Minnesota, 10.40 a.m. CST
Emily entró en su oficina, cerró la puerta y bajó las persianillas de la ventana que daba a la sala común. No estaba segura de la razón, pero sentía que necesitaba privacidad: no debía exponerse a la mirada de colegas y alumnos.
La segunda página del fax enviado por Michael aún la tenía muy confundida. Parecía ser una colección de pistas, sí, pero ¿pistas de qué? ¿En qué momento del día se había convertido ella en parte de una novela de misterio y cabía esperar que recibiera una misiva llena de pistas?
Debía hablar de nuevo con Michael ahora que obraba en su poder el contenido del sobre que le habían enviado a él. Tomó con ansia su Blackberry y marcó el número de su prometido desde los contactos.
—Has vuelto —dijo Michael nada más descolgar el auricular, y luego agregó—: Ya te dije que no te lo ibas a creer.
—En ese punto estoy más que dispuesta a darte la razón, cariño. —Intentó darle a su voz un tono tan desenfadado como el de Michael mientras desdoblaba las dos páginas de fax y las colocaba junto a la carta que ella había recibido de Arno.
Aunque por lo general estaba encantado de participar en cualquier broma, en aquel momento se mostró dispuesto a hacer una concesión a la seriedad de la situación.
—Emily, ¿de qué va todo esto?
—Esto está más allá de mi comprensión, lo confieso. —Se le ocurrían pocas razones para que Holmstrand la hubiera hecho partícipe de sus asuntos. Solo había cierta relación en el ancho mar del trabajo académico: antigüedades, historia y religión. ¿Eso era todo? ¿Había en ese territorio de interés común algo que los unía de un modo que ella no era capaz de ver?
La conversación quedó en silencio cuando Emily se sumió en sus pensamientos.
—Bueno, muchas gracias por su perspicaz contribución, profesora.
Ella se rio ante esa muestra de franqueza. Las cosas siempre habían sido así entre ellos desde aquella primera conversación durante una cena de colegas en Oxford hacía cuatro años. Él, un antiguo estudiante universitario convertido en un orgulloso estudiante de postgrado en Arquitectura, había intentado sintetizar su admiración por el diseño moderno con una mención favorable al Gherkin, el famoso rascacielos londinense diseñado por Norman Foster que parecía un pepino de cristal a punto de despegar.
—Es una abominación imperdonable —fue la respuesta sincera de Emily, dada libremente y con tono enérgico—. Y en la vida vas a convencerme de que en realidad te gusta. Decir eso es la obligación de un arquitecto, igual que un estudiante de música cree que debe mostrar admiración hacia Bach por principios, incluso aunque prefiera oír un rasguñar de uñas sobre una pizarra durante cinco minutos antes que tragarse otros tantos minutos de los Conciertos de Brandeburgo.
Ya fuera por la admiración que despertaban sus ojos azules o por su fuerza de voluntad, Michael se prendó de ella inmediatamente y de un interés fortuito la cosa pasó a un romance de verdad que floreció hasta convertirse en un amor sincero. Él le había propuesto matrimonio el año anterior, durante su tercer puente de Acción de Gracias juntos, y aunque ella era la más firme de los dos en la relación, eso de la petición de mano tradicional, con el anillo de diamantes y la rodilla hincada en tierra, no le hacía la menor gracia.
—Tal vez puedas empezar con lo que ya sabes —sugirió él—. Ambas cartas mencionan la Biblioteca de Alejandría… Holmstrand dice que la ha encontrado.
—No dice eso —intervino Emily. El tono pragmático de Michael la sorprendió—. Él no dice que la encontrase, solo que existe y que yo debo hallarla.
—De acuerdo —admitió él—, pero aún hay algo que encontrar. Odio preguntarte esto, pero ¿la biblioteca y esta Sociedad están… perdidas?
—Es genial que seas tan guapo, porque tus conocimientos de historia dejan mucho que desear y eso me hace preguntarme si prestabas algo de atención en la facultad. —Él había abandonado los estudios de Historia en aras a labrarse una carrera mejor remunerada en la arquitectura, así que ella aprovechaba la menor oportunidad para pincharle con el tema. Emily esperó que le respondiera con una risa, como así fue, y luego prosiguió—: La biblioteca se perdió, o más bien fue destruida. No estoy muy segura de a qué Sociedad se refiere, tal vez sea solo la administración de la biblioteca.
—¿Cuándo la destruyeron?
—No estoy segura —respondió ella.
—¿Y luego me acusas a mí de no saber historia? Al menos mi ignorancia no va precedida por un doctorado sobre la materia.
—No lo sé, Michael, porque nadie lo sabe. Es uno de los mayores misterios de la Antigüedad. Se erigió durante el reinado de Ptolomeo II, faraón de Egipto a principios del siglo III, y se convirtió en la mayor biblioteca de la historia de la humanidad. Y luego, al cabo de unas pocas centurias, desapareció.
—¿Desapareció?
—No existe una palabra más adecuada —replicó ella—. La mayoría de la gente da por hecho que fue destruida, mas no tenemos evidencia alguna de ello. Desapareció, así de simple. Es un verdadero misterio.
—Bueno, si es un misterio, tienes una página llena de pistas.
Sin embargo, esa ocurrencia de su prometido no la hizo reír. Estudió la tercera página de Arno.
—¿Podría ser cierto que Holmstrand encontrara la Biblioteca de Alejandría? —acabó por preguntar Michael.
En la mente de Emily resonaron otra vez las palabras del viejo profesor: «La biblioteca existe, y también la Sociedad…, ninguna de las dos se perdió».
Emily reflexionó antes de responder a la pregunta.
—Si cualquier otro afirmara conocer la ubicación de la biblioteca, yo desecharía esa posibilidad de inmediato. Demasiado sensacional. Imposible. Pero se trata de Arno Holmstrand. Y tenía una reputación difícil de igualar.
—Sí, recuerdo cómo le admirabas —comentó Michael. Él también admiraba la perspicaz inteligencia del viejo profesor, por el que incluso sentía una cierta ternura, como bien sabía ella. Michael llegó a conocerle en una ocasión durante una de las recepciones brindadas por la universidad. Después del acto, le comentó que Arno le recordaba mucho a su abuelo, un hombre de ojos dulces y cejas pobladas que había visto mucho mundo sin encallecerse por ello.
Pero el tono de Michael era un recordatorio de que la muerte de Arno relacionaba a Emily con algo que ninguno de los dos era capaz de explicar.
—¿No podría ser que los hombres famosos también mientan? —inquirió al fin.
—No solo era famoso, Michael, era una autoridad mundial.
Arno Holmstrand había brillado en el ámbito académico incluso en su época de estudiante. Se había formado en Yale para luego acudir a Harvard, donde se licenció en Filosofía y Letras. Emily había oído el rumor de que había obtenido la licenciatura en solo un año. En ese mismo periodo de tiempo se las había ingeniado para publicar su primer libro: Dinámica intercultural, el flujo del conocimiento entre África y el Oriente Próximo a finales del periodo clásico. Tal vez el título no tuviera mucha pegada, pero se convirtió en una referencia en la materia de inmediato. Emily todavía lo utilizaba como bibliografía en sus clases a pesar de que habían transcurrido varias décadas desde su publicación.
Nada de eso iba a impresionar a Michael, y ella lo sabía. En las presentes circunstancias, y dado el carácter audaz del que solía hacer gala, iba a estar mucho más dispuesto a dejarse seducir por la parte aventurera del trabajo del viejo profesor. Y de eso también había en abundancia, así que dijo con entusiasmo:
—Este hombre se granjeó la fama durante su primera expedición arqueológica con la Universidad de Cambridge. Era el único doctorando en ese momento. Su grupo efectuó una exploración siguiendo los mapas que él había dibujado durante una investigación en la Biblioteca Británica. Enterradas desde hacía siglos bajo las arenas del desierto, descubrieron no una, sino dos fortificaciones militares en el norte de África, ambas fechadas en época de Ptolomeo II Filadelfo, faraón de Egipto. —Emily era incapaz de reprimir su entusiasmo.
—¿El mismo que tiene relación con la Biblioteca de Alejandría?
—Exacto, y por si eso no bastara, al hallazgo le siguieron un puñado de aventuras al más puro estilo hollywoodiense. Según me han contado, las milicias acantonadas en las aldeas de alrededor veían con muy malos ojos los yacimientos arqueológicos, y los asolaron dos veces. En la segunda ocasión le dieron una paliza, le maniataron y le abandonaron a treinta kilómetros de allí, en pleno desierto.
Michael permitió un momento de silencio antes de intervenir de nuevo en la conversación.
—Por tanto, el profesor Arno Holmstrand el Grande sí es la clase de hombre capaz de haber hallado esa biblioteca vuestra tan perdida.
Emily se inclinó sobre el teléfono. La inquietud de la mañana se desvanecía poco a poco, desvelando en su retirada un entusiasmo cada vez mayor.
—Sí, era perfectamente capaz de ello, pero recuerda que no es eso lo que dice en sus cartas, en ellas dice algo más increíble: nunca se perdió del todo. Él dice que conocía su existencia, no sé cómo puede ser eso posible, pero es lo que dice.
—Y ahora, después de muerto, ¿quiere que tú la encuentres?
—Eso parece, sí.
—Y eso…, ¿eso no te molesta?
Emily vaciló al advertir que el tono despreocupado y bromista había desaparecido de la voz de Michael.
—No —admitió—, ¿por qué debería…?
—Porque la historia de Holmstrand, tal y como tú la cuentas, no es que esté libre de peligros. —Wess se dispuso a responder, pero antes de que pudiera hacerlo, él prosiguió—: Para decirlo sin rodeos, Emily, ese hombre está muerto, y esas cartas y esas pistas tienen pinta de llevarte a recorrer el mismo camino que le supuso acabar con tres disparos en el pecho.