Londres, 10.55 p.m. GMT
Con tan poco tiempo, Michael solo había conseguido encontrar en el vuelo nocturno a Alejandría un asiento en primera, un lujo del que Emily no había disfrutado con anterioridad. La azafata la había conducido hasta un espacioso asiento de felpa y enseguida le habían entregado una manta de lana junto con una bolsa llena de regalos. Le dio las gracias a Wexler por haberse ofrecido a correr con todos los gastos. Después de todo un día pateándose la zona cero de una explosión en un país extranjero y decodificando las pistas de un muerto, agradecía sobremanera cualquier pequeño indicio de civilización. Jamás le había parecido tan maravilloso un frasquito de refrescante loción de manos.
El vuelo de Londres a Alejandría duraba ocho horas justas, incluyendo la breve escala aduanera en el aeropuerto de El Cairo. Salía de uno de los aeropuertos más antiguos del mundo y llegaba a uno de los más nuevos de Egipto: Borg El Arab, una maravilla de vidrio y metal con forma de barco, algo inexplicable a juicio de la doctora norteamericana. No le sorprendía que su prometido hubiera exudado entusiasmo por teléfono al describirle los detalles, pero incluso entonces Emily se preguntaba si las características de un aeropuerto, aun cuando fuera de reciente construcción, eran algo que solo un estudiante de Arquitectura podía apreciar. Incluso aunque la forma de nave hubiera sido adoptada con el propósito de establecer una conexión entre los modernos vuelos y la fama de la antigua ciudad portuaria de Alejandría, seguía siendo un aeropuerto con todas las molestias típicas de los aeropuertos.
Emily se relajó en el asiento. Todavía le quedaban por delante ocho horas durante las cuales iba a poder disfrutar de la paz y la calma de esos momentos, así como leer parte del material entregado por su antiguo mentor. Eso además de comer todo cuanto le dieran las azafatas. El feroz crujido de su vientre iba a más, recordándole que únicamente había tomado una taza de café desde que abandonó Estados Unidos.
Mientras aguardaba la llegada del servicio de comidas, reclinó el asiento y conectó el cargador del móvil. Solo después centró su atención en los libros. No tardó en saber que Borg El Arab no era la única joya de la arquitectura que había florecido en la ciudad de Alejandría durante los últimos años. La guía de viaje que Wexler le había dado en Oxford, y que ahora descansaba abierta sobre su regazo, se hallaba llena de ejemplos en ese sentido. Desde mediados de los noventa, el gobierno local de Alejandría se había fijado como objetivo revitalizar la ciudad con el propósito de desterrar la imagen que la mayoría de los turistas tenía de Egipto: un lugar de pobreza endémica y población iletrada, con una situación muy próxima a los países del Tercer Mundo. Alejandría había sido en tiempos una de las grandes capitales de la sabiduría y del comercio y se estaba convirtiendo en una nueva metrópolis de la cultura y la moda; ahora, las mismas tiendas de lujo presentes en la neoyorquina Quinta Avenida o en la londinense Oxford Street se hallaban en la Corniche, y todas las nuevas construcciones edificadas en la ciudad eran un modelo de vanguardia arquitectónica: nada que ver con las paredes de adobe y la silueta de las pirámides.
La nueva biblioteca iba en esa dirección. La urbe deseaba recuperar una parte de su antigua reputación como centro mundial del conocimiento y por eso adoptó la decisión hacía un par de décadas de construir una nueva biblioteca lo más cerca posible del emplazamiento de la antigua. Pero la ubicación era lo único que la Bibliotheca Alexandrina iba a tener en común con su homóloga de la Antigüedad. La estructura era de lo más vanguardista que Emily había visto, o al menos esa impresión producían las fotografías. El edificio principal era un enorme disco de granito cuyo tejado se deslizaba hacia el mar, recreando la imagen de que el sol del conocimiento salía de entre las aguas, algo que la literatura se había apresurado a utilizar. En la fachada había inscripciones y textos escritos en ciento veinte idiomas de todo el mundo, todo un símbolo de la dimensión universal de la sabiduría, por la que se había hecho famosa la antigua biblioteca.
No era de extrañar que Michael la adorase.
Todas las cifras del edificio eran apabullantes. El disco central tenía ciento sesenta metros de diámetro. Su principal sala de lectura tenía 70.000 metros cuadrados. Tenía espacio para albergar ocho millones de libros. Había costado doscientos veinte millones de dólares.
Cuando la moderna Alejandría construía algo, lo hacía a lo grande. «No se diferencia tanto de la antigua Alejandría», pensó Emily.
La gran diferencia entre una y otra eran las sociedades existentes alrededor de cada biblioteca. En los tiempos antiguos, la biblioteca era la niña de los ojos del rey y la sociedad hacía lo que hacían las sociedades en el mundo antiguo: imitar a su soberano. Ptolomeo usaba la biblioteca para dar prestigio a su reinado y su pueblo le siguió con avidez en ese propósito. No había mucha diferencia entre que obraran por amor a su faraón y devoción a la cultura o si lo hacían porque no les quedaba otra, salvo morir.
Empero, el Egipto moderno se parecía muy poco al reino de Ptolomeo I Sóter y el desorbitado precio del nuevo edificio no era el único aspecto que había provocado un encendido debate en las calles y en el Gobierno. Igual de relevante era la pregunta de para quién se había construido, dado que la mayoría de la población seguía siendo analfabeta y Alejandría no había sido la capital del conocimiento desde hacía siglos. El presidente llevaba mucho tiempo en el poder y podía soportar esos comentarios, pues veía la biblioteca como una forma de reverdecer los laureles de su antigua reputación, mas un presidente no es un rey, como pusieron de relieve los alzamientos y sublevaciones que acabaron por expulsar del poder al Gobierno. Y allí donde los Ptolomeos habían mandado y el pueblo les había obedecido, el poder actual se había visto abocado a unas elecciones democráticas y a la burla de los medios de comunicación internacionales. Era un mundo diferente: volátil, manipulador, inseguro.
Los pensamientos de Emily volvieron a las noticias leídas mientras iba de camino a Heathrow. Se le hacía difícil creer todo cuanto había visto en la pequeña pantalla del BlackBerry. No hacía ni cuarenta y ocho horas que se había ausentado del país y la capital ya se había llenado de cadáveres en crímenes cometidos en teoría por activistas de Oriente Próximo airados por los chanchullos ilegales del presidente. «Me pregunto si seguirá habiendo un país a mi regreso», pensó. No se leían todos los días titulares como «Golpe de gracia» o «Traición presidencial» referidos a Estados Unidos, y esos habían sido dos de los titulares más sosegados de los hojeados mientras viajaba en coche.
Pero no iba a distraerse. El escándalo en Washington era un buen ejemplo de la volubilidad del mundo político, una volubilidad que, sin embargo, había posibilitado que se completara un desafío como el de la nueva biblioteca. Por fin esta se había construido y el mundo volvía a contar con la Biblioteca de Alejandría, ahora con un nuevo rostro y otra imagen.
Miró por la ventanilla. El Canal de la Mancha se desvanecía en favor de la línea costera. Se habían acercado mucho a territorio francés mientras leía. Entonces, se preguntó, y no por vez primera a lo largo de aquel día, cómo había acabado en medio de un fregado de semejante envergadura. Resultaba difícil creer que hacía dos tardes estuviera estirando los músculos y concentrándose en su clase de krav maga, la mañana del día anterior diera clase cerca de los cuidados campos de Minnesota y ahora volara a bordo de un avión turco, en primera clase, de camino a Egipto, siguiendo las indicaciones de unas incisiones practicadas en la pared de una capilla inglesa, mientras en su país el mundo político parecía estar cada vez más cerca de la implosión.
La agitación en la boca del estómago fue a más, y no solo a causa del hambre. Si aquello era una pérdida de tiempo absoluta y no llevaba a ninguna parte, que así fuera; al menos vería Alejandría. Y si se trataba de algo más, como estaba segura de que era el caso, tendría éxito en su pequeña misión. Y cuando lo hiciera, poseería la misma información que le había valido tres balas en el pecho a Arno Holmstrand.
Emily cerró los ojos. Estaba a siete horas de vuelo de la costa egipcia. En aquel instante, ella deseó encontrarse mucho, mucho más lejos.