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Oxford, 2 p.m. GMT

Emily Wess subió hacia las habitaciones de Wexler por unos escalones de madera. El tramo de escaleras fue construido varios siglos después que el edificio, pero aun así, seguía siendo una antigüedad. Emily recordaba cómo en sus días de estudiante de posgrado intentaba sin éxito subir por allí sin que se diera cuenta el supervisor. El crujido de la madera vieja la delataba siempre.

El despacho del profesor estaba asociado a un cuarto de baño, una cocina pequeña, una sala de estar y un dormitorio pequeño. Eso venía a ser lo que se denominaban sus habitaciones, al viejo estilo de Oxford, localizadas en el segundo piso de uno de los edificios del Oriel College con vista a Magpie Lane. Durante las tutorías se había sentado allí, entre estantes combados y muebles de salón decrépitos, una estudiante bajo la tutela de uno de los grandes en su campo. Los debates entre ambos podían prolongarse hasta el infinito. Wexler tenía un don para detectar la escoria en cualquier exposición y obligaba a sus alumnos a defender su posición con una intensidad que ellos ignoraban que poseían. Poco a poco, el profesor se había convertido en un amigo íntimo.

Emily entró tras llamar con los nudillos en la puerta entreabierta.

—Entra, entra… Me he tomado la libertad de… —Wexler no llegó a terminar la frase, pero entregó un vaso familiar lleno de un licor también familiar—. A tu salud… ¡Por tu sorprendente regreso a estos salones!

Emily aceptó el vaso y alzó la copa de jerez. Kyle se unió a ellos en el brindis.

—Michael está bien, ¿no? —inquirió el oxoniense al tiempo que con la mano señalaba un espacio vacío en el sofá junto al estudiante canadiense. Emily tomó asiento.

—Sí. Envía recuerdos.

La conversación telefónica había sido breve, pero había bastado para asegurarle que había llegado sana y salva. Michael se había llevado una gran alegría por oírla en un día tan señalado para ambos, incluso a pesar de que habían hablado hacía solo unas horas, pero el tono de su voz se había vuelto más serio cuando le hizo partícipe de cuanto se había enterado desde su llegada al Reino Unido. Le habló de una leyenda que, de ser verdad, relacionaría sus actuales actividades con una historia más grande de lo que ninguno de los dos había imaginado.

El estudiante canadiense estaba sentado en su rincón del sofá, había dejado a un lado su vaso ya vacío y se removía inquieto.

—Escuche, sobre la tercera hoja… —empezó, tomando la última página de la segunda carta de Arno Holmstrand.

—Vamos, vamos, entras demasiado deprisa en materia —le atajó Wexler—. Quizá yo no sea demasiado dado a las charlas, pero sí a disfrutar de un trago decente. —E hizo un gesto para que retirase los documentos.

Kyle hizo lo que le decía tras una evidente vacilación. Era un hombre acostumbrado a rumiar las ideas con todas sus energías. Aquella práctica encajaba, como él muy bien sabía, con el estereotipo de doctorandos que se habían hecho famosos por desarrollar una mente unidireccional, capaces de contemplar poco más que su materia, aunque eso excluyera comer, bañarse o establecer relaciones con otros seres humanos. Pero aquello, miró las páginas, aquello era interesante.

El joven continuó removiéndose durante el largo tiempo que los tres estuvieron sentados sin decir nada.

—Bueno, por lo que veo, hemos agotado toda nuestra conversación social —concedió el profesor al cabo de un rato, rompiendo el silencio. Depositó el vaso y dijo—: Muy bien, señor Emory, puede usted continuar.

El gesto de alivio del canadiense fue inconfundible.

—La tercera página es completamente diferente de las otras dos. El profesor Holmstrand dice en su segunda carta que no puede estar seguro de que veas la carta antes que ellos; sean ellos quienes sean, parece claro que esta tercera página contiene una guía, diseñada para ocultarse bajo el disfraz de un enigma.

—¿Diseñada para ocultarse bajo el disfraz de un enigma? —Emily enarcó una ceja—. ¡Cómo se nota que acabas de terminar la carrera! Escucha, reserva las palabras rimbombantes para tu tesis. —Ella lo dijo con una sonrisita, pero el canadiense no sabía si era una broma o una reprimenda a juzgar por su rostro. Emily dirigió una mirada de desconcierto a Wexler, y luego asintió—. Sí, también yo estoy de acuerdo en que la tercera página parece estar llena de pistas… para algo.

—Cierto. —Kyle percibió la nota de sarcasmo, pero eso no mermó lo más mínimo su entusiasmo—. Pistas, precisamente. Y en cuanto al contexto de las mismas, la nota de la parte superior nos proporciona algún indicio. «Dos para Oxford y otro para luego». Hay tres frases después. Parece una suposición razonablemente segura considerar que dos se aplican aquí, en Oxford, y la tercera a otro lugar.

Emily miró la carta por el rabillo del ojo. La interpretación del joven canadiense era lógica y aportaba la ventaja adicional de dar un orden a lo que de otro modo parecían frases escritas al azar. En vez de cuatro pistas, había tres, precedidas de una nota que les proporcionaba un contexto. Dos se aplicaban en Oxford y la tercera, bueno, en otra parte. Por vez primera se le ocurrió a la doctora norteamericana que ese viaje la llevaría a territorios más lejanos que los actuales.

—Por tanto, eso nos deja la tarea de averiguar el significado de las tres pistas —continuó Kyle.

—Además del símbolo —le interrumpió Wexler—, y sin olvidarnos del encabezado que hay sobre el dibujo. Seguro que todo significa algo.

Emily se había concentrado tanto en las frases manuscritas que había obviado casi por completo el símbolo, dibujado en la parte superior: un marco dentro del cual había dos letras griegas. Eso iba a ser aún más duro que descifrar las frases, fuera cual fuera su significado.

Emily iba a equivocarse más de una vez con sus suposiciones a lo largo de aquel día.

—Ah, creo haber descubierto el significado de las letras —anunció Kyle.

Mientras él seguía a lo suyo, Emily alzó las cejas de forma involuntaria y exclamó:

—¿Ya? —Emily tomó el papel y las examinó—. ¿Cómo? En esta hoja no hay indicación alguna que permita deducir su posible significado.

—No, en esa página no —convino el joven—. La clave está en la hoja anterior. —Cogió la copia de la segunda carta de Arno y se la entregó a Emily—. Mire ahí, al final, donde están las dos palabras subrayadas.

—«Nuestra biblioteca» —leyó ella en voz alta, y observó de soslayo al profesor oxoniense, pero este tenía los ojos clavados en Kyle, a la espera de una explicación. Estaba muy concentrado y miraba intensamente a su alumno, intentando descubrir por sí mismo el hallazgo de este.

—El profesor Holmstrand deseaba llamar la atención sobre estas palabras —prosiguió el joven—, resulta evidente. No ha subrayado nada más en las tres páginas.

—¡Qué listo es mi chico! —exclamó Wexler, que saltó sobre su asiento al reconocer la pista advertida por su pupilo—. Es una etiqueta, un identificador, las miguitas de pan que Hansel y Gretel dejan en el bosque. —El rostro del oxoniense relucía de contento por haber reconocido enseguida el descubrimiento de su doctorando. Kyle asintió con fervor.

—Lo siento, pero debo admitir que no os sigo —dijo Emily.

El canadiense tomó otra vez la tercera página.

—Arriba hay un símbolo formado por dos letras griegas, la eta y la beta. El trazo pequeño situado encima de ellas parece un acento, pero en realidad no lo es.

—No —admitió ella—. Eso es una abreviatio, el antiguo indicador de una abreviatura. —La afición griega por las abreviaturas se había consolidado tiempo atrás, cuando las palabras no se escribían con papel y pluma, sino que se tallaban en piedra. Dos letras requerían menos esfuerzo físico y eran más baratas de escribir.

—En efecto. Por lo general esa clase de adorno indica un término abreviado situado entre la primera y la última letra de la palabra que se pretende acortar, pero en este caso concreto tengo la impresión de que lo que se pretende compendiar son dos palabras, y no una. Es el indicio de una frase.

La comprensión asomó a los ojos de Emily cuando reparó en las palabras subrayadas en la segunda carta de Arno. Nuestra biblioteca.

—Tiene razón —exclamó Wexler al apreciar en el gesto de Emily que había comprendido la explicación—. En el lenguaje de la Biblioteca de Alejandría beta-eta es una abreviatura de bibliotheche emon, «nuestra biblioteca».

—Las mismas palabras subrayadas por Holmstrand en su carta —murmuró ella. Las piezas encajaban. Arno les urgía a comprender.

—Mi suposición es que el profesor Holmstrand dibujó para ti un símbolo representativo de la biblioteca misma y te facilitó una serie de pistas sobre cómo encontrarlo —continuó Kyle—. Apostaría cinco libras y una ronda de cervezas a que ese símbolo se encuentra en el sitio adonde llevan las pistas. —Y sostuvo en alto la hoja para que Emily y Wexler lo vieran.

—Si ese pequeño símbolo está ahí fuera esperando a que lo encontremos, como dices, necesitamos descifrar esas tres frases —concluyó Emily, a quien había convencido la explicación de Kyle.

Acto seguido, fue Wexler quien tomó la batuta de la conversación y dijo:

—Si aceptamos que las dos primeras referencias versan sobre Oxford, en tal caso, su significado está claro. —Respiró hondo, tomando aire para dar una explicación a sus palabras—. La primera reza: «Iglesia de la universidad, el más antiguo de todos». Ni siquiera podemos considerar que el mensaje esté codificado. La iglesia de la Universidad Santa María Virgen, además de ser centro neurálgico de la vida religiosa oficial de la ciudad, es también el edificio más antiguo de la universidad propiamente dicha.

La iglesia no era el edificio más antiguo de la universidad ni tampoco el primero en ser usado para la vida académica, sin embargo, sí fue el primero en tener un uso colectivo por parte de los diferentes colleges y facultades que surgieron durante los siglos XII y XIII, a partir de los cuales la universidad acabó cobrando su forma definitiva. En ese sentido, sin duda podía decirse de ella que era el edificio «más antiguo de todos».

Cuando Emily alzó la vista, descubrió un gesto de perplejidad en los rostros de sus interlocutores. Ambos intercambiaban miradas llenas de vacilación hasta que Kyle se volvió hacia ella.

—¿Cuánto hace que no ves un telediario?

—Desde hace bastante. He estado ocupada con… otras cosas —contestó ella, que se había pasado de viaje la última jornada.

—De acuerdo —asintió el canadiense—. No te has enterado de una noticia importante, especialmente ahora, que es relevante para ti. Al margen de los escándalos de Washington, la noticia del día ha ocurrido bastante cerca de aquí. Han destruido la iglesia de la universidad —informó el joven, poniendo mucho énfasis en cada palabra.

—¿Qué…? —Emily no logró contener su sorpresa—. ¿Cómo…?

—Un artefacto explosivo detonó ayer. —Kyle no le quitó la vista de encima.

—Pero no vamos a dejar que eso nos detenga —intervino Wexler—. Si esa frase se refiere a la iglesia, eso hace posible que la segunda tenga sentido. La iglesia recién destruida estaba dedicada a la Virgen María, una mujer con muchos títulos: madre de Jesucristo, dama soberana, siempre virgen…

—… Y reina de los cielos —apostilló Emily, que se había percatado de por dónde quería ir su mentor.

—Precisamente —admitió el oxoniense—. Hace un tiempo que no visito esa iglesia, pero me acuerdo de todo tan bien como cabría esperar y sé que había más de una imagen de la Virgen adornando las paredes. Holmstrand escribió: «Para orar, entre dos reinas». Apostaría a que ese símbolo, el que figura arriba en la página, se encuentra entre las estatuas de María en la iglesia de la universidad. —Hizo una pausa—. O al menos así era antes de la bomba, claro.

El terceto permaneció en silencio durante unos instantes, ponderando la aparente solución de Wexler al enigma de Arno Holmstrand.

—¿Y qué me decís de la última frase: «Quince, si es por la mañana»?

—Me temo que no tengo la menor idea a ese respecto —admitió Wexler al tiempo que alzaba las manos, admitiendo al menos una derrota parcial—. Ni siquiera los ingleses somos capaces de resolverlo todo con un solo trago, aunque sea generoso.

—Pero si les dejas tomarse un segundo… —concluyó Emily, sonriendo ante la salida de su antiguo tutor.

—No olvidéis que las dos primeras pistas se refieren a Oxford, pero no la tercera —puntualizó Kyle—. Quizá la localización de una aporte algo de luz sobre las siguientes.

Emily se echó hacia atrás y dejó que su espalda se hundiera en las curvas gastadas del viejo sofá. Tenía la mente llena de emociones difusas. Las nuevas de la destrucción de la iglesia le habían provocado una gran tensión, pero también la había tomado por sorpresa la sensación de decepción.

Había esperado que la guía secreta de Arno fuera más difícil de descifrar, por decirlo de algún modo. Ella se había imaginado un gran misterio que formase parte de una búsqueda llena de glamur y al final se había resuelto tomando un jerez a la media hora de estancia en Oxford.

«Media hora».

Fue esa idea lo que hizo reparar en el fugaz paso del tiempo y eso encendió la chispa en su mente. «Tiempo —pensó—. El tiempo importa, el tiempo lo cambia todo».

Emily dio un bote sobre el sofá y miró fijamente a los ojos de su antiguo profesor.

—Tengo una pregunta para la que necesito una respuesta de lo más precisa.

Wexler miró a Emily sorprendido por tan repentino estallido de energía.

—Como gustes. Haré cuanto pueda.

—¿A qué hora exactamente hubo la explosión en la iglesia de la universidad? —preguntó ella con el corazón acelerado, consciente de lo singular de su enfoque.