Washington DC, 10.30 a.m. EST
(5.30 p.m. en Estambul)
El general Brad Huskins miró al vicepresidente, sentado al otro lado de la limusina. Dadas las circunstancias, el hombre parecía sereno, tranquilo y confiado. Todas las circunstancias deseables en el líder político de una nación.
—El arresto del presidente está previsto para mañana por la mañana a las 10 a.m. —expuso el secretario de Defensa. Ashton Davis había pasado los cinco primeros minutos del viaje hojeando los procedimientos que les esperaban… al frente de la nación—. Quedará en manos del ejército, ya que el arresto se realizará bajo las regulaciones de la ley militar.
—Yo mismo le arrestaré —apuntó Huskins.
El vicepresidente asintió y se volvió hacia el general.
—Confío en que no se produzca ninguna protesta o injerencia por parte de sus agentes en la Casa Blanca. Puede asegurarlo, ¿verdad?
—No la habrá, señor —respondió el director del Servicio Secreto—. Estamos preparando todos los detalles para los equipos del presidente y el vicepresidente, y todo nuestro personal en Washington recibirá nuevas órdenes a los pocos segundos de que empiece la operación.
—No quiero que ningún agente estropee un arresto controlado y fácil por intentar interponerse delante del presidente —comentó Huskins.
—Eso no va a ocurrir —insistió Whitley—. El cometido de mis hombres es proteger al presidente de Estados Unidos, al legítimo presidente. No van a resistirse a la destitución legal de un traidor.
Tanto el general como el secretario de Defensa asintieron indicando que estaban de acuerdo. Davis miró por el cristal tintado de la ventana y vio refulgir el mármol del Capitolio a la luz del sol. Detrás, más pequeño y, sin embargo, ese día, más poderoso, se hallaba el complejo que albergaba al Tribunal Supremo de Estados Unidos.
—Llegaremos al despacho de la presidenta del Tribunal Supremo, Angela Robbins, en cuestión de unos instantes —dijo, atrayendo la atención de los otros ocupantes del coche—. Nos aclarará los detalles del traspaso del poder ejecutivo y tutelará el proceso. Será ella quien diga si usted asume o no de inmediato el puesto de presidente o simplemente se hace cargo del poder ejecutivo hasta que Tratham sea condenado por traición y, por tanto, no pueda ejercer el puesto, pero sea como sea, en cualquier caso, el resultado va a ser el mismo.
—Usted va a llevar la voz cantante —soltó con seriedad extrema el general Huskins.
Durante unos instantes reinó el silencio, solo roto cuando el vehículo se aproximó a la entrada posterior del edificio del Tribunal Supremo.
—Esta va a ser la mayor prueba a la que se ha enfrentado nuestro país desde su fundación —declaró Brad Whitley.
—Gracias a Dios, contamos con hombres sensatos de mente despejada como usted para llevar esto a cabo.