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11.40 a.m.

Jason y su compañero habían acechado a su objetivo a bastante distancia. La habían seguido de un pasillo a otro y se habían mantenido a la espera cuando ella irrumpía como una bala en salas y despachos vacíos. La doctora se dedicaba a su tarea con intensidad. Únicamente les sorprendía el hecho de que parecía no saber qué estaba buscando. Los Amigos sabían de su meta mucho más que ella, a pesar de que la identidad de su objetivo no había estado clara hasta hacía unos minutos.

Tuvieron clara la identidad del interlocutor de Emily Wess en cuanto ella se adentró en los pasillos del sótano. El Consejo había determinado cuatro candidatos como potenciales Bibliotecarios en la ciudad: tres trabajaban en las oficinas de los pisos superiores de la Bibliotheca Alexandrina y solo uno en los niveles del subsuelo. Si las pistas del Custodio conducían allí a la doctora, Jason había reducido las posibilidades a una. Ya había encontrado a su objetivo.

No podía arriesgarse a que la joven le escuchara, y el eco lo amplificaba todo, hasta un suspiro, en aquellos pasillos del subsuelo, de duros suelos y paredes de piedra. Por eso mandó un mensaje de texto a todos los miembros del equipo: «Es Antoun».

Los Amigos dispersos por todo el edificio comprendieron inmediatamente que el texto de dos palabras significaba que debían posicionarse de acuerdo a la nueva información. El hombre que había estado siguiendo a Antoun se retiró de su posición: no querían estar demasiado cerca ahora que le habían identificado. Un Bibliotecario asustado, como una Emily Wess asustada, no era útil. Jason y su compañero habían continuado siguiéndola.

A partir de ese momento no habían tenido otra preocupación que evitar ser detectados por Wess o por el hombre con quien iba a encontrarse. No obstante, ellos no tenían el mismo problema que la doctora, ser vistos en los pasillos no les suponía inconveniente alguno, pues se habían fabricado tarjetas de acceso y chapas identificadoras nada más aterrizar en Egipto, y cada uno las llevaba prendidas en la solapa. Si sus trajes grises estaban fuera de lugar entre los turistas y estudiantes de los pisos de arriba, encajaban a la perfección en el sótano de trabajo.

Cualquier persona de mente inquisitiva solo vería a dos especialistas dedicados a supervisar los escáneres e instrumental óptico, y de eso allí había en abundancia. Además, los Amigos tenían una vasta experiencia a la hora de representar sus papeles de forma convincente.

Su objetivo consagró varios minutos a la tarea de buscar y observar antes de detenerse ante cierta puerta. Algo había llamado su atención allí. Jason se lo señaló a su compañero, y ambos tomaron posición en la esquina donde el pasillo más corto desembocaba en el vestíbulo más largo. En la oscuridad tenían la posición ventajosa de ver y no ser vistos.

Jason actuó con rapidez en cuanto se abrió la puerta y apareció un hombre en el umbral. Extrajo el móvil y en silencio le hizo una fotografía a ese hombre. Luego, pulsó unos pocos botones y se la envió al Secretario.

«Antoun», pensó, confirmando la identidad. Tenían al Bibliotecario.

Sin embargo, estaba claro que la doctora no le conocía. Es más, sucedió una escena extraña. Él cerró la puerta y ella estuvo revisando unos papeles y hablando para sus adentros antes de que Antoun abriera otra vez. El aceitunado Antoun, en apariencia un empleado respetable de la biblioteca, miró a Wess y le dijo:

—Entre.

Había llegado la hora de actuar. Jason se puso en movimiento en cuanto Antoun cerró la puerta de nuevo. Avanzó en silencio y extrajo del bolsillo un aparatito digital. Sin hacer ruido, sujetó el micrófono en el marco de la puerta e introdujo un pinganillo en su oído izquierdo. Después tomó el mando táctil y pulsó unos botones de la pantalla a fin de ajustar el micrófono en la posición óptima. Ajustó las funciones hasta que fue capaz de escuchar al otro lado de la puerta con la misma claridad que si estuviera en el despacho.

Pulsó otros botones y el ingenio empezó a transmitir la conversación digitalizada en una retransmisión Wifi de corto alcance. El segundo Amigo ya tenía conectado el ordenador de mano, captó la señal y la envío a través de una conexión abierta al despacho del Secretario.

Las palabras pronunciadas por los dos ocupantes del despacho se transmitían perfectamente a través de la red del espacio digital y sonaban con nitidez cristalina en dos pequeños altavoces de un despacho neoyorquino solo una milésima de segundo después de que fueran dichas.

El Secretario se sentó en un despacho de madera de roble y se dispuso a escuchar cada palabra.