Prólogo

Minnesota (EE UU), 11.15 p.m. CST[1]

El anciano ya no sentía el dolor producido por la bala que le había atravesado el pecho, a pesar de que ese daño se había convertido en el centro de todo incluso cuando empezaba a emborronársele la visión por los extremos.

Aquello no le sorprendía. Arno Holmstrand sabía que vendrían a por él. Los acontecimientos de la semana anterior dejaban poco lugar a dudas. Estaba preparado. Se había visto obligado a rematar los preparativos a toda prisa, mas ya los había terminado. El escenario se hallaba dispuesto y él había hecho todo lo necesario. Ahora solo faltaba realizar la última tarea y rezar para que sus esfuerzos no fueran en vano.

Se desplomó sobre la silla de basto cuero negro colocada detrás del escritorio. La tenue luz de la lámpara atravesaba las sombras del despacho y arrancaba destellos a la superficie de caoba, creando una imagen fugaz de gran belleza.

Extendió las manos hacia el libro abierto que descansaba sobre el escritorio de madera. El dolor punzante regresó durante unos instantes. Podía usarlo de recordatorio si era necesario: no había vía de escape, solo de conclusión. Se concentró, fijó la vista en el tomo, contó tres páginas y las arrancó con toda la energía que fue capaz de reunir.

En el corredor sonaron unos pasos que le proporcionaron un nuevo centro de atención. Arno sacó un mechero plateado, un regalo por su papel como testigo en la boda de un alumno hacía muchos años, y lo encendió. Tomó unas hojas del cesto de los papeles colocado a sus pies y las sostuvo en alto hasta que prendió la llama. Los folios ardieron al cabo de un momento. Dejó caer los documentos en la papelera y volvió al escritorio tras contemplar cómo se arrugaban y luego se convertían en pasto de las llamas anaranjadas.

Había llevado a cabo el último cometido. Arno entrecruzó los brazos, entrelazó los dedos de las manos y observó cómo se abría de sopetón la puerta de su despacho.

Vio ante él a un hombre de expresión acerada y desprovista de cualquier emoción reconocible. Alisó una cazadora de cuero negro cuyos contornos ponían de relieve un cuerpo musculoso, recorrió la habitación con la mirada, clavó los ojos en el pequeño fuego de la papelera y encañonó directamente al anciano sentado al otro lado de la mesa.

Arno alzó la vista y miró a los ojos a su adversario.

—Te estaba esperando. —En la voz calmada del anciano había una nota de autoridad. En el umbral, el intruso no se alteró. Había estado corriendo hasta hacía poco, pero ya se le estaba normalizando la respiración. Arno eliminó de su voz cualquier tono de burla y le confirió un tono práctico—: Me has encontrado, y eso ya es más de lo que han hecho muchos, pero todo termina aquí.

El hombre más joven se detuvo por un momento y contempló a Arno con curiosidad. No esperaba semejante muestra de aplomo por parte del anciano, no en ese momento, el de su derrota, y aun así, permanecía sentado de forma desconcertante.

El intruso respiró con fuerza y sin pestañear le pegó dos tiros seguidos que se hundieron en el pecho de Arno. Aumentó la oscuridad de la estancia. Holmstrand contempló cómo la silueta del asesino se giraba y se desdibujaba. Luego, pareció alejarse. La oscuridad aumentó.

14 minutos después, Oxford (Inglaterra)

Miércoles por la mañana, 5.29 a.m. GMT[2]

El reloj de la torre de la antigua iglesia se alzaba por encima de la urbe. A sus pies, la ciudad comenzaba a revivir e iniciaba su rutina típica. Unas pocas ventanas encendidas salpicaban las fachadas de los colegios universitarios próximos a la plaza y las furgonetas de reparto maniobraban por High Street, abasteciendo a las tiendas para su actividad diurna. La luna flotaba baja en el cielo y la noche aún velaba los primeros rayos del sol.

La inmensa manecilla de hierro del reloj se adelantó para ocupar su sitio y señalar las 5.30. Entonces, detrás de la placa frontal metálica, un pasador de madera, colocado a propósito entre los engranajes del reloj, se partió en dos; y al romperse, destensó un cable atado al mismo; y al aflojarse el cable, se inició el descenso meticulosamente coordinado del fardo que aquel había estado sosteniendo encima de la base de la torre.

Ciento veinticuatro escalones de piedra en espiral más abajo, a los pies del edificio decimonónico, el paquete se estrelló contra las gruesas rocas de los cimientos. La sacudida hizo que se soltara el detonador de mecha situado en la parte exterior del bulto, provocando una carga de ignición dirigida a la perfección. El paquete de C4 cobró vida, explotando con furia desmedida.

La vetusta iglesia se derrumbó en medio de una enorme bola de fuego.