Oxford (Inglaterra), 7.45 a.m.
El vehículo del Secretario llegó al final de Broad Street y dobló a la derecha para entrar en Cattle Street, donde estaba la biblioteca Bodleiana. La enorme estructura cuadrada era también el corazón operativo de la universidad. Albergaba una serie de salas destinadas a la lectura de estudiantes de grado y posgrado así como la famosa biblioteca Duke Humphrey, donde se conservaba un tesoro inestimable de libros antiguos, manuscritos y otros cachivaches literarios. El hall de la Divinity School, arquitectónicamente inconfundible, salía desde uno de sus laterales como un apéndice gótico.
La población estudiantil seguía en la cama, fiel a la tradicional mañana de pereza de los sábados, pero los transeúntes madrugadores atestaban las calles, de modo que la pequeña ciudad era un hervidero de gente. Los establecimientos de Broad Street ofrecían sus productos a turistas venidos de todas las partes del mundo para contemplar las agujas soñadoras de uno de los lugares de enseñanza más célebres de Occidente. Los caminantes se arremolinaban en las aceras y las furgonetas de reparto pasaban sobre las losas del pavimento y el asfalto rojizo para aprovisionar a las tiendas, que el fin de semana presumiblemente aumentarían sus ventas.
Los hombres de Ewan lo habían dispuesto todo para tener el complejo de la biblioteca Bodleiana separado y preparado para su llegada, así que el Secretario pudo darse el lujo de ver por la ventana las barreras rojas y blancas colocadas en las puertas de la entrada a fin de tener controlado el acceso al patio. Unos carteles fijados en las barreras tenían la audacia de anunciar que aquellos antiguos edificios estaban «cerrados por trabajos de emergencia». A los hombres de Ewan les había bastado una elaborada historia sobre una fuga de gas en un edificio y un problema eléctrico en otro para cerrar el complejo durante el día sin tener el menor problema.
Se deleitó con su poder. «Un poder que pronto va a crecer de forma exponencial».
Rememoró durante unos instantes los días de su infancia, cuando su padre era un agresivo Secretario que enseguida había empezado a adoctrinarle acerca del poder de la posición que iba a ostentar algún día. William Westerberg III, a quien él siempre había llamado «señor», le había sentado en una silla de madera colocada en un rincón de su oficina con órdenes estrictas de ver y oír sin decir ni una sola palabra. Y él había observado con avidez, extasiado por el poder paterno y de toda su familia, una serie de llamadas telefónicas hechas con el fin de que un grupo de agentes del FBI liberasen a un hombre que él no deseaba que permaneciera retenido. Uno de los Amigos había sido arrestado en medio de una operación y esa situación disgustaba a su progenitor. El FBI se plegó a sus deseos muy poco después de que su padre farfullase un puñado de palabras mientras apuraba un vaso de whisky carísimo. Ewan había permanecido en la habitación con su padre hasta que el Amigo fue liberado y se personó para presentar su informe. El hombre recibió una buena reprimenda y después le envió a eliminar a todos y cada uno de los agentes que le habían detenido a fin de que no pudiera haber fugas y ninguno pudiera informar de su participación en aquel caso.
Ewan había aprendido la naturaleza del poder en aquel encuentro, y no lo había olvidado jamás. Era su derecho de nacimiento y también su proyecto de vida: conseguir más poder con cada acción emprendida. Y recordaba aquella experiencia de la infancia cada vez que lo lograba. Su padre se enorgullecería de él, lo sabía.
Salió en cuanto se detuvo el coche y se dirigió hacia la entrada expedita del complejo de la antigua biblioteca, una gran puerta con los escudos de armas de los colleges oxonienses más antiguos grabados en la madera que rompía la monotonía de la fachada, toda de lisa piedra gris, de la pared este. Era una de las partes más fotografiadas del edificio, pero aquel día no le interesaba nada al Secretario. Traspasó el umbral sin mirar siquiera de refilón.
Al otro lado, él y sus hombres entraron en el patio central de la Bodleiana, un espacio adoquinado a cielo abierto, rodeado por las paredes de la propia biblioteca. Delante de ellos estaba la entrada al edificio, una puerta de cristal que daba acceso a la sabiduría de la universidad.
Ewan avanzó flanqueado por sus hombres y pasó junto a la estatua de Thomas Bodley, el fundador de la biblioteca, al cruzar el pequeño espacio del patio. Una vez en el interior, se detuvo y miró enfrente: al otro lado del pequeño vestíbulo había unas enormes puertas de madera. A la izquierda se hallaba la entrada para que los usuarios tuvieran acceso a los salones de lectura de las alas y a la derecha, una tienda de regalos donde vendían a precios astronómicos objetos con el marchamo de la biblioteca.
Enfrente se alzaban dos colosales puertas de madera. Eran la entrada a la Divinity School.
—Abridlas —ordenó a sus hombres.
Un hombre de traje gris movió con esfuerzo las pesadas hojas. Ewan y su equipo las habían cruzado antes incluso de que se hubieran abierto del todo.