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8 a.m. GMT

Se le aceleró el pulso mientras examinaba la pantalla del ordenador con renovado interés. El catálogo en línea del Oriel College estaba referido a su biblioteca, claro, pero formaba parte de un sistema centralizado para todas las bibliotecas de Oxford, el sistema integrado de bibliotecas de Oxford, también conocido por el acrónimo OLIS. Aunque Oxford había adaptado el sistema a fin de que pudiera ser usado también por un grupo de 95 bibliotecas de universidades independientes, facultades y departamentos en un conjunto básico de software llamado GEOWEB, un sistema de catalogación horrible, torpe y lento que Emily había usado en un sinnúmero de bibliotecas de todo el mundo. Lo usaba inclusive en el Carleton College, aunque recientemente lo habían presentado bajo un nuevo nombre, The Bridge, pues se deseaba simbolizar la conexión entre la colección bibliográfica de Carleton y su rival, situada en un pequeño pueblo al otro lado del río. Empero, la tecnología subyacente detrás de esas interfaces seguía siendo la misma.

Ahora, Emily sabía que la conversación que había mantenido con Arno unos meses atrás había servido para prepararla para ese momento. «¿Ha reparado usted en cuántas universidades de todo el mundo usan este mismo software periclitado? —le había preguntado Arno—. Una versión acá y otra acullá, pero el núcleo es el mismo». ¿Y qué le había dicho luego? El mismo sistema. En todas partes. En aquel momento el comentario podía pasar por el exabrupto de un usuario molesto, pero ahora resultaba evidente que Arno intentaba decirle algo muy concreto.

«Me estaba mostrando el acceso».

Emily acercó aún más la silla de madera a la mesita, colocó la mano izquierda sobre el teclado y cogió el ratón con la derecha. La interfaz blanca y azul del catálogo OLIS apareció en el monitor a la espera de instrucciones, tal y como hacía veinticuatro horas al día. El catálogo estaba accesible en cualquier momento desde cualquier lugar, exactamente igual que la biblioteca para el Custodio, tal y como había dicho Antoun. Desde un ordenador, un móvil, un iPad. El acceso era universal en todas sus formas.

Emily se frotó las manos cuando fue consciente de que los dedos le temblaban tanto que no sabía si iba a ser capaz de teclear algo.

«Con calma —se reprendió—. Un paso cada vez».

Y se sumió en una rutina que se había convertido en su segunda naturaleza desde sus días de estudiante de grado. Eligió la principal base de datos de la universidad, tanto antiguos como modernos, hizo clic en el botón «Búsqueda por palabras clave» para pasar a la pantalla de búsqueda avanzada. Aparecieron tres campos de búsqueda para permitirle ajustar el rastreo todo cuanto quisiera.

«De algún modo me estaba enseñando la puerta a la auténtica red, a la biblioteca», pensó, pero ¿de qué manera?, esa era la pregunta. La interfaz de GEOWEB era absolutamente simple y aburrida: unos pocos campos para acotar la búsqueda y el botón «Aceptar búsqueda» en una pantalla en blanco. No había espacio para botones escondidos ni ningún tipo de enlace oculto. «Ha de ser algo que yo teclee —concluyó Emily—. Una secuencia de términos. Una especie de contraseña muy larga».

Cerró los ojos para concentrarse mejor. La pantalla contenía tres campos. La primera pista de Arno también era de tres frases. La cuartilla manuscrita obraba ahora en poder de los sicarios del Consejo, pero ella tenía su contenido escrito a fuego en la memoria. Tecleó despacio, dándose tiempo para recordar cada frase con precisión, palabra por palabra, y las introdujo en cada uno de los campos.

1. Iglesia de la universidad, el más antiguo de todos.

2. Para orar, entre dos reinas.

3. Quince, si es por la mañana.

Contempló fijamente las tres frases, escritas cada una en el pequeño espacio del cajetín de búsqueda. Había recorrido medio mundo por culpa de esas palabras y ahora, mira por dónde, volvían a estar ahí. «El acceso», intentó convencerse con la esperanza de que esas tres frases que le habían venido a la mente fueran la baza ganadora. Movió el ratón y cliqueó con determinación en «Aceptar búsqueda».

Sus esperanzas se desvanecieron de inmediato.

Se le cayó el alma a los pies cuando la pantalla de resultados no mostró absolutamente nada; para ser más precisos, rezaba: «0 resultados encontrados», y en la parte superior de la pantalla mostraba sus frases en forma de compleja petición de búsqueda, pero eso no dejaba de ser una versión informatizada de lo mismo: nada de nada.

Un deseo vehemente de encontrar la contraseña adecuada consumió a Emily.

—Necesito otra serie de tres entradas. —Había dejado de pensar en su fuero interno y ahora hablaba en voz alta—. Tres, tres.

Recordó la primera pista que había descubierto ella por su cuenta, grabada en el altar de la capilla University College, no muy lejos de donde estaba ahora.

—Vidrio, arena, luz —repitió al tiempo que recordaba cómo esas palabras habían resultado ser un mapa que la había llevado hasta el subsuelo de la Bibliotheca Alexandrina.

Regresó a la pantalla de búsqueda e introdujo las tres palabras en los campos vacíos. Vidrio, arena, luz. Hizo clic de nuevo en «Aceptar búsqueda», presa de una excitación casi incontrolable. Esta vez se le aceleró el pulso al ver aparecer en la pantalla unos pocos resultados. Resultaba extraño que unos términos genéricos tuvieran tan pocas entradas en una colección con diez millones de libros. No obstante, en cuanto empezó a examinar el resultado se dio cuenta de que no tenían nada que ver. Ninguno de ellos guardaba relación con su búsqueda, o dicho de un modo más preciso, con lo que ella quería encontrar. Buscó más detalles en algunas entradas más prometedoras, pero el proceso solo sirvió para confirmar que ninguno de los libros estaba vinculado con la biblioteca.

Volvió a la pantalla principal de búsqueda. En el transcurso de su aventura había viajado a tres ciudades. A lo mejor ahí estaba la solución. De forma febril introdujo los nombres: Londres, Alejandría, Estambul. Una vez más, la prueba no obtuvo resultados significativos, solo un listado de libros sin vinculación alguna con la biblioteca. Probó suerte sustituyendo Estambul por Constantinopla, pero la alteración no trajo consigo ningún cambio significativo.

—¡Necesito un terceto que funcione!

Se sentaba más cerca del borde de la silla con cada intento fallido y ahora estaba a punto de caerse.

La frustración de cada fracaso no le hacía dudar ni un ápice de que estaba en el buen camino. Arno le había puesto de relieve aquella interfaz hacía solo unos meses. Durante los últimos cuatro días la había ayudado a ver qué era lo que estaba buscando y por qué debía encontrarlo. Y ahora solo necesitaba la clave que abriera esa puerta que tenía delante de las narices.

—¡Los tres grupos! —farfulló en voz alta. Aporreó las teclas de forma ruidosa al teclear las tres nuevas frases: la Biblioteca de Alejandría, la Sociedad, el Consejo.

El monitor se quedó en blanco y el sistema se tomó mucho tiempo antes de cargar la pantalla de resultados. Emily se puso en tensión. ¿Qué significaba eso? ¿Había encontrado la combinación adecuada?

Cuando la página se cargó por fin, únicamente contenía la referencia de siempre a unos cuantos resultados estándar. Emily los examinó solo para llegar a la conclusión de que no guardaban relación. Otra vez. El sistema sobrecargado funcionaba despacio.

Su frustración se disparó hasta el punto de que se percató de que ella misma se estaba segando la hierba bajo los pies.

«Cálmate. Esto no es una carrera —se reprendió a sí misma—. No tienes que empezar a teclear lo primero que se te pase por la cabeza».

Retiró las manos del teclado, entrelazó los dedos, hizo chasquear los nudillos y se acomodó mejor en la dura silla de madera.

«Debes abordar esto como alguien que sabe lo que busca».

Y por segunda vez en aquella mañana una única frase sirvió para evocar un recuerdo de lo más potente. El primer pensamiento sobre catálogos electrónicos le había hecho evocar su encuentro con Arno Holmstrand entre las estanterías de la biblioteca de Minnesota, y el enfado que sentía consigo misma le llevaba a evocar otro encuentro imborrable con el viejo profesor. Hacía cuatro días, mientras la llevaban en coche desde el aeropuerto de Heathrow a Oxford, se había venido a decir que la excentricidad y la extravagancia eran características de los académicos distinguidos. Emily se puso a darle vueltas a esa perspectiva.

«Di las cosas tres veces —había pontificado Holmstrand cada vez que se comentaba su tendencia a reiterar los argumentos—. La gente sabe qué quieres decir si repites algo tres veces. Una podría ser un accidente; dos, una coincidencia, pero si un hombre dice algo hasta por tres veces, eso es que lo dice a ciencia cierta».

Emily cerró los ojos y revivió el primer discurso de Arno en el que le había oído hablar de su famosa ocurrencia. «Hasta por tres veces». Había esbozado una sonrisa cuando se lo había oído decir, pero ahora, sentada delante de la interfaz en la biblioteca del Oriel College, todo su mundo enmudeció y se detuvo.

«Tres veces. ¿Puede ser así de simple?». ¿Podía ser que aquel comentario que había repetido media docena de veces delante de Emily estuviera destinado específicamente a ella? ¿La estaba preparando? ¿Era una instrucción para el futuro?

Abrió los ojos y miró fijamente la interfaz del catálogo con los tres campos de búsqueda vacíos. Hacía unos instantes se lanzaba a teclear la primera combinación de términos que pensaba, pero ahora miraba la página que la esperaba ahí, delante de ella, embargada por algo muy próximo al terror: si tenía razón en lo que se le acababa de ocurrir, Arno Holmstrand la había estado preparando desde el primero de sus encuentros «casuales», en lo que en aquellos momentos se le antojaba como muchísimos meses, y había pronunciado cada una de sus frases «espontáneas» con un significado pensado para que ella tuviera que descifrarlo, decodificarlo y usarlo cuando llegara el momento.

El plazo normal para incorporar un nuevo miembro a la Sociedad era de unos cinco años, pero Arno se las había arreglado para reducir los muchos aspectos de la formación de Emily a poco menos de uno. Tanto sus conversaciones improvisadas como los giros usados en las conferencias a las que ella asistía se habían hecho con el propósito de ofrecerle las herramientas que iba a necesitar, llegado el momento, para cumplir con éxito la tarea que Arno iba a encomendarle, una tarea que iba a llevarla por medio mundo y cuya culminación debía tener lugar ahora mismo.

Se trataba de un plan extremadamente retorcido que hablaba de una inconmensurable preparación, planificación, investigación y coordinación por todo el mundo.

«Resulta increíble por su complejidad —pensó—. Y eso es precisamente lo que cabría esperar del Custodio de la Biblioteca de Alejandría».

Aterrada y decidida al mismo tiempo, la doctora separó las manos y puso los dedos sobre el teclado. En el primer campo, el correspondiente a «Autor», escribió lo que tenía intención de encontrar: la Biblioteca de Alejandría. Movió el cursor al campo «Título», donde escribió lo mismo, e hizo otro tanto cuando pasó al campo «Editorial».

«Tres veces, porque es lo que pretendo encontrar».

Emily Wess hizo clic en el botón de búsqueda. La pantalla cambió y empezó a cobrar el aspecto de color blanco habitual mientras se cargaba la siguiente pantalla, pero se volvió completamente negra cuando el indicador del navegador señalaba que se había cargado la mitad de la página. Y permaneció oscura del todo durante unos instantes. Entonces apareció en lo alto de la pantalla un símbolo muy familiar, solo que en esta ocasión no estaba grabado en piedra. Lo conocía por haberlo visto en la carta de Arno, en la madera de la University College, en la puerta de Alejandría y en el diván de Estambul. Y ahora era un píxel, perfecto para la era digital.

Debajo del mismo apareció la pantalla de entrada a una colección en línea como Emily no había visto otra en toda su vida.