6.30 p.m.
Emily dio media vuelta y caminó de regreso hacia la entrada principal. Con cada paso que daba, estaba más segura de que el palacio de Topkapi no era «la casa del rey» indicada por la pista de Holmstrand. Era la variante local del mismo truco usado en Oxford. La solución evidente, ideada para confundir a posibles perseguidores que encontraran esa pista, era la iglesia de Santa María, y la real estaba oculta bajo dos engaños. La pista no se refería al primer palacio imperial, el de los emperadores, pues eso habría estado asociado con Constantinopla, sino a la Estambul de los sultanes. Pero había un segundo engaño.
«La casa del rey, tocando el agua». Debía referirse a un lugar concreto. Tenía que haber otro palacio. Emily comprendía la necesidad que tenía Arno de ocultar las pistas, pero eso la obligaba a resolverlas.
Cuando estuvo cerca de la cabina de venta de tiques, vio a un joven sentado al otro lado del cristal. Esperaba atento la aparición de turistas. Tuvo la impresión de que era la clase de empleado ávido de agradar a los visitantes, lo cual iba a ser de la máxima utilidad en el diálogo absurdo que estaba a punto de entablar.
—Disculpe, tengo una pregunta —barbotó antes incluso de haber llegado a la ventanilla.
—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarle?
El joven se irguió en el asiento y esbozó una sonrisa de lo más profesional. Emily no se había equivocado al juzgarlo.
—Este no es el palacio que quiero.
El hombre se quedó perplejo a pesar de sus mejores intenciones. El inglés no era su primera lengua, y la afirmación descolocaba un tanto aunque lo hubiera sido.
—¿Perdone?
—Disculpe. Lo que quería decir es que pretendía visitar otro palacio real. Este… —vaciló— no encaja con la descripción que me han dado. Perdone a esta estúpida turista. —Emily intentó corresponder a la sonrisa amigable del empleado. Iba a ser más rápido y conveniente alegar una confusión inocente que algo más importante—. ¿Tuvieron los sultanes más residencias en Estambul?
—Hubo dos —explicó el empleado del museo, todavía titubeante—, el palacio de Yildiz y el de Dolmabahçe, pero el más famoso es el segundo. —El empleado sacó pecho, claramente orgulloso de aquellos monumentos.
—¿Y dónde están? ¿Hay alguno cerca del mar?
—El de Yildiz se halla en la ciudad, pero el de Dolmabahçe está a orillas del mar. —A Emily le parecieron palabras mágicas.
—Es también muy destacable —continuó el guía, dignándose a tomarlo en consideración, pero situándolo siempre después de Topkapi—. Allí vivió Atatürk. Es muy importante en la historia de nuestra nación.
—¿Cómo puedo llegar?
—Tanto en autobús como en coche, pero el ferri es lo más rápido. Suba a bordo aquí abajo, en Eminönü —aconsejó, y le entregó un folleto y una hojita con los horarios del ferri que recogió de un stand contiguo.
—Gracias, eso es fabuloso.
—Pero va a tener que esperar hasta mañana. Nosotros abrimos hasta las siete, pero allí cierran a las cinco, así que hoy el palacio de Dolmabahçe ya estará cerrado.
La velocidad con que Emily pasó del entusiasmo a la decepción fue sorprendente. Al día siguiente por la mañana parecía algo muy lejano. Tenía intención de cumplir lo que le había dicho a Michael: solo estaba dispuesta a pasar otro día más lejos de él.
El hombre pareció percatarse de su desencanto.
—Bueno, eso es así… a menos que le interesen las relaciones franco-turcas.
Emily levantó los ojos.
—¿Disculpe…?
—Esta noche hay una conferencia en el Dolmabahçe sobre las relaciones entre Francia y Turquía en el siglo XX. El ponente es el político francés Jean-Marc Letrouc. —Le pasó un folleto—. Empieza a las siete. Si coge el último ferri, tal vez consiga llegar.
Emily miró al hombre con una inmensa gratitud. Le habría dado un abrazo de no haber de por medio una mampara de plexiglás.
No albergaba interés alguno en las vicisitudes y avatares de las relaciones franco-turcas, pero aquella noche estaba dispuesta a hacer una excepción. Le valía cualquier cosa capaz de conducirla al palacio correcto.
Tomó un folleto publicitario y entre sus pliegues le pasó al trabajador una generosa propina en moneda turca antes de dirigirse hacia el mar.