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Oxford, 3.50 p.m. GMT

Al cabo de unos momentos, Emily abandonó la iglesia con gesto adusto. La preocupación sobre si la policía la detendría y se la llevaría de la escena del atentado no la asaltó hasta que estuvo en el pequeño callejón conocido como Catte Street, pegado al extremo este de la iglesia. Los descubrimientos realizados en el interior del edificio le habían hecho perder cualquier esperanza de tener acceso a la información que Arno quería que descubriese. Holmstrand había escrito que otros iban en pos del conocimiento y estaba claro que habían llegado allí primero y habían borrado sus huellas de forma harto dramática. Fuera lo que fuera que pudiera verse allí, ahora era imposible acceder a ello. Emily no tenía la menor idea sobre el tiempo necesario para desescombrar todo aquello, podía llevarles semanas o meses retirar el montón de piedras acumuladas en la sección central e, incluso después de que lo hubieran logrado, estaba por ver que siguiera allí lo que ella andaba buscando.

Recorrió los campos con la mirada hasta establecer contacto visual con Peter Wexler, que pareció experimentar un notable alivio al verla salir del edificio. Murmuró unas disculpas apresuradas a los miembros del corrillo del que formaba parte y se acercó a Emily; luego, ambos emprendieron el camino de salida y pasaron a la zona cuyo acceso ya no estaba restringido por cintas amarillas. Caminaron en silencio hacia donde se hallaba el doctorando, todavía sentado en el banco de piedra y sumido en sus pensamientos.

—Empezaba a preguntarme cuánto tiempo más iba a poder seguir con esta artimaña —dijo Wexler, que miró a Emily con expectación—. Confío en que el tiempo haya merecido la pena.

—En cierto modo. He localizado a las dos reinas: una imagen de María en la vidriera del extremo oeste y una estatua de la Virgen en el altar del lado opuesto. Pero orar entre ellas no resulta posible en este momento.

El profesor enarcó una ceja en gesto inquisitivo.

—El punto medio entre las dos imágenes ahora es un montón de piedras y escombros.

El oxoniense lanzó una mirada fugaz hacia atrás y entendió a qué se refería Emily en cuanto vio dónde yacían las ruinas de la torre. El profesor parecía físicamente dolido por tan malas nuevas.

—No sé si voy a encontrar una forma de seguir —admitió la norteamericana al tiempo que intentaba contenerse para que no le aflorara en el tono de voz la sensación de derrota—. Sea lo que sea que yazca debajo de esa montaña de escombros, no voy a poder llegar a ello. Al menos no ahora.

De pronto, el joven canadiense se puso en pie. Había permanecido callado hasta ese momento, pero ahora era el único de los tres con una pincelada de esperanza en el rostro.

—En realidad, doctora Wess, eso no es un problema tan grande como usted se piensa.

Aquella nota positiva fue demasiado para ella, frustrada como estaba.

—¿Qué…? ¿No es un problema tan grande como yo creo? ¡Usted sí que sabe elegir a los optimistas, profesor! —exclamó Emily, mirando a Wexler, y luego se volvió otra vez hacia el joven—. Mientras hay vida hay esperanza, ya lo sé, pero una cierta dosis de realismo le viene bien al alma.

Aun así, Kyle seguía exultante mientras Emily hablaba y su semblante pasó de la esperanza a la convicción absoluta. El rapapolvo no le hizo agachar las orejas, sino que le llevó a esbozar una seca sonrisa.

Emily no comprendía absolutamente nada.

—¿Que una iglesia de piedra se haya derrumbado sobre la pista no le parece un problema?

—No, en absoluto —contestó Kyle con resolución—, porque estoy absolutamente seguro de que ahí, debajo de todos esos escombros, no hay nada.