Alejandría (Egipto), 11.46 p.m.
Los dos Amigos se movían prácticamente al unísono por los oscuros corredores. Aunque ninguno de los dos contaba con experiencia militar, actuaban y se movían como si la tuvieran, aunque lo hacían con una emoción que no compartiría ningún verdadero soldado. Las acciones de esos hombres eran siempre algo personal. Servían al Consejo, el único núcleo de auténtico poder del mundo entero. Durante siglos este había perseguido como objetivo tener influencia y control, no solo quería localizar la biblioteca perdida y sus vastos recursos, sino que perseguía una posición de dominio que les permitiera usar el poder como lo hacían los auténticos hombres. Para gobernar. Para conquistar.
Aquella noche propiciaban ese objetivo de un modo que conocían a la perfección y al que consagraban toda su pericia. Serían muchos quienes considerarían su trabajo sombrío y mórbido, pero para ellos era algo sagrado y noble.
La Bibliotheca Alexandrina estaba cerrada y a oscuras, a excepción hecha de las luces de seguridad. Aun así, ambos hombres conocían a la perfección su destino y habían descendido a los pasillos de los niveles inferiores a toda velocidad. Athanasius Antoun se había quedado a trabajar aquella noche y eso significaba que estaba allí encerrado; eso haría más fácil su tarea.
Se detuvieron al llegar al despacho de Antoun. El primero de ellos alargó la mano y giró el pomo. El pobre tonto ni siquiera había cerrado la puerta.
El segundo Amigo sacó la Glock de la funda y quitó el seguro. Un instante después su compañero abrió la puerta de golpe y los dos irrumpieron en el pequeño despacho con sed de sangre en los ojos.