11.35 a.m.
El desconocido se quedó mirando el rostro ahora lívido de Emily. Vestía un traje convencional y corbata, ambas prendas de color marrón, aunque cada una de una tonalidad distinta. Una barba negra, corta y recortada con sumo esmero, acentuaba lo oliváceo de su piel. El corto cabello sobre la cabeza era del mismo formidable color, pero suavizado junto a las sienes y orejas con toques de gris. Sus ojos se posaron en Emily con una intensidad singular.
—¿Qué quiere? —preguntó el hombre abruptamente. La rudeza de su tono se hizo más franca con un acento gutural árabe.
La doctora no sabía qué responder. La contestación dependía por completo de la identidad de ese hombre y si estaba conectado o no con su investigación y la palabra grabada encima de la puerta de su despacho. ¿Estaba ligado de alguna manera a los signos que Arno había dejado en la biblioteca o solo era un empleado de la biblioteca que estaba por casualidad en el despacho? Emily ni siquiera tenía claro el enfoque de su aproximación a él.
—Yo, yo soy… —titubeó.
El hombre la miró de arriba abajo sin prisa mientras ella tartamudeaba. Por último, Emily permaneció en silencio. El desconocido la miró a los ojos sin decir nada y se mantuvo a la espera. Ya fuera por una estrategia deliberada o simple brusquedad de carácter, no iba a ponérselo fácil.
«Tengo que pasar por encima de este tipo. No puedo dejar que me detenga». La mente de Emily se aceleró mientras buscaba las palabras correctas, pero todo lo que pudo articular fue la excusa obvia. Se esforzó en adoptar un tono relajado:
—Lo siento mucho, creo que me he separado de mi grupo y estoy perd…
—Lo siento —la interrumpió el desconocido—. Estoy muy ocupado.
Aun así, se quedó plantado a la entrada del despacho sin apartar los ojos de Emily. No levantó una mano ni miró hacia el despacho, ni tampoco hizo alguno de los gestos habituales en un intento de eludir una conversación no deseada. Se mantenía inmóvil, con las manos pegadas a los lados.
El embarazoso silencio se prolongó. Daba la impresión de que aquel hombre esperara algo más, pero luego movió la mano hacia el picaporte.
—Me temo que debo pedirle que se vaya si no tiene más que añadir.
Volvió a mirar a Emily, esta vez de un modo extraño, casi como si estuviera suplicando. Después sujetó la puerta sin ceremonia alguna, se metió en el despacho y cerró al entrar.
Emily se encontró por segunda vez contemplando la puerta sin placa a escasos centímetros de su semblante. Se le aceleró aún más el pulso, pero no a causa del miedo, sino más bien por la excitación. «Este hombre sabe algo, está claro». Llamó con los nudillos, aun cuando no tenía la menor idea de qué iba a decir cuando le abriera.
La oportunidad no llegó. La puerta se mantuvo cerrada ante ella.
«¡Piensa!», se ordenó a sí misma para prestar atención. Había algo extraño en la última frase del hombre. «Me temo que debo pedirle que se vaya si no tiene más que añadir». Se trataba de un comentario atípico y no dejaba de sonar en la mente de Emily a pesar de la confusión del momento. «¿Nada que decir? ¿Qué espera que diga?».
Emily miró a su alrededor en busca de algún tipo de orientación. La mirada revoloteó hasta la palabra grabada sobre la puerta. «Luz». «¿Es una contraseña? ¿Se supone que debo utilizarla como una palabra de acceso, como Alí Babá en la cueva cuando los ladrones se habían ido?».
Aquel hombre podía ser una oportunidad y, fuera cual fuera, le preocupaba haberla perdido, así que actuó por impulso y exclamó:
—¡Luz!
La palabra reverberó en el pequeño pasillo.
No sucedió nada. La puerta se mantuvo firmemente cerrada y solo escuchó el eco de su propia voz. La respuesta evidente parecía demasiado fácil. El uso de soluciones obvias para las pistas de Arno estaba fuera de lugar. Debería haberlo supuesto.
«Entonces, ¿qué demonios se supone que debo decir?».
Además de la palabra escrita en la pared solo tenía otro recurso a mano: su bolsa llena de papeles. Sacó las dos cartas y la página de pistas de Arno. Las releyó en diagonal. Emily echó un vistazo por encima a los textos manuscritos. Después se forzó a detenerse y estudiarlos para encontrar cualquier elemento de ayuda que allí pudiera haber. Sin embargo, las cartas no revelaban nada de apariencia relevante. Aquellos textos la habían conducido hasta Oxford y a la inscripción de la pequeña capilla, pero no decían nada de lo que se suponía que debía hacer allí.
O al menos esa impresión daba, pero Emily percibía que eso debía de ser intencionado.
Oxford le estimuló la memoria. Dio la vuelta a las páginas hasta llegar a la hoja que primero había hecho que sintiera su viaje como una búsqueda, la que contenía el pequeño emblema que había sido su indicador en ambas ciudades, con las tres pistas que había debido descifrar. Y en la parte alta de la página, una pequeña inscripción: «Dos para Oxford y otro para luego».
«¿Qué es lo que había dicho Kyle?», se preguntó a sí misma, recordando los comentarios del joven canadiense cuando se sentaron juntos en el despacho de Wexler. «Hay tres frases después. Parece una suposición razonablemente segura considerar que dos se aplican aquí, en Oxford, y la tercera, a otro lugar». A medida que recordaba, Emily sentía más admiración por el doctorando. Si su presentimiento era correcto, esta sería la tercera vez que Kyle la había orientado correctamente en un momento de frustración.
Bajó la vista y contempló las tres frases que Holmstrand había escrito debajo del emblema. Las dos primeras ya habían demostrado ser válidas. Luego, figuraba la tercera y última pista de Arno.
«Quince, si es por la mañana».
La frase no significaba nada para Emily, pero en ese preciso momento no estaba buscando un significado. Solo algo que decir.
Contempló otra vez la puerta y se orientó hacia el despacho que había tras ella.
—Quince, si es por la mañana. —Dijo aquella frase sin significado con un tono lo más firme posible.
Transcurrieron unos instantes interminables. Las esperanzas de Emily se desvanecían y en la oscuridad regresaban todas las dudas. ¿Y si no era eso? No tenía ninguna otra pista.
Entonces se oyó un clic.
Observó el pomo. Pareció desplazarse hacia la izquierda, luego se detuvo, y después continuó.
La puerta se abrió lentamente. Tras ella aguardaba el hombre, en pie, tan firme como antes, y sin quitarle la vista de encima. Mirándola a los ojos, la invitó:
—Entre.