Dolmabahçe, 7.27 p.m.
Al cabo de unos momentos, Emily se encontró sola en los vastos y oscuros corredores del palacio de Dolmabahçe, el mayor de toda Turquía. Se enfrentaba a una tarea aún más desalentadora que en la Bibliotheca Alexandrina. Arno Holmstrand le había dejado una pista en algún lugar de los 45.000 metros cuadrados de palacio.
Su avance discurrió en un entrar y salir de habitaciones y pasillos del cuerpo principal del palacio. Su pulso acelerado no se debía solo al hecho de que la seguían unos hombres, sino a la sorpresa que le inspiraban aquellas imágenes sobrecogedoras. El lugar refulgía y brillaba incluso en las últimas horas del día. Catorce toneladas de pan de oro centelleaban bajo la tenue luz.
Se dirigió hacia la célebre escalinata de cristal y se detuvo cuando llegó al pie de la misma. Era imposible registrar todos los rincones de un lugar de aquellas características y tampoco Holmstrand lo hubiera esperado de ella. El viejo profesor no podía saber que ella conseguiría acceder de aquel modo. Tenía que haber dejado la pista en algún lugar donde ella pudiera encontrarla, presumiblemente cerca de la ruta de las visitas guiadas. En un punto accesible.
Las señales y los cordones rojos indicaban la ruta de las visitas a través del complejo palaciego. Emily siguió esas indicaciones mientras escudriñaba cada indicación por si tuviera el pequeño símbolo que había identificado las pistas de Arno en los demás sitios.
«Debió de ocultar la pista en algún sitio que él supiera que iba a llamarme la atención. Algo que restrinja las posibilidades», pensó en su fuero interno.
«¿Dónde esconderías una pista en la casa de un rey?». ¿En el vestíbulo real? Eso no era posible. Estaba lleno de gente durante el día, y eso impedía detenerse a escudriñar en busca de una pista. ¿En el salón Sufera o sala de los embajadores? Emily deseó que no fuera esa la localización, ya que, a juzgar por las señales que había visto en los planos, ese era el salón donde se estaba desarrollando la conferencia, e iba a ser imposible registrarlo aquella noche si Arno la había escondido ahí.
«¿Y en qué otro sitio podía haberlo hecho?». Emily se forzó a repasar cada palabra del mensaje recibido en Alejandría. «Entre dos continentes: la casa del rey, tocando el agua». Lo de los dos continentes estaba claro, la casa era real y tocaba el agua, entonces, ¿qué estaba pasando por alto?
El rey. Esa era la única parte del mensaje que aún le resultaba extraña. El palacio de Dolmabahçe había sido la residencia de los sultanes durante décadas, pero los líderes otomanos jamás habían usado el título de rey. Ni tampoco los gobernantes bizantinos que les precedieron en el dominio de la ciudad, pues se les conoció casi exclusivamente como emperadores. Sí, los términos eran más o menos equivalentes, pero Arno Holmstrand había demostrado su exactitud lingüística en múltiples ocasiones. El uso de dicha palabra en su mensaje respondía a algo preciso. Era intencionado.
«¿Quién gobernó aquí, sino el sultán?», se preguntó, y mientras lo hacía, dobló una esquina… Y la respuesta apareció delante de ella.
«Atatürk». El fundador de la República de Turquía y del Estado moderno había asentado su residencia en Dolmabahçe incluso mientras firmaba un edicto por el cual suprimía la monarquía hereditaria como forma de gobierno. Atatürk había hecho caer a los sultanes, pero siguió liderando la república desde la gloria de los antiguos palacios de aquellos. Atatürk había enfermado y muerto allí, entre los muros de aquel edificio, y de forma más concreta en la cámara conocida como «dormitorio de Atatürk», hacia la cual la guiaba ahora una señal situada en el centro del pasillo.
Aquel hombre había adquirido una preeminencia en la memoria nacional turca muy superior a la de cualquier rey o líder anterior a él. Se había convertido en el símbolo de la autoridad nacional, en el «gran líder», símbolo del orgullo patriótico turco. Había muerto a las 9.05 a.m. del 10 de noviembre de 1938, una fecha y una hora perfectamente conocidas por cualquier estudiante de la historia moderna de Europa occidental. Habían detenido todos los relojes del palacio en el momento de su muerte, señalando el inicio de un duelo que duró varias décadas. Este había cesado recientemente y ahora todos los relojes de Dolmabahçe habían vuelto a marcar la hora actual, todos menos uno: el pequeño reloj situado en la mesilla de noche contigua a la cama donde había muerto Atatürk.
Emily sabía exactamente adónde debía ir.