9.20 a.m. GMT
—¿Diga? 518219 de Oxford al habla. —Peter Wexler contestaba al teléfono de la forma tradicional: diciendo el número de teléfono y hablando de un modo que sonaba anticuado.
—Profesor, soy Emily.
—Esperaba su llamada, doctora Wess —repuso él, muy aliviado al oír la voz de su antigua pupila—. Dígame, dígame, ¿lo ha conseguido? ¿Tiene el acceso?
Tanto Emily como él eran conscientes de la urgencia de la situación. Solo hubo una leve nota de vacilación en la voz de la joven cuando respondió:
—Lo tengo.
—Gracias a Dios. —Una pausa prolongada de reflexión siguió a esa exclamación. En sus manos descansaba la posibilidad de destapar la conspiración de Washington, y esa necesidad inmediata le impedía imaginar del todo lo que Emily había descubierto. La Biblioteca de Alejandría. Encontrada.
—Ahora mismo estoy mirando toda la colección. Es electrónica, tal y como había dicho Athanasius. La interfaz es espectacular, y otra cosa, profesor… No se puede ni imaginar la de cosas que puedo conseguir.
Wexler hizo un esfuerzo por absorber hasta la última pizca de información que le estaba dando su antigua alumna.
—¿Cómo encontraste la biblioteca?
Emily le detalló al académico el proceso de las últimas horas: su frustración por el callejón sin salida de Internet, los comentarios tan insistentes de Arno sobre las interfaces de las diferentes bibliotecas y su énfasis por repetir las cosas tres veces.
Habló, habló sabedora de que el Consejo estaba a la escucha.
—El acceso se ocultaba detrás de la convicción de que nadie iba a ser tan tonto como para escribir «la Biblioteca de Alejandría» en los tres campos de búsqueda. GEOWEB es uno de los sistemas de catalogación bibliotecaria más utilizados del mundo y su avanzado programa de búsqueda lo reduce todo a tres campos. ¿Quién iba a introducir el mismo criterio en los tres?
Wexler estaba boquiabierto.
—¿Y eso te ha permitido entrar?
—Eso me ha conducido a la entrada: una pantalla en blanco con el símbolo de la biblioteca y un campo para introducir la contraseña —le corrigió ella—. Nada más.
La interfaz permanecía escondida tras la absoluta improbabilidad de que alguien introdujera esa combinación en los tres campos de búsqueda. Mas no había dejado de ser un secreto. Si alguien hacía lo mismo que Emily por puro azar, acabaría delante de una pantalla sin tener ni idea de lo que estaba viendo, un símbolo y un campo para introducir una contraseña. Pero aparte de eso, el sistema seguía oculto, porque a lo mejor lo que Arno le había dejado era una herramienta para permitirle el acceso y él había entrado por otros medios.
—¿Y cómo averiguaste la contraseña? —se interesó el oxoniense.
—Por el método de prueba y error. Intenté todas las combinaciones posibles de pistas, palabras, opiniones sobre ciertas materias que me dejó Arno, y cuando nada de eso funcionó, probé suerte con títulos de sus libros y ciertas frases suyas de las que me acordaba. Lo intenté con todo lo que se me ocurrió.
—¿Y qué era al final?
Había más gente con los oídos atentos a su respuesta, como bien sabía Emily.
—Digamos que era algo que yo conocía muy bien, pero que no estoy en condiciones de contarle por teléfono. —Emily esbozó una sonrisa al recordar el momento en que había introducido la contraseña correcta, el título de su propia tesis doctoral. Arno Holmstrand había tenido presente a Emily en todo momento mientras preparaba el camino que la conduciría hasta la biblioteca. Las claves para descifrar los enigmas y las pistas estaban en su biografía, su currículo, su experiencia vital y su trabajo. Y todo eso la había conducido hasta donde Arno había querido llevarla.
Wexler se había quedado en silencio tras percibir la vacilación de la norteamericana. ¿Temía que otros pudieran estar a la escucha? ¿Y si a lo mejor la estaban siguiendo? Aun así, ella no parecía dudar a la hora de compartir muchos detalles a través del teléfono.
Emily siguió el diálogo tal y como lo había urdido antes de hacer la llamada.
—Escuche, profesor, en la biblioteca no solo está la lista de las personas involucradas en el complot de Washington, sino también un elevado número de detalles sobre su trabajo. Hay datos más que suficientes para desenmascararlos a todos.
—Y todavía estamos a tiempo —agregó Wexler, mirando el reloj. Eran poco más de las 9.20. Al otro lado del charco, todavía faltaban unas horas para que amaneciera del todo en la capital de Estados Unidos.
Se produjo una pausa en la conversación mientras ella elegía con cuidado las siguientes palabras. Había desarrollado el plan después de haber descubierto el acceso a la biblioteca y haber leído todos los detalles de lo que el Consejo estaba haciendo en Washington. Lo comprendió todo a una velocidad sorprendente y entonces supo exactamente lo que debía hacer. Había completado el camino de acceso a la biblioteca, pero el futuro se presentaba ante ella con gran sencillez, con una sensación confortante de calma y seguridad.
—Necesito ir a otro sitio para reunir una información sobre la biblioteca. Espéreme en su despacho dentro de hora y media, a las once. Me reuniré allí con usted y llamaremos juntos a la BBC para dar la primicia del siglo.
—¿Estás segura? —preguntó Wexler, cuyas sospechas iban en aumento. Algo no iba bien y tenía aspecto de ser peligroso. Le embargó una enorme preocupación por su antigua pupila.
—Reúnase conmigo en su despacho a las once y espéreme allí si llego unos minutos tarde. Estaré ahí en cuanto pueda.
Y dicho eso, colgó el teléfono. Emily no pensaba llegar tarde. Es más, iba a estar ahí en diez minutos. Eso le concedía alrededor de una hora para hacer lo que debía hacer.