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11.45 a.m.

—Entre.

El hombre arrastró las palabras. Había en ellas una mezcla de orden y vacilación. El plan iniciado por el Custodio se hallaba en un punto crítico y estaba próxima la culminación del trabajo ya hecho de preparar a Emily para su papel, todo sin que ella estuviera al corriente.

Se echó a un lado para permitir que la joven entrara en un despacho sin ventanas con paredes de ladrillo y suelo de hormigón. El hombre cerró de un portazo tras ella y echó el pestillo.

—Por favor, siéntese. —Con un ademán señaló una silla de madera en el rincón, la única superficie del despacho que no estaba cubierta de papeles, libros, carpetas y material informático. El lugar estaba abarrotado.

Emily tomó asiento y esperó a que él ocupase su lugar detrás del escritorio, en una chirriante silla giratoria, y se volviera hacia ella. Mantuvo las manos apoyadas en las rodillas, mirando a su visitante sin decir una palabra.

Finalmente, Emily rompió el silencio:

—Mi nombre es…

—Sé quién es usted, doctora Wess.

Emily se sobresaltó al oír su nombre. Aquel hombre había sabido quién era todo el tiempo.

—No lo entiendo —replicó—. Si usted ya sabía quién soy, ¿por qué no me ha dejado entrar la primera vez que llamé a la puerta? ¿Qué sentido tienen las extrañas preguntas en la puerta?

Él la miró imperturbable.

—No es así como nosotros trabajamos. Nos basamos en… la confianza. Debía estar completamente seguro de que podía confiar en usted. —Detrás de sus palabras había una mezcla de convicción y alivio.

—No lo entiendo —repitió Emily—. ¿Qué le ha hecho confiar en mí?

—Que usted supiera mi nombre —respondió.

—¿Su nombre?

—«Quince, si es por la mañana». —El hombre se señaló a sí mismo—. En la carne. —Había una ligera subida en las comisuras de su boca, casi una sonrisa.

Emily seguía desconfiando y se quedó paralizada con la revelación.

—Lo siento, doctora Wess —se disculpó al darse cuenta de la prevención de su visita. Era de vital importancia que Emily Wess comprendiera lo que estaba en juego. Tendría que ayudarla—. No me llamo así, por descontado. Mi nombre es Athanasius, aunque aquí mis colegas me conocen como doctor Antoun.

El anfitrión habló con sinceridad. Esa franqueza manifiesta calmó un tanto los nervios de Emily.

—¿Y la frase «Quince, si es por la mañana»? —preguntó ella.

—Es como llamamos a nuestros personajes. Piense en ello como en una identificación. Una manera simple de hablar de uno sin emplear nuestra verdadera identidad.

Enmudeció y se mantuvo a la espera, buscando en el rostro de la joven algún indicio de que había comprendido. Sin embargo, ella seguía mostrándose reticente y recelosa.

Athanasius se percató de que debía hacer algo más para ganarse la confianza de Emily. Se levantó y cruzó el pequeño despacho de un solo paso. Buscó en un archivo y retiró una sencilla hoja de papel guardada allí en medio de otras muchas.

—Recibí esto la semana pasada —anunció, dándole el papel a Emily. En él había una breve nota manuscrita, que rezaba:

La doctora Emily Wess llegará de forma inminente. Si sabe qué decir, infórmela de lo que necesita saber.

Emily sintió que se le cerraba la garganta. Era la letra de Arno Holmstrand, idéntica a la de las cartas en su bolso. Incluso la tinta color sepia era la misma.

Athanasius Antoun volvió a su sitio.

—¿De qué se trata, doctora Wess?

Emily le miró.

—¿De qué se trata el qué?

—¿Qué es lo que necesita saber?

El súbito toma y daca de pregunta y respuesta la pilló desprevenida.

—¿Que qué necesito saber? Nada. Todo. He cruzado el mundo en las últimas veinticuatro horas, y no exagero, sabiendo solo que busco la perdida Biblioteca de Alejandría y… —Emily revolvió en el interior de su bolso, sacó los papeles de Arno y examinó la primera carta—. La biblioteca y esta «Sociedad que la acompaña». —Miró al hombre sentado frente a ella—. ¿Puedo suponer que usted es miembro de esta «Sociedad»?

La joven pensó que debía poner las cartas sobre la mesa a fin de demostrar a su interlocutor qué poco era lo que tenía a su disposición.

Athanasius permaneció un momento en silencio. En circunstancias normales, ningún bibliotecario hablaría jamás de su papel, ni de la Sociedad, ni de la biblioteca. Muchos, a lo largo de la historia, habían preferido la prisión, incluso la muerte, antes que revelar su participación en tan noble camino. Pero las instrucciones del Custodio habían sido claras. Wess había sido elegida para desempeñar un papel y necesitaba saber la verdad, aunque compartirla con ella significara romper siglos de protocolo.

—Sí —respondió por fin con sinceridad—. Pero debo corregirla, doctora Wess. La biblioteca que usted está buscando no está perdida. —Esperó, dando un momento a Emily para que asimilara sus palabras—. Está escondida.

La joven cazó la idea al vuelo y sugirió:

—Arno lo descubrió, y ahora ustedes trabajaban juntos para guardar el secreto, ¿no?

—No exactamente. —Athanasius no se estaba quieto en la silla. Era mucho lo que la norteamericana no entendía de la situación—. No había nada que descubrir, porque nunca estuvo perdida. Fue escondida a propósito, de forma intencionada.

Emily asimiló la revelación. Kyle, según parecía, volvía a tener razón.

—¿Desde cuándo?

—Desde siempre —insistió el egipcio—. El mito de la destrucción nos ha sido de lo más útil, pero la biblioteca no está muerta y nunca lo ha estado. Es más bien una entidad viva y activa. Al igual que la colección de arriba, nuestra biblioteca siempre está creciendo.

Emily no apartó los ojos del Bibliotecario, pero miraba sin ver. Estaba rememorando la historia, las leyendas y los mitos, documentos y descubrimientos. Las teorías que había discutido con Kyle y Wexler habían perdido buena parte de su importancia. En el mundo que había conocido hasta ese momento, nadie conocía el destino de la Biblioteca de Alejandría, pero todos estaban de acuerdo en que había desaparecido. Todos sabían que se había desvanecido y así había permanecido durante siglos.

Todos… excepto este hombre sentado ante ella y el grupo al que pertenecía.

—Nuestro papel —continuó Athanasius— es asegurarnos de que se mantiene viva. La Sociedad existe para cerciorarse de que la biblioteca continúe siendo lo que siempre ha sido: la más completa colección de conocimiento de historia, con el propósito de iluminar y completar los hechos de los hombres.

La mirada de Emily regresó al presente, y a la pregunta que ardía dentro de ella con fuerza.

—Así que, ¿usted sabe dónde está? —Se inclinó hacia delante, ansiosa por oír la respuesta. Lo que escuchó no fue lo que esperaba.

—No. —Athanasius se anticipó a la mirada de desilusión que cruzó el rostro de Emily—. Ninguno de nosotros lo sabe. Ese siempre ha sido el secreto mejor guardado de nuestra Sociedad, se ha ocultado incluso a quienes trabajamos en sus filas. Solo dos hombres saben su ubicación. O la sabían —se corrigió a sí mismo—. Ambos fueron asesinados la semana pasada.

Emily sintió una opresión en el pecho cuando se acordó de Arno Holmstrand, asesinado en su despacho.

¿Habían cometido otro asesinato? ¿Había más muertes? Porque las posibilidades de que acabara tocándole a ella estaban aumentando de forma sustancial.

Era una historia terrible y entre sus detalles estaban dos muertes recientes, pero, aun así, la curiosidad de Emily se impuso a su miedo. Las palabras de Athanasius tenían un punto clave que ella verbalizó.

—¿Cómo funciona? —preguntó, asegurándose de que Antoun entendiera la seriedad de su demanda—. ¿Cómo conservan una biblioteca escondida?