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Ciudad de Nueva York, 45 minutos después,

3.30, hora local (10.30 p.m. en Estambul)

Ewan Westerberg se sentó en el coche lleno de ansiedad. Ordenó al chófer que pisara el acelerador, pero por muy rápido que este condujera, no sería lo bastante para calmar el nerviosismo que le embargaba. El tiempo parecía deslizarse con una lentitud insoportable para el Secretario del Consejo.

Se habían llevado a cabo todos los preparativos necesarios en los cuarenta y cinco minutos transcurridos desde que los Amigos le informaron desde Estambul y le enviaron una imagen absolutamente diáfana de la fotografía hecha por Wess, y aquello confirmaba la propia información del Consejo.

Cada uno de los asesores del Secretario había llegado a la misma conclusión que él: la información señalaba a un antiguo edificio ceremonial en Oxford (Inglaterra). Habían reunido todos los detalles sobre la historia, la arquitectura, los planos y los datos relevantes sobre la Divinity School. Se los tenían preparados en el avión. Sus hombres iban a revisar cada dato, cada detalle, para preparar su llegada.

Una llegada en la que también trabajaba un equipo de Londres, y había otro en Oxford para ultimar cuantos detalles fueran necesarios. Su organización funcionaba con eficiencia y sigilo. Habían sido entrenados con esmero y lo que les aguardaba era la culminación de unos objetivos por los que el Consejo había luchado desde su fundación, varios siglos atrás.

Toda la historia apuntaba en esa dirección.

Jason y su compañero ya estaban de camino a Heathrow mientras llenaban los depósitos y preparaban el jet de Ewan para un vuelo no previsto. No le importaba saltarse la planificación de salidas y llegadas de la Federal Aviation Administration (FAA). Tenía suficiente poder e influencia como para poder manipular las reglas de cualquier agencia gubernamental y ya se habían abierto camino en Aviación Civil. Además, ser el principal asesor financiero del vicepresidente llevaba aparejadas ventajas por derecho propio. Su vuelo saldría enseguida y él estaba preparado.

Los dos mayores logros en la historia del Consejo iban a conseguirse con una diferencia de apenas unas horas. El sábado por la mañana se apoderaría de la biblioteca y el domingo conseguiría la presidencia de Estados Unidos. No iba a sentarse en la famosa silla Gunlocke, detrás de la mesa donde se tomaban las decisiones, por descontado, pero ese nunca había sido el plan. Lo importante era que la ocupara un miembro del Consejo, y él sería más fuerte al no convertirse en el centro de atención de todo el mundo. Iba a tener a su disposición el conocimiento y el saber de la Antigüedad y del mundo moderno, iba a estar al corriente de todos los datos que obtuviera cualquier agencia presente o futura, y también iba a ser suyo el control del mayor poder ejecutivo en la historia de la humanidad. Todo, absolutamente todo, iba a estar bajo su control.