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Nueva York, 2.30 p.m. EST (1.30 p.m. CST)

La conexión de vídeo vaciló unos momentos y tras varios parpadeos cobró vida. La imagen del Secretario se conectó a la de los otros seis miembros del Consejo. El órgano ejecutivo había sido convocado a una reunión especial, pues las circunstancias lo requerían.

El hombre se inclinó hacia la cámara colocada en lo alto de la tapa del portátil.

—Caballeros, los acontecimientos han tomado cierto… giro.

Las seis ventanas colocadas en la pantalla junto a la suya emitieron un pequeño murmullo.

—¿No han podido sus Amigos realizar la tarea? —preguntó uno de pronunciación áspera y fuerte acento árabe.

—La tarea se ejecutó tal y como se había planeado —aseguró el Secretario.

—Entonces, ¿ha muerto también el Custodio? —preguntó alguien desde otra ventana y con otro acento.

—Hemos actuado de igual modo con el Ayudante, eso fue la semana pasada. Y hace unas horas hemos taponado el origen de la fuga.

Los miembros del Consejo acogieron las noticias asintiendo sin decir nada para mostrar su acuerdo. El silencio se prolongó un buen rato hasta que uno de los interlocutores tomó la palabra:

—Al parecer, nuestra tarea está terminada. Sabemos cómo funciona su estructura. Esos eran los únicos hombres con acceso a los datos. Hemos cubierto la fuga con eficacia. —Había satisfacción en el tono del hombre, pero un cierto aire de frustración enturbiaba sus declaraciones de éxito. La misión podía continuar y alcanzarían los objetivos a corto plazo, pero ahora que habían desaparecido el Custodio y su Ayudante, la larga búsqueda, esa que se había prolongado durante varios siglos, quedaba fuera de su alcance. Se había ganado algo, pero también se había perdido algo mucho, mucho más valioso.

El Secretario apoyó las manos sobre la mesa con calma y la agarró antes de contestar:

—Sí, en efecto. La filtración está controlada y podemos retomar nuestra tarea, pero… —calló unos segundos para dar énfasis a sus siguientes palabras—, pero ha surgido algo nuevo.

Aquel comentario imprevisto provocó caras de sorpresa entre sus interlocutores. El secretario sintió en él una pequeña fuente de poder. La habilidad para mantener en suspense a sus colegas despertaba su instinto innato de dominio. Él sabía lo que ellos ignoraban e iban a enterarse solo porque había decidido compartir esa información.

—No lo entiendo —comentó otro miembro del Consejo—. Nuestra tarea ha terminado si han muerto los dos. La amenaza a una posible exposición ha acabado, aunque eso signifique haber cerrado la puerta a… otras cosas.

«Otras cosas». La balbuceante mención de aquel consejero suavizaba una referencia, conocida por todos los miembros del Consejo, a la única cosa, el único objetivo, a la razón por la cual existía la institución.

El Secretario esperó a que terminara de hablar el hombre antes de retomar la palabra.

—Caballeros, el objetivo supremo aún está a nuestro alcance —aseguró, e hizo una pausa para deleitarse con el silencio y la perplejidad de sus colegas. Jamás había sentido con tanta fuerza su poder—. El Custodio pasó los últimos momentos de su vida intentando mantener algo fuera de mi conocimiento, de nuestro conocimiento. No se trataba de exponer a los jugadores de nuestra pequeña historia. El objetivo de sus últimos momentos de vida fue realizar un último engaño, evitar que lográramos nuestro objetivo.

Acarició con los dedos el ejemplar de tapa dura que el Amigo le había traído. De pronto, una chuchería sin valor alguno había cobrado un valor enorme, se trataba de una copia en perfecto estado de la Historia ilustrada de la Universidad de Oxford, de John Prest.

Uno con todas las páginas intactas.

—Caballeros, al morir, a pesar de su valía, uno de nuestros adversarios cometió un error. El último truco le salió mal al Custodio. —Contempló intensamente los semblantes digitalizados de la pantalla—. El dominio de este país no es suficiente. La biblioteca aún puede ser nuestra. Caballeros, la carrera todavía no ha terminado.

Pulsó una tecla para cortar la comunicación y se volvió hacia el hombre de traje gris, que permanecía a su izquierda entre las sombras.

—Ha llegado la hora de que vayas a Oxford.