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Washington DC, 5.15 a.m. EST

(12.15 p.m. en Alejandría)

Brad Whitley, director del Servicio Secreto, permaneció de pie en el despacho del vicepresidente, cerrado a cal y canto y con las cortinas bajadas. Había dado instrucciones a sus hombres de desconectar los micrófonos y deseaba asegurarse de que nadie iba a interrumpir la reunión. Era una de esas conversaciones en las que convenía estar concentrado, sin oyentes ni distracciones.

—Todo esto resulta muy difícil de creer, director Whitley —aseguró el vicepresidente Hines—. ¿De verdad va a suceder dentro de dos días?

—Sí, señor vicepresidente. El secretario de Defensa y todos los altos mandos militares están de acuerdo en que se trata de un asunto de seguridad nacional que debe ser controlado cuanto antes. El presidente va a ser despojado de su cargo y quedará bajo arresto militar a pesar de las protestas de inocencia que lleva haciendo a la prensa desde que estalló todo esto. El enemigo está en suelo patrio por culpa suya. No habría terroristas ni criminales asesinando a nuestras figuras políticas en la capital de no ser por sus chanchullos ilegales.

—¿Están ustedes seguros de la conexión?

—Sí, señor. Las pruebas son irrefutables. El estamento militar ha podido rastrear la munición empleada en los asesinatos y relacionarla con ciertos enclaves de Afganistán, y en cuanto a los materiales filtrados sobre los negocios del presidente Tratham con Arabia Saudí, no dejan lugar a dudas. Seguramente, ya los ha visto.

—Por descontado —le confirmó Hines. Su equipo los había examinado conforme iban apareciendo desde que surgió todo aquello. Miró con perplejidad al director de los servicios secretos e inquirió—: ¿Cuál es el procedimiento en un caso semejante? ¿Existen disposiciones o antecedentes para el arresto militar de un presidente?

—No los hay, pero los generales están convencidos de que la ley militar y las disposiciones de la Ley Patriótica son más que adecuadas y suficientes para amparar el arresto, detención y acusación de cualquier individuo, y eso incluye al presidente en ejercicio. Sus privilegios ejecutivos cesan de inmediato en cuanto sea arrestado por estas acusaciones.

—¿Y luego?

—Luego entra en juego el mecanismo constitucional de designación de su sucesor.

Hines valoró la gravedad de una frase tan inocua. La cadena de sucesión transfería el control del ejecutivo al vicepresidente en caso de incapacidad o inhabilitación del presidente para llevar a cabo los deberes inherentes a su puesto, y si esa incapacidad se prolongara en el tiempo, se transferiría también la presidencia.

—Debería usted saber, señor vicepresidente, que el secretario de Defensa y su equipo le han estado investigando a conciencia. La traición y la alevosía flotan en el ambiente, y él, bueno, nosotros estamos decididos a no dejar que infecte a nuestro sistema de gobierno por más que el causante sea el presidente. Ha de saber que se han examinado todas las dimensiones de su vida política.

Hines se envaró un poco al oír esas palabras.

—Me alegra saberlo —contestó con el tono de un político serio y responsable—. No tengo nada que ocultar.

—Sí, señor, nuestras investigaciones han confirmado ese extremo.

—Mis principales asesores y contribuyentes en asuntos internacionales son Westerberg, Alhauser y Krefft. Si los investiga en profundidad, sabrá que son famosos por su trasparencia en los asuntos internacionales. La fundación Westerberg incluso…

—Cierto —le interrumpió Whitley—. Ha presionado a favor de la transparencia de la contabilidad en los negocios relacionados con la reconstrucción de Afganistán. Conocemos los antecedentes. Públicamente están en contra de los tejemanejes y trapicheos que han metido en problemas al presidente.

El vicepresidente Hines asintió, seguro de la talla moral de sus partidarios. No tenía duda alguna de que soportarían cualquier tipo de escrutinio.

—Bueno, a menos que tenga usted en el armario secretos que aún no hayan sido aireados… —Whitley dejó la frase en el aire.

—No los tengo —respondió Hines con convicción. «Al menos, ninguno que tú vayas a saber nunca», pensó.

—En tal caso, señor vicepresidente, convendría que se preparase —concluyó el director del Servicio Secreto, levantándose—. Antes de que concluya el fin de semana, dudo de que el prefijo «vice» forme parte de su cargo.