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Simultáneamente, en Alejandría (Egipto), 9.45 a.m.

(7.45 a.m. GMT)

Emily llegó a la ciudad de madrugada y se vio obligada a dormir unas horas en el vestíbulo del aeropuerto después de no haber conseguido hablar telefónicamente con Athanasius. Su nombre y teléfono solo figuraban en el directorio de la biblioteca y esta no iba a abrir hasta una hora razonable. «Siempre y cuando él trabaje los sábados», pensó Emily, aunque le había dado la impresión de que Athanasius Antoun era la clase de persona que trabajaba todos los días, sin que los fines de semana cambiaran mucho esa rutina.

Se adecentó todo lo que permitían los servicios del aeropuerto y regresó a las inmediaciones de la Bibliotheca Alexandrina antes incluso de que abriera las puertas. Presenció cómo un empleado tras otro entraban en el edificio con la esperanza de distinguir los rasgos inconfundibles de Antoun, pero tras una serie de identificaciones fallidas empezó a darse cuenta de que una barba negra y un traje difícilmente podían ser rasgos distintivos de un hombre en el norte de Egipto. Athanasius seguía sin llegar cuando los ujieres salieron para abrir las puertas de acceso al gran público.

«Esto no pinta nada bien», pensó Emily, que empezó otra vez a acelerar el paso. Tal vez había llegado demasiado tarde y la amenaza de su asaltante en Estambul había sido llevada a cabo. «¿Y si otro Ayudante del Custodio ha sido asesinado en el último acto de este largo juego?».

Aun así, no podía marcharse sin estar segura y la oficina subterránea del bibliotecario era la única dirección que tenía de él. Le debía mucho y le necesitaba lo bastante como para bajar al hueco oscuro de la biblioteca en su busca. Tal vez no había muerto. A lo mejor se había pasado trabajando toda la noche y ya estaba dentro.

Entró de nuevo en el edificio y se dirigió a la sala de lectura principal para repetir los pasos que había dado dos días antes, cuando había descendido a los niveles inferiores. En el piso más bajo encontró la tercera puerta y alcanzó los pasillos de acceso a los sótanos del complejo. Se sentía mucho más segura de lo que lo había estado al emprender ese viaje. Recordó la palabra grabada por Arno en la madera, «luz», la palabra que la había conducido a su primer encuentro con el egipcio.

En esta ocasión golpeó en la puerta con los nudillos sin vacilar ni un momento.

—¿Doctor Antoun? Soy la doctora Emily Wess.

Aguardó con ansiedad a que abriera la puerta. Apenas era capaz de contener la impaciencia por las ganas que tenía de averiguar la última información que el bibliotecario tenía para ella.

No hubo respuesta alguna del interior del despacho, así que volvió a llamar con más fuerza que la primera vez.

—Athanasius, por favor, abra la puerta. Es importante.

Cuando el silencio se prolongó, Emily se puso a recordar los detalles del primer encuentro, entre ellos la frase de acceso.

«¿De verdad he de pasar por esa rutina otra vez?». La idea le resultaba exasperante, pero no tenía tiempo para darle muchas vueltas.

—¡Quince, si es por la mañana! —exclamó.

Dejó de llamar a la puerta y se mantuvo a la espera, pero no hubo respuesta alguna y la puerta permaneció cerrada.

Lo que había empezado como un pensamiento salió como un grito de rabia:

—¡Ya está bien!

Se arrodilló delante de la puerta y empezó a estudiar la cerradura de la misma, preguntándose si sus antiguas habilidades cerrajeras iban a ser suficientes para abrirla. «Esto no es tan fácil como un par de esposas baratas», pensó, pero cuando alargó la mano hacia el pomo…, este giró.

«Ha dejado abierto el despacho». Eso era una buena señal. Antoun debía de estar dentro casi con toda seguridad. Pero, en tal caso, ¿por qué no respondía? Emily tuvo el presentimiento de que algo iba mal y se incorporó, giró el pomo del todo, abrió la puerta y entró en una habitación iluminada solamente por una lamparita situada en una mesa abarrotada.

Athanasius yacía tirado en el suelo. En un primer momento pensó que simplemente estaba dormido en una posición forzada, con la espalda apoyada sobre un lateral del abarrotado escritorio. Después vio el charco de sangre formado alrededor del cuerpo y las ropas enrojecidas allí por donde se desangraba. Acto seguido, se percató de las heridas de la cara y del ángulo extraño y antinatural que tenían los dedos de sus manos. Fue descubriendo los signos de la tortura uno tras otro.

Emily sintió horror e ira al mismo tiempo. Más sangre, más muerte. La gente estaba siendo asesinada a su alrededor y ella misma había sido atacada. Ella no había buscado nada de eso. Aun así, todo aquello era obra de unos hombres que iban detrás de algo que no debían tener y perseguían unos objetivos que nunca debían lograr.

La joven contuvo el impulso de acercarse a Athanasius para verificar su estado al comprender que era una intrusa y estaba en el escenario de un asalto violento, donde, al parecer, se había cometido un crimen. Examinó el despacho, pero evitó pisar el charco de sangre. Luego, le agarró por los hombros con mucha precaución para no mancharse las mangas. El egipcio tenía la cabeza vencida hacia delante, sobre el pecho; ella la echó hacia atrás y pudo ver la camisa blanca ensangrentada, así como el orificio de entrada de una bala en el lado derecho del pecho. Había sangrado de forma copiosa por aquella herida, a juzgar por cómo estaban de empapadas las ropas y el estado del suelo. Era difícil imaginar que aquel hombrecito pudiera tener tanta sangre.

En ese instante, la doctora empezó a tomar conciencia de algo completamente inesperado. El cuerpo del bibliotecario seguía caliente al tacto. Retiró la mano del hombro del egipcio y puso un dedo sobre la arteria carótida del cuello de Antoun. Aún tenía pulso. Era débil, pero constante.

Athanasius seguía con vida.