Aeropuerto de Borg El Arab, Alejandría (Egipto)
Hora local, 8.56 a.m. (GMT +2)
El jet de las aerolíneas turcas aterrizó con un solo minuto de retraso sobre la hora prevista de llegada. El sol despuntaba en el horizonte y el calor, incesante incluso en un día de noviembre, no había disipado aún el frío de la noche.
Una hora después, Emily viajaba en taxi por el camino del noreste hacia el centro de la ciudad. Se asomó por la ventanilla y estiró el cuello con la esperanza de hacerse, desde la distancia, una imagen clara de la ciudad. Había visto bastante poco durante el aterrizaje y solo ahora se daba cuenta de que estaba a escasos kilómetros de la ciudad sobre la que tanto había estudiado desde su infancia. El miedo, que había envenenado su estómago durante las pasadas horas, empezó a dulcificarse con una familiar sensación de aventura y descubrimiento.
A lo lejos se asentaba Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro Magno. Había sido una de las más famosas urbes del mundo desde que Alejandro la fundase a principios del año 331 a. C. hasta su declive gradual desde el punto de vista internacional en el siglo VII. Su faro, el Pharos, había lucido en la bahía como una de las siete maravillas del mundo mientras la urbe cobraba tanta o más fama como centro comercial, industrial e intelectual. Situada a lo largo de la costa, en la lejana orilla occidental del delta del Nilo, la «perla del Mediterráneo» —como había sido conocida durante milenios— siempre había tenido una posición preminente por su poderío militar y comercial. Quizá ahora era más notable como centro turístico, sirviendo como popular destino vacacional y punto cultural de interés, y aunque fue el puerto principal de Egipto, aún conservaba parte de su antigua importancia como centro del tráfico marítimo.
Alejandría se había asentado en el corazón de tres imperios y había sido la pieza clave de al menos cinco culturas diferentes. El Egipto de los faraones se remontaba un milenio en el tiempo, y luego pasó a ser gobernado por los Ptolomeos hasta que se convirtió en provincia romana. En los últimos siglos antes de Cristo se había convertido en el centro de la diáspora judía y el único grupo de israelitas en el mundo. Después, en los años posteriores a la conversión del imperio a la cristiandad, se había transformado en la capital del aprendizaje y de la influencia de los cristianos, produciendo algunos de los más grandes pensadores y obispos de la Iglesia, así como algunas de las más desabridas herejías. El concilio de Nicea —primer concilio ecuménico, que había elaborado la primera forma del credo que los cristianos siguen rezando hoy— había tenido lugar como respuesta a una apostasía originada en esta ciudad para luego extenderse rápidamente a través del mundo cristiano.
La fama de la Alejandría cristiana estaba destinada a perdurar varios siglos, pero no a ser eterna. Hacia el año 640, y tras una fulgurante expansión, las tropas musulmanas la tomaron al asalto. La urbe se convirtió en el corazón de una nueva África del norte islámica, aunque sus conquistadores fundaron enseguida otra ciudad propia para rivalizar con ella. Esa metrópolis se convertiría más tarde en El Cairo, hoy la más famosa, aunque más joven, prima de la antigua Alejandría.
Emily estaba impresionada con la urbe que aparecía ante sus ojos. Muchas antiguas capitales de cultura y conocimiento habían ido y venido a lo largo del curso de la historia, pero era poco frecuente que resurgieran después de desaparecer. Alejandría estaba luchando por revivir esa gloria, reclamaba su herencia. Había tenido un pasado de grandeza e intentaba recuperarlo.
Ese anhelo había, literalmente, cambiado el paisaje de la ciudad a su alrededor. Se había creado una moderna metrópolis, una contribución brillante a la cultura del continente. Y se había construido la nueva biblioteca. Antes de que Emily tuviera oportunidad de apreciar más aún esa proeza, vio que el taxi frenaba y doblaba una esquina que desembocaba en una pequeña plaza de la ciudad. Ante ella se levantaba la forma inconfundible del edificio que había venido a ver.
En su interior, un hombre esperaba pacientemente sentado su llegada.