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Oxford, 8.25 p.m. GMT

La duración de la conversación fue perfecta para Emily. Un vuelo de las líneas aéreas turcas salía hacia Alejandría aquella noche a las 10.55, así que le daba tiempo para darse una ducha y cambiarse de ropa antes de salir disparada por la puerta con tiempo suficiente para llegar a Heathrow, siempre y cuando a la esposa de su anfitrión no le importara que se saltaran la cena hecha en casa poco antes de sentarse a la mesa. La perspectiva de pasar otro largo periodo de tiempo en una cabina saturada de aire reciclado se le hacía imposible sin refrescarse primero.

El oxoniense se mostró de acuerdo en llevarla él mismo al aeropuerto en cuanto Michael confirmó la adquisición del pasaje. El viejo profesor hervía de entusiasmo como un chiquillo ante la idea de las aventuras y proezas que aguardaban a su antigua pupila.

—Este vas a necesitarlo —aseguró Wexler, cogiendo un tomo de su biblioteca y poniéndolo en manos de su alumna poco después de que esta saliera del cuarto de invitados, duchada y con ropa nueva. Era el tercer libro que le ofrecía desde que había asomado por la puerta—. Y también este. —Agregó a la pila una gruesa guía de viajes de cubiertas satinadas—. Este lo compré en 2002, cuando asistí a la inauguración de la biblioteca. Tiene una estructura fabulosa. Aquí lo aprenderás todo sobre ese tema.

Emily sonrió agradecida. Sostenía en las manos unos volúmenes que cubrían el tema desde todos los ángulos posibles, desde la historia de la antigua biblioteca hasta la política del Egipto moderno que había dado lugar a aquella maravilla arquitectónica. Le aguardaba un vuelo de ocho horas, pero, aun así, iba a tener que concentrarse mucho para leerlo todo.

—Gracias, profesor, pero vamos a tener que dejarlo ya, si no nos vamos ahora mismo…

—Sí, sí, es cierto. —El oxoniense se apartó de las estanterías. Intercambiaron una breve mirada. Él fue incapaz de reprimir una sonrisa—. ¡Dios, que me aspen si esto no es divertido! De haber sabido que tus visitas eran tan interesantes, te habría invitado a volver más a menudo.

Se rieron los dos a la vez. Wexler se metió en el bolsillo las llaves del coche.

—Cariño, nos vamos —anunció en dirección a la cocina cuando ya se dirigían hacia la puerta principal.

—Una cosa antes de marcharnos. Dígame, ¿puede recibir fotografías en el móvil?

—Nunca lo he intentado, pero eso creo. Es uno de esos trastos modernos, así que estoy seguro de que es posible. ¿Por qué me lo preguntas?

—Me gustaría fotografiar las cartas de Arno y enviarle los archivos…, solo por seguridad. —Emily vaciló. No sabía muy bien por qué, pero tenía la sensación de que convenía tener una copia electrónica de las mismas. Aquella jornada se había mostrado pródiga en misterios e incertidumbres. No sabía qué iba a depararle el futuro, y más valía ser precavida.

—De acuerdo, bien pensado —replicó Wexler—. Puedes hacerlo en el coche, y ahora, en marcha.

Emily cogió la pequeña bolsa de viaje y, sin soltar los libros, se dirigió hacia la puerta, el coche, el aeropuerto y después de todo eso… a Alejandría.