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7.45 p.m.

Las señales indicadoras condujeron a Emily hasta el dormitorio de Atatürk, localizado en lo que con anterioridad había sido el espacio destinado al harén. No tuvo que andar mucho, pero miraba continuamente hacia atrás. Ignoraba si la seguían o no, y esa incertidumbre imprimía una cierta viveza a sus pasos.

El cuarto estaba decorado de forma ceremonial, pero la doctora no tardó en percatarse de que se trataba de la estancia más lujosa del palacio, aun cuando no podía hablarse de excesos ni de despilfarro, ni tampoco podía decirse que hubiera una exhibición de riqueza tan flagrante como la de la mayoría de las habitaciones por las que acababa de pasar.

El centro de atención de la estancia era el lecho de Atatürk, un lecho descomunal —con un pie de cama de madera— cubierto por una bandera turca de un rojo intensísimo en recuerdo al lugar donde había expirado el primer líder. La habitación misma estaba decorada con paneles de madera y alfombras orientales de intrincado detalle ornamental. Una serie de ofrendas florales y sillas llenaban el pequeño espacio.

Caminó alrededor de los cordones suspendidos en torno a la cama, puestos allí a fin de mantener a los turistas a una distancia respetuosa. El área a inspeccionar en busca de la pista de Arno se había visto reducida a algo mucho más manejable. «Está en algún lugar entre estas cuatro paredes».

El lecho en sí ofrecía pocos sitios donde ocultar un símbolo grabado, pues solo había sábanas y cobertores. Echó un vistazo rápido, pero la asaltó la sensación de que iba a tener más suerte en otro lugar. Hizo un esfuerzo ímprobo para controlar los nervios y la adrenalina, y luego empezó a peinar la estancia con la mirada con el fin de acotar los posibles escondrijos de un símbolo oculto. Examinó las mesillas situadas a ambos lados de la cama. Nada. Y lo mismo ocurrió con la mesita de madera con incrustaciones de la izquierda, donde las manecillas de un pequeño reloj cuadrado se habían detenido para siempre en las 9.05. Repasó cada centímetro de los paneles de madera que cubrían las paredes, la mejor opción para el tipo de mensajes que había encontrado en Inglaterra y Egipto, pero se llevó otra decepción.

Se dirigió a la otomana situada en un rincón iluminado por una ventana y tomó asiento para reflexionar. «¿Dónde no estoy mirando?».

Entonces vio por el rabillo del ojo algo que atrajo su atención. La estructura de madera del sofá podía verse detrás de un cojín lleno de bordaduras. Algo interrumpía el discurrir normal de la veta de madera justo donde desaparecía detrás de la tela.

Emily se envaró, alargó la mano y retiró el cojín. La última pista de Arno se hallaba debajo, grabada sin mucha fuerza en el brazo de madera de la otomana. Allí se hallaba el símbolo de la biblioteca, como en las otras ocasiones a lo largo de aquella aventura, y debajo había una solitaria línea de texto, familiar únicamente por su tono críptico:

Un círculo completo: celestial techo de Oxford y hogar de la biblioteca.

Debajo del texto, y para sorpresa de Emily, había grabado un segundo símbolo.