10.25 p.m.
A los veinte minutos empezó a sonar el teléfono de Michael en su apartamento de Chicago. Emily había comprado un teléfono prepago barato a un vendedor callejero para reponer la pérdida de su móvil y se sabía de memoria el número que necesitaba. En cuanto pudo, introdujo la larga serie de dígitos, pulsó el botón y se llevó el aparatito al oído. Apenas sonaron dos llamadas antes de que Michael Torrance descolgara el auricular al otro lado del mundo.
—¡Soy yo! —exclamó en cuanto hubo línea.
—¡Em!
La exuberancia de la respuesta fue un bálsamo para sus heridas. Seguía viva, se había comunicado con él y tenía fuerzas para avisarle.
—Michael, debes abandonar el apartamento ahora mismo. —Emily se saltó el preliminar habitual de los saludos. No tenía tiempo que perder con los detalles.
—¿A qué te refieres, Em? ¿Estás bien?
—Mike, por favor, confía en mí. Vete de Chicago ahora mismo. Corres peligro. ¿Recuerdas a los hombres que te interrogaron?
Michael estaba paralizado por la repentina urgencia de su prometida, pero el pulso se le aceleró al oír esa pregunta.
—Ya lo creo que sí.
—Van a volver, Michael, y esta vez no tienen intención de hacer preguntas. Debes irte… a un lugar seguro.
—Pero, Em, a ver, ¿por qué tendrían que venir a por mí? —Michael se había quedado inmóvil en medio de su apartamento, teléfono en mano, desesperado por conocer la razón de la advertencia de su prometida.
—Porque éstas relacionado conmigo y saben que yo puedo exponerles al mundo… Eres un riesgo.
Michael intentó encontrarle algún sentido a las palabras de Emily.
—¿Guarda esto alguna relación con la caída del presidente? —Los medios de comunicación de todo el país habían empezado a predecir el fin de la Administración Tratham. «Impeachment inminente» era la frase del día. Recordó el escalofriante interés de sus interrogadores por la filiación política de Emily.
—Está relacionado con eso y también con la biblioteca. Además, con la Sociedad y el Consejo. Todos están conectados. —Y acto seguido pasó a hacerle un informe relámpago sobre los hechos acaecidos en las últimas horas.
Él intento tomarse las nuevas con compostura, le preguntaba continuamente si estaba bien «de verdad», pero por lo demás no la interrumpió mientras contaba su historia.
—¡Y ahora, vete! —le imploró a voz en grito mientras pensaba: «Entiéndelo, por favor».
—¿Ir…? ¿Adónde voy a ir? —Michael ya había aceptado la petición de Emily, y empezaba a buscar posibilidades a toda velocidad—. Bueno, tal vez podría…
—No, no lo digas, no lo digas en voz alta. Casi seguro que tienen intervenida tu línea. ¿Recuerdas adónde fuimos el primer fin de semana después de que te trasladaras a Illinois? —Ese fin de semana se habían ido de acampada al parque estatal Starved Rock. Había sido una escapada muy romántica y ella sabía que Michael se acordaba muy bien.
—Por supuesto.
—Pues ve ahí y aguarda noticias mías. —Emily intentó adelantarse a todo el potencial que podría poner en juego la maquinaria del Consejo—. Usa el coche de algún colega del trabajo, pero no conduzcas el tuyo, seguro que tienen controlada la matrícula. Deja el móvil en casa. No lo lleves contigo, ni siquiera apagado. Enviaré a alguien a por ti cuando sea seguro. Tampoco uses las tarjetas de crédito. Tú solo vete y espérame.
Él vaciló solo durante unos instantes.
—De acuerdo, iré. Pero ¿y tú? ¿Adónde irás tú? ¿Volverás a Oxford?
Emily hizo una pausa y cuando habló, lo hizo con determinación, pero manteniendo su respuesta en una deliberada ambigüedad.
—Necesito ver otra vez a un nuevo amigo.
A los dos minutos de haber concluido su conversación con Michael, de quien se había despedido con el «Te quiero» más firme que había pronunciado jamás, Emily llegó a la atestada calle Tersane, una de las pocas vías de salida de aquel distrito de Estambul, y alzó un brazo para llamar a un taxi.
«Athanasius no me lo ha contado todo —iba cavilando—. Compartió conmigo lo viejo, el pasado, pero hay algo nuevo, algo que necesito saber».
No había esperado que la historia del egipcio sobre la biblioteca, la Sociedad y todo lo demás fuera completa, pero ahora que obraba en su poder la última pieza del puzle, necesitaba aclarar algunos puntos de ese relato con la única persona capaz de contestar a sus preguntas.
Paró al primer taxi que se acercó, abrió la puerta y se dejó caer sobre el destartalado asiento trasero del vehículo.
—Al aeropuerto. —Cerró los ojos de nuevo a fin de contener el palpitante dolor de cabeza. Luego, le hizo una oferta al taxista—: Le daré toda la moneda turca de mi bolso si me lleva deprisa.
Hora y media después estaba a bordo del vuelo directo de las 12.30, que iba de Estambul a Alejandría. Llegaría a Egipto a las 2.30 de la madrugada. Mientras volaba, cayó en la cuenta de que Michael no era la única persona amenazada por su atacante en la perorata final. También habían prometido acabar con Athanasius. Solo podía confiar en que no fuera demasiado tarde para avisarle.