Oxford, 4.35 p.m. GMT
Emily se marchó en compañía de Wexler y Kyle unos minutos después de su conversación en las inmediaciones de la iglesia de Santa María. Era media tarde y los dos oxonienses debían atender a sus obligaciones y a ella le vendría bien disponer de un poco de tiempo para reflexionar sobre las confusas revelaciones que le había deparado la jornada. Ardía en deseos de pasar sola un rato, pues parecía que iba a estallarle la cabeza, ya fuera por el cambio horario, el trauma de la bomba o simplemente por toda la información que había tenido que absorber en las pocas horas que llevaba en suelo británico. El grupo se mostró de acuerdo en reunirse para cenar en casa de Peter Wexler, pues este había tenido la gentileza de ofrecérsela como base de operaciones mientras estuviera en la ciudad. Le facilitó la dirección y garantizó a Emily que se aseguraría de que le llevaran su bolsa de viaje a la habitación de invitados, lo cual la libraba del engorro de tener que llevarla mientras deambulara por la urbe.
Se alejó de la iglesia y de la plaza, y giró a la izquierda, donde enseguida anduvo sobre el pavimento ligeramente curvo de High Street. Tradicionalmente, en la mayoría de las ciudades inglesas las High Streets solían albergar franquicias de grandes cadenas y tiendas, pero Oxford era diferente: en vez del glamur de ropas a precios prohibitivos, puntos de venta de muebles y tiendas de aparatos electrónicos, era el hogar de un buen número de colleges, cafés y unas pocas fachadas de tiendas locales. La zona reservada a la venta al por menor se había trasladado al cercano Cornmarket, Emily ignoraba cuánto hacía de eso, pero esa mudanza convertía la calle en una travesía ajena al comercio, aunque seguía dominada por taxis y autobuses.
Recorrió la calle en dirección a su bar favorito cuando era una estudiante de posgrado, un pequeño café situado en la esquina entre una calle lateral y High Street, justo enfrente del edificio de Examination Schools, donde se daban la mayoría de las charlas y conferencias. El lugar era un establecimiento sin pretensiones que contaba con la aprobación de Emily en todos los sentidos: el café era fuerte; la ubicación, conveniente; el ambiente, satisfactorio. Tomó asiento, pidió un expreso doble y se dedicó a contemplar el flujo continuo de viandantes por la ventana.
Estaba cada vez más persuadida de que el joven canadiense tenía razón en su enfoque del caso. Las pistas eran demasiado obvias tal y como ellos las habían estado interpretando. El miedo de Arno a que alguien encontrara las cartas antes que ella había sido lo bastante fuerte como para que tomara la precaución de cifrar incluso los códigos. Un monumento histórico de Oxford, el mismísimo corazón de la centenaria universidad, había sido destruido como parte de un plan para alejar de la pista correcta a los posibles perseguidores. Emily intentó hacerse una idea del apremio experimentado por Holmstrand, lo suficiente como para tomar la decisión de destruir un trozo de la historia.
«¿Quién era ese hombre? —se preguntó—. ¿Qué clase de conexiones y de poder necesita atesorar una persona para ser capaz de tramar la destrucción de semejante edificio desde su despacho en el estado rural de Minnesota? ¿Y qué rayos tiene que ver eso conmigo?».
No lograba sacarse esa pregunta de la cabeza. Era la única para la que no había tenido respuesta desde el principio.
La cuestión clave era, sin embargo, cómo iba a descifrar el significado de las pistas si Holmstrand había tomado unas medidas tan excepcionales para protegerlas. Iba a tener que pensar de un modo diferente si pretendía entrar en la mente del viejo profesor, Emily era consciente de ello. Repitió una y otra vez las palabras de la carta: «Iglesia de la universidad, el más antiguo de todos». El nombre de la iglesia era obvio, y también concluyente, pues no había ninguna otra en Oxford que llevara el título de la institución. Si Arno pretendía señalar otra cosa, ¿debía hacer una investigación más exhaustiva en la historia de Oxford? ¿Hubo alguna vez una iglesia con el nombre de la universidad, aunque fuera solo por un tiempo? La historia iba y venía. Tal vez hubo un tiempo durante el cual no fue un centro religioso. ¿El truco estaba en «el más antiguo de todos»?
Un grupo de turistas pasó por delante de las ventanas del establecimiento. Sostenían en alto las cámaras con la intención de fotografiar un college situado justo al lado. Emily contempló con aire ausente cómo hacían poses para inmortalizar el momento en una tarjeta para el recuerdo. Tomó un largo sorbo de su café, negro y denso.
«¿Y si la trampa estaba en la primera parte, en la “iglesia de la universidad”?». Si el principio estaba escrito con el propósito de despistar, entonces debía buscar la iglesia más antigua de Oxford, sin importar su adscripción a la universidad. Pero eso solo era la mitad del trabajo. ¿Era una iglesia que todavía estaba en pie o se refería a los cimientos más antiguos? ¿Y si era la torre de más años? En un radio de dos kilómetros a la redonda a Emily se le ocurrían media docena de edificaciones que reclamaban ser los restos del edificio más antiguo de Oxford. Las torres más antiguas, los muros más antiguos, los cimientos más antiguos, los suelos más antiguos… En una ciudad que exudaba antigüedad, todo el mundo intentaba subir la apuesta y se proclamaba más antiguo que nadie.
Intentó concentrarse de nuevo. «Para orar, entre dos reinas». Fuera del contexto universitario, no tenía la menor de idea de cómo ponerse a decodificar la segunda pista de Arno. Dejando a un lado todas las «Reinas de los Cielos» existentes de una ciudad llena de iglesias y representaciones de la Virgen María, Oxford era también una ciudad real y tenía una larga historia de interacción con la monarquía. Edificios, calles, señales, plazas, estatuas, iglesias… Y en todas estas categorías había al menos una con el nombre de una reina u otra. Era imposible poner orden.
Emily acabó de un sorbo el contenido de la taza. Por mucho que le gustara el café, sospechaba que la aliviaría más dar un paseo que aumentar su agobio con nuevas cavilaciones. Dejó unas monedas para pagar la cuenta, salió del local y pasó a la acera de enfrente, donde se encontró detrás de una de esas célebres visitas guiadas a pie. Se vio obligada a aminorar el paso y escuchar las explicaciones del aburrido guía sobre todo cuanto se veía alrededor. Emily se había sumado a uno de esos grupos durante su primera visita a Oxford, siendo todavía una estudiante en el extranjero. Se alegró al recordar el asombro experimentado cuando había recorrido aquellos escenarios de cuento de hadas: las grandes fachadas de piedra, los mercadillos con techo, los enclaves fortificados de los colleges y los chapiteles. Incluso siendo una inocente estudiante, sospechaba que los guías mal pagados de aquellas visitas se inventaban la mitad de los hechos con los que cautivaban a los grupos de turistas, pero eso a ella no le importó, por raro que pudiera parecer. Oxford tenía tanto de mito como de verdad y era al mismo tiempo un sueño romántico y una realidad tangible.
—… En un claro desafío a los objetivos del Merton College, ese de ahí detrás. —Emily volvió al presente cuando un receso del tráfico permitió oír las palabras del guía—. Pero a pesar de esto, el University College[8], aquí, a nuestra izquierda, aún insiste en ser el college más antiguo de la universidad, pues se fundó a mediados del siglo XIII.
Una docena de cámaras enfocaron hacia la izquierda y empezaron a tomar instantáneas de la mampostería conforme el hombre iba describiéndola.
«¿Qué?».
Sintió que el corazón le daba un brinco en el pecho. Abrió la boca y formuló una pregunta incluso antes de darse cuenta de que estaba hablando.
—Disculpe, ¿podría repetir eso?
El guía se volvió hacia ella y con una habilidad consumada accedió:
—Por descontado: el University College es uno de los tres que reclaman ser el más antiguo de la ciudad. Los otros dos son el Merton y el Balliol, y vamos a verlos enseguida.
El hombre le dedicó una amplia sonrisa, pero los ojos le relucieron con sospecha, como si sugiriera que si la interrogadora de ojos azules increíblemente vívidos y aspecto atractivo había pagado las diez libras que valía la visita guiada, él no lo había visto.
Sin embargo, Emily se quedó donde estaba, rebuscando las cartas de Arno en la bolsa, mientras el grupo se alejaba. Rescató la tercera hoja y leyó en voz alta unas palabras que ahora cobraran un nuevo significado.
«Iglesia de la universidad, el más antiguo de todos». Sus ojos desvelaron el ingenioso disfraz y releyeron las palabras que ahora parecían escritas con renovada claridad.
Emily, como Wexler y Emory, había tomado al pie de la letra lo de la iglesia de la universidad. Era un nombre conocido en una ciudad conocida. Y era obvio que Arno había querido que le viniera a la mente al escribirlo, pero lo cierto es que era una persona muy precisa en su redacción, y no había escrito la iglesia de la universidad, sino iglesia, sin el artículo. No se refería a la iglesia de la universidad, sino a la del University College, o sea, a su capilla. «El más antiguo de todos» no aludía al edificio de una iglesia, sino al college.
Emily contempló fijamente el sólido muro del University College, que dominaba el tramo inferior de la calle. Le sobrevino la convicción de que la pista de Holmstrand apuntaba a ese objetivo.
Se detuvo al acercarse a una parada de autobús situada enfrente de la puerta más al este del college, una que había dejado de usarse como entrada desde hacía mucho. Iba a tener que subir un poco más por la calle y llegar a la entrada principal si quería entrar al complejo, pero no lo hizo, pues deseaba poner en orden sus ideas. Ascendió unos pocos peldaños y se plantó junto a una arcada tapiada. Se dio media vuelta y tomó asiento en lo alto de la escalera. La doctora cerró los ojos y disfrutó de la ausencia de distracciones visuales, entusiasmada por la velocidad con que empezaba a cobrar sentido el pequeño misterio de Holmstrand. «Quizá no sea una pérdida de tiempo después de todo».
Abrió los ojos, sacó la carta de Arno y releyó la línea manuscrita: «Para orar, entre dos reinas». Emily sintió crecer en su interior una determinación renovada: iba a encontrar a qué se refería aquel enigma también.
La solución vino más pronto de lo esperado: al levantar la vista de la hoja se descubrió contemplando un rostro de piedra, y es que al otro lado de la calle se erguía la noble silueta de una reina, rodeada por ocho blancas columnas de piedra que sostenían un dosel por encima de su cabeza. La talla permanecía debajo de una cúpula propia, encaramada en lo alto de una ornamentada fachada que discurría en ángulo a la calle. Emily la tenía justo delante gracias a que había subido el tramo de escaleras de la puerta en desuso del University College.
«Queen’s College». El pulso se le aceleró mientras se estrujaba las meninges para recordar los pocos hechos que sabía sobre aquel lugar. Se fundó en 1345 y tomó su nombre en honor a la reina Felipa de Henao, esposa del rey Eduardo III. El college era famoso por la calidad de sus organistas e historiadores. Emily había asistido en su interior a un seminario durante su segundo año como estudiante del máster e incluso entonces reparó en la estatua situada sobre la puerta de la entrada principal. Pocas reinas merecían más que ella un monumento en el mundo académico.
«Ella es la primera. Necesito otra».
Emily miró a derecha e izquierda, pero incluso antes de empezar a girar la cabeza ya sabía lo que iba a ver. Ahí, casi a la misma distancia, pero en dirección opuesta, se alzaba la silueta derrumbada de la iglesia de Santa María la Virgen.
En ese momento se percató de que se hallaba entre dos reinas: a su izquierda estaba la Reina de los Cielos, en forma de una iglesia consagrada a la Virgen María, y a su derecha una reina del mundo, en forma de college dedicado a una reina del siglo XIV.
Y tras ella, oculta a la vista por el grueso muro, estaba la iglesia del University, «el más antiguo de todos».
Emily metió la carta de Arno en la bolsa y salió disparada hacia la puerta.