6.45 p.m.
Emily abandonó los jardines del palacio de Topkapi y se dirigió colina abajo en dirección a la orilla norte de la península central de Estambul. No conseguía quitarse de encima la sensación de que la observaban y la vigilaban, pero, aun así, la necesidad de subirse al último ferri la dejaba con pocas opciones y debía caminar por calles abiertas. Según la hoja de horarios, a las siete de la tarde zarpaba el último barco del puerto de Eminönü con destino al de Besiktas, el más próximo al palacio de Dolmabahçe. Estaba indicado como un trayecto breve de tan solo quince minutos de duración. Si nadie le cortaba el paso ni la interceptaba, conseguiría llegar a tiempo y eso significaba que entraría cuando llevaran unos veinte minutos de conferencia, que es lo que suelen durar las presentaciones y menciones de cortesía antes de que empiece el ponente. Emily sabía lo importante que era una introducción para la mayoría de los académicos. Albergaba la esperanza de que aquella tarde no fueran demasiado estrictos con el protocolo y dejaran entrar público aun cuando apareciese con retraso.
«En cuanto cruce la puerta me pongo a buscar un modo de desaparecer en los jardines de ese palacio», pensó.
Sin embargo, el camino discurría por una elevación que ocupaba el centro de la ciudad y era más largo de lo que parecía. Emily apretó el paso cuando vio las manecillas del reloj cada vez más cerca de las siete. No podía permitirse el lujo de perder ese barco.
Al doblar una esquina se encontró de frente con una vía que discurría en paralelo a la costa norte. Al otro lado, una lengua de tierra se adentraba en el mar. Era Eminönü, un amasijo de dársenas, barcos y quioscos abarrotados de gente. Cruzó la atestada vía a toda velocidad, llegó al puerto y se dirigió hacia los pequeños barcos de dos pisos alineados junto a las pasarelas de madera.
—¿Besiktas? ¿Dolmabahçe? —preguntó a un hombre con aspecto de funcionario, pero a la manera de los estibadores, eso sí: camisa grasienta, sombrero gastado y un puñado de liras y de tiques.
—Se paga a bordo —refunfuñó el hombre panzudo con una colilla a medio fumar entre los labios; indicó con un ademán el ferri situado al final del muelle y siguió contando los billetes.
Emily salvó la distancia a toda prisa hacia la nave, cuyos motores ya estaban aumentando la cadencia, preparándose para zarpar. Subió a bordo de un salto, entregó doce liras turcas para pagar el pasaje y subió unos escalones hasta quedarse en una cubierta superior. La apabullante línea del horizonte de la península no empezó a alejarse hasta que hubieron subido a bordo todos los viajeros llegados en el último minuto. Solo entonces se permitió el lujo de tomar aliento. Subir a bordo de un ferri a punto de partir era una buena forma de dejar atrás a cualquier posible perseguidor. Se dirigió hacia la barandilla blanca de metal y contempló la escena que se ofrecía ante sus ojos.
A popa el ferri dejaba atrás la apabullante colina que ella acababa de descender, coronada por las grandes cúpulas de Santa Sofía y Sultanahmed Camii, la mezquita azul, al lado de las cuales podían verse los muros y balaustradas del palacio de Topkapi. Los minaretes de un sinnúmero de mezquitas conformaban el contorno del horizonte. Emily no pudo evitar la idea de que la escena parecía sacada de cualquier volumen medieval.
Se dio la vuelta y se volvió hacia proa. A la izquierda, Europa; a la derecha, Asia. El Bósforo servía como estrecho pasaje entre las dos grandes masas de tierra. El comercio había florecido allí desde hacía milenios. Incluso los edificios de ambas orillas estaban sazonados por claras huellas de modernidad: las antenas de radio y las parabólicas. Y aunque los coches hacían sonar los cláxones en las calles cercanas, ella pensó que en torno a Estambul flotaba algo atemporal. La ciudad estaba a medio camino entre dos continentes y había sido la capital de dos imperios, y ahora lo era de la República de Turquía. Incluso, aunque la capital política fuera Ankara, el corazón de Turquía siempre iba a ser Estambul.
A su izquierda empezaba a insinuarse el palacio de Dolmabahçe. No podía ser más diferente al de Topkapi. Emily abrió el folleto que le había dado el guía e intentó obtener la información básica que pudiera ayudarle para la búsqueda que la esperaba.
Dolmabahçe había sustituido a Topkapi como residencia imperial en 1856, cuando el sultán Abd-ul-Mejid I quiso tener una residencia más parecida a la de sus homólogos europeos. Sus deseos se hicieron realidad en un complejo donde se daban cita todos los estilos arquitectónicos de la historia de Europa: barroco, neoclásico, rococó…, cualquier cosa menos el estilo otomano tradicional. Su identidad como palacio de sultanes vino dada por la decoración, no por su estilo arquitectónico.
Emily observó el palacio conforme iba siendo más visible. Había alcanzado el deseado aspecto europeo de modo un tanto extraño. Daba la impresión de ser una extraña mezcolanza de Versalles, el palacio de Buckingham y un majestuoso palacete italiano. Si Michael viera aquello, lo consideraría una pesadilla arquitectónica, pensó, pues aquel batiburrillo aberrante de estilos le impedía tener un estilo propio. Pero el resultado apabullaba y el término «impresionante» le sentaba bien.
El espacio interior se hallaba dividido según la costumbre otomana, continuaba explicando el folleto, y había un área pública y el harén o espacio reservado a la vida familiar. Como Emily había visto en Topkapi. Pero todo el interior estaba hecho para abrumar al visitante, y buen ejemplo de ello eran la araña de cristal situada en la estancia central y la escalinata de cristal con forma de doble herradura; el nombre de la misma se debe a sus balaustres, hechos con cristal de Baccarat. La araña de cristal de Bohemia, un regalo de la reina Victoria, fue la mayor del mundo, y aún lo sigue siendo. Cuenta con setecientas cincuenta lámparas y pesa cuatro toneladas y media. Todos y cada uno de los objetos del palacio eran de oro y estaban enjoyados, repujados o blasonados. Eso les daba un valor incalculable y confería al conjunto un aura sobrecogedora. Emily no se sorprendió al leer que la única forma de acceder a dicho palacio era en el seno de una visita guiada. Era imposible deambular a su antojo, como había hecho en Topkapi.
Este palacio era también un museo asignado a la Dirección de Palacios Nacionales, pero conservaba una función política incluso en el actual régimen turco. Su importancia en la historia del país tenía mucho que ver con el hecho de que había sido la residencia de Mustafá Kemal Atatürk, el fundador y primer presidente de la Turquía moderna, en sus últimos años de vida. Los ciudadanos turcos y el propio Estado idolatraban a Atatürk en un grado que iba mucho más lejos de lo que los norteamericanos sienten por George Washington y los Padres Fundadores. El lecho de muerte de Atatürk y su habitación forman parte del museo. Se había convertido en una suerte de santuario y figuraba entre lo más visitado durante las visitas guiadas.
Sin embargo, a juicio de Emily, lo más significativo era la localización. Abd-ul-Mejid había elegido para levantar el nuevo palacio de Dolmabahçe una bahía en el Bósforo, rellenada poco a poco por los jardineros otomanos durante el siglo anterior hasta que acabaron transformándola en un área ajardinada para el retiro de los sultanes. De ahí su nombre, «jardín relleno», pues dolma significa «lleno» en turco y bahçe, «jardín». Hoy en día, el palacio se asentaba en esta tierra arrebatada al mar, las aguas lo tocaban en el sentido literal del término, pues estaban prácticamente junto a los cimientos.
Emily levantó la vista y miró hacia delante. No albergaba duda alguna de que ahora se dirigía al lugar correcto.
El barco aminoró la velocidad cuando se acercó a puerto. Entonces, la doctora se puso a pasear por la escalerilla de acceso a la cubierta inferior, desde donde desembarcaría. Al darse la vuelta, sus ojos fueron a posarse sobre dos sujetos instalados en ese nivel inferior.
Dos hombres vestidos con elegancia. Uno de ellos sostenía en la mano una chaqueta, pero estaba claro que ambos vestían de traje.
Un traje gris.
Llevaban el pelo muy corto y se parecían mucho el uno al otro. «Como clones», resonó la voz de Michael en su mente.
Emily se quedó helada. No había sido ninguna paranoia en el aeropuerto y su posterior nerviosismo no había estado fuera de lugar. La seguían. Esos hombres no eran los mismos que habían entrevistado a Michael en Chicago, no habían tenido tiempo material para llegar hasta allí, pero debían de guardar algún tipo de relación con ellos.
El Consejo iba tras sus pasos. La seguía. Una parte de su mente dio una orden: «No les dejes que te sigan».
Emily retrocedió a fin de no continuar expuesta a sus miradas. El corazón se le había puesto a cien. ¿Sabían que los había visto? Quizá podría evitar una confrontación con ellos si creían que no estaba al tanto de su presencia.
Emily era incapaz de oír el rugido de los motores del ferri ni la charla de los pasajeros que lo atestaban. Únicamente podía oír el martilleo de su pulso en los oídos.
«Baja los escalones, sal del barco y ve al palacio. Baja los escalones, sal del barco y ve al palacio», repetía. Se obligó a repetirse los pasos que debía dar a fin de estar concentrada, ya que no podía calmarse.
Tragó saliva, respiró hondo y descendió la escalerilla de metal. Mantuvo la vista al frente y los ojos levemente entornados. Después, avanzó hacia la rampa del barco y bajó a tierra.
«No les dejes que te sigan —se repetía mentalmente mientras avanzaba—. Si me quieren seguir, que lo hagan, pero no van a sacar nada».