujas del reloj.

—¡Se mueve!

Abajo, el propio Ewan estaba sujetando la escalerilla y alargaba la mano para afianzar la posición de su hijo.

Jason continuó rotando el símbolo hasta llegar a los noventa grados. Cuando lo consiguió, se escuchó un clic y el símbolo se encasquilló.

Y en ese momento las cosas empezaron a moverse en el sentido literal del término. El chirrido tenue e inconfundible se oyó en el rincón más alejado de la sala. Mientras Jason bajaba, Ewan y sus hombres acudieron en esa dirección a fin de averiguar la procedencia del ruido que llenaba todo aquel vasto espacio. En una esquina, se había deslizado un rectángulo que formaba parte de uno de los grandes lienzos de mampostería del edificio y donde antes había un bloque de piedra ahora podía verse una negra oquedad desde la cual… asomaba un tramo de escaleras para llevarles hasta la oscuridad de niveles inferiores. Ewan apenas era capaz de contener la euforia.

Dos de sus hombres hicieron ademán de adelantarse para bajar primero las escaleras y despejar cualquier posible obstáculo que pudiera haber, mas Ewan no lo permitió. Tenía la intención de apropiarse aquel momento, sería solo para él. Él iría en cabeza y los demás, todos los demás, le seguirían.

Arrebató la linterna al hombre más próximo, se abrió paso entre los demás e inició el descenso por unos escalones que bajaron mucho más tiempo del esperado hasta que al final desembocaron en lo que parecían ser dos plantas subterráneas. Al pie de la escalera discurría un estrecho pasillo lleno de polvo y telarañas, iluminado tan solo por el haz de la linterna.

El corredor resultó no ser muy largo y al término del mismo el Secretario distinguió una vieja puerta de madera cuya antigüedad era incapaz de calcular, pero, al igual que toda la estructura subterránea donde ahora se hallaba, parecía mucho más antigua que los niveles superiores.

Los hombres terminaron de bajar los escalones y se acercaron al Secretario, que estaba delante de la entrada, donde descubrió una placa de metal fijada a su superficie, pero no conseguía leerla por culpa de la gruesa capa de polvo que la cubría. Sostuvo la linterna a la altura del hombro y con la mano libre la limpió para poder ver la placa de bronce.

Y allí, Ewan leyó las palabras más hermosas que había visto jamás:

Repositum Bibliotecae Alexandrianae

La cámara de la Biblioteca de Alejandría. Al fin la había encontrado. Había esperado ese momento toda su vida.

Empujó la puerta de madera y contuvo la respiración mientras se abría lentamente.