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Entre Alejandría y Oxford, 12.30 GMT

Emily había actuado con gran celeridad durante las horas posteriores a la muerte de Antoun: se metió en el bolsillo el deuvedé, cuya elaboración había sido el último servicio prestado por el egipcio, y llevó a cabo un registro rápido pero a conciencia en busca de algún objeto o documento en condiciones de revelar alguna conexión con la biblioteca, mas no halló nada. Athanasius se había mostrado muy escrupuloso y reservado en la protección de los secretos.

A renglón seguido, y moviéndose lo más deprisa posible, pues era consciente de que cuanto más tiempo permaneciera allí más probable era que la situaran en la escena del crimen, o que la detuvieran incluso, limpió todas las superficies que había tocado en un intento de eliminar toda pista que condujera hasta ella. Por último, hizo cuanto estaba en su mano para dar un adiós respetuoso, dentro de lo que permitían las circunstancias, al hombre que había dado la vida por proteger la biblioteca. Tumbó el cuerpo del difunto en el suelo con las manos cruzadas sobre el pecho. Desconocía cuál era su credo, pero la pequeña cruz copta del escritorio le daba un indicio sobre ese tema. Cerró los ojos y rezó una breve plegaria por el alma del muerto antes de salir de su despacho por última vez, dejando la puerta entreabierta a fin de que antes o después los empleados del complejo pudieran ver el cuerpo al pasar. Procurar que el cadáver no permaneciera allí de esa guisa durante mucho tiempo era el último favor que podía hacerle.

Después compró un billete en otro avión de las líneas aéreas turcas que cruzó de noche el Mediterráneo. Emily regresaba a Inglaterra. Nada más abandonar el complejo de la Bibliotheca Alexandrina se impuso dos tareas: pasar desapercibida y prepararse para lo que iba a tener que hacer después del vuelo.

Llevó a cabo el primero de esos propósitos tomando un taxi en La Corniche para ir hasta un barrio cercano a Borg El Arab, donde localizó un cajero automático. Allí retiró todo el efectivo que le permitía la tarjeta. Después entró en el banco más cercano y cambió el efectivo por libras esterlinas y usó otra vez la tarjeta de crédito para sacar el equivalente a doscientas libras y seiscientas liras turcas. No iba a usar más las tarjetas de crédito. Había comprado el billete hasta el Reino Unido en el mostrador de la compañía, pagando en efectivo, y además había adoptado la precaución de hacerlo lo más tarde posible, justo antes de que se cerrara la admisión de pasajeros. El Consejo seguro que podría localizarla, pero iba a darles el menor tiempo posible para elaborar planes a partir de sus propios movimientos.

Luego se puso a pensar en lo que la aguardaba. En Oxford iba a tener a su disposición más recursos que en Egipto. Sabía que el fondo de la biblioteca no se hallaba allí, que todo eso había sido una treta del Custodio. Es más, de hecho, a juzgar por lo que ahora sabía, a lo mejor la Biblioteca de Alejandría ya no tenía bóveda ni cámara alguna. Su comprensión de la historia había cambiado al enterarse de que la biblioteca había sido encontrada, y había vuelto a hacerlo cuando supo que nunca había estado perdida. Y se había transformado para convertirse en algo completamente nuevo al enterarse de que la biblioteca había avanzado con la historia, es más, a veces había guiado esa historia, y había dado el salto a lo digital, al mundo de las redes, el cedé y la aventura espacial.

Antes de subir a bordo del avión, Emily había encontrado un cibercafé en las inmediaciones del aeropuerto y se había sentado frente a un ordenador en el rincón más discreto, donde había introducido el deuvedé de Antoun con la esperanza de obtener alguna información de primera mano sobre el contenido actual de la biblioteca.

Pero resultó que los contenidos principales estaban encriptados, lo cual no la sorprendió. La ventana del explorador mostraba una carpeta con el contenido inaccesible y un archivo con un sencillo nombre de dos palabras: «para_emily.txt». Athanasius sabía que estaba preparando ese paquete en concreto para ella y le había dejado una guía con más información que la que había podido transmitirle en el tiempo que habían pasado juntos. ¿Había añadido el fichero txt al final, después de haber sufrido el ataque, sentado solo en el despacho del sótano, mientras se desangraba poco a poco hasta morir? Se le hizo un nudo en la garganta.

El archivo contenía una versión más pormenorizada y ampliada de la historia que Antoun había empezado a contarle mientras estaba tumbado en el suelo de su despacho.

La biblioteca empezó su conversión a un formato digital a finales de los años cincuenta, cuando los avances cada vez mayores en el ámbito de la ingeniería informática hicieron factible semejante movimiento. La idea inicial fue contar con un respaldo digital de los contenidos físicos, pero a principios de la década siguiente dos de nuestros Bibliotecarios en Estados Unidos comenzaron a reunir información acerca de una investigación sobre modelos de circuitos conmutados que se estaba realizando en el laboratorio Lincoln, del Instituto Tecnológico de Massachusetts: el diseño de una red pionera por parte de la UCLA y la creación por el Gobierno de ARPA, la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación. La red de conmutación de paquetes descentralizada era un concepto novedoso, y aunque el fruto de todos aquellos afanes, lo que se llamó ARPANET, el precursor de Internet, no consiguió transmitir su primer mensaje hasta el otoño de 1969, nosotros advertimos mucho antes todo el potencial de ese trabajo y lo combinamos con las tecnologías que habíamos aprendido de los investigadores soviéticos para crear nuestra primer red funcional, que estuvo plenamente operativa en 1964.

Mientras leía esa información le vinieron a la mente las palabras de Arno Holmstrand: «La sabiduría no es circular, la ignorancia sí. El conocimiento descansa sobre lo que es viejo, pero sin dejar de apuntar a lo que es nuevo». La transformación de la biblioteca a lo largo de la segunda mitad del siglo XX testimoniaba la visión del Custodio. La Biblioteca de Alejandría había resistido dos milenios de traslados constantes, pero el mundo digital había señalado el camino por donde iba a ir la historia.

Resultaba evidente qué camino iba a seguir el mundo y nosotros lo supimos mucho antes que los demás y, por tanto, dimos los primeros pasos en esa dirección. Luego, cuando llegó el momento, ayudamos a otros a seguir por esa línea, aunque nos aseguramos de que hubiera un cierto equilibrio en el desarrollo de estas nuevas tecnologías. Después de todo, nos hallábamos en plena Guerra Fría. Ni a nosotros ni al mundo nos convenía que un único centro de poder poseyera esa tecnología en exclusiva, así que ayudamos en su avance… y a su propagación.

La Sociedad del Bibliotecarios de Alejandría había desempeñado de nuevo un papel táctico, tal y como había hecho en el pasado, pues no se limitaba a reunir y conservar información, sino que la usaba —la «compartía», como describía Athanasius cuando hablaba de su cometido— de un modo que se vio obligada a considerar manipulador. Esa disconformidad había nacido cuando Athanasius le había explicado el papel activo jugado por la Sociedad a la hora de moldear los acontecimientos de la historia y se manifestaba cada vez que pensaba en el modo en que habían ejercido esa influencia. Ese control encerraba muchos peligros.

Nuestra red se extendió por todo el mundo a medida que aumentaba la digitalización de los fondos. Al igual que ocurría en la red que luego acabó convertida en Internet, la nuestra era segura y estaba a prueba de fallos, y también era ubicua. Está en todas partes y en ninguna. El sistema cuenta con nodos diseminados por todo el mundo, aunque no dejan de ser simples rutas de datos. Ignoro dónde se almacenan o dónde se conservan físicamente. Todo lo que poseo es la absoluta convicción del Custodio de que el sistema es indetectable. Incluso si usted o yo, doctora Wess, localizásemos uno de los ordenadores que hacen posible nuestra red y lo desmontásemos a fin de analizarlo, no descubriríamos nada. Nada descansa en códigos complejos ni en disquetes físicos. Todos los datos están flotando en la memoria existente entre las diferentes partes de nuestra red. Si se descubre un componente y se intenta sabotearlo, todo cuanto va a obtenerse es un ordenador mondo y lirondo, una caja vacía.

Lo más importante de todo es que el Custodio pueda acceder a él desde cualquier lugar del mundo. Desde dondequiera que se encuentre, está en condiciones de interactuar con el contenido de la biblioteca, actualizarla o liberar información. Había una interfaz gracias a la cual era capaz de acceder desde donde necesitara cuando lo necesitara. Pero nunca llegué a saber cómo era.

El optimismo de la norteamericana empezó a decrecer a medida que llegaba al final del documento. La perspectiva de que la biblioteca fuera una compilación interconectada y accesible en formato electrónico parecía implicar que estaba más a mano de lo que había creído en días anteriores. No iba a ser necesario localizar el paradero de una cámara hábilmente escondida. Bastaba con acceder a esa red y tendría a su alcance el conocimiento de todos aquellos siglos. El relato de Athanasius refería el rosario de precauciones adoptadas a fin de hacer indetectable la biblioteca e iba a ser un reto seguir adelante incluso aunque localizasen partes físicas de la estructura de esa red.

La biblioteca le pareció inalcanzable al tomar conciencia de que no la reconocería siquiera la persona con más conocimientos sobre ella y la Sociedad. Cuanto más sabía acerca de la misma, más lejos estaba. El documento de Athanasius concluía del siguiente modo:

La Biblioteca de Alejandría está en todas partes. Estoy convencido de que si el Custodio siguiera con vida, podría acceder a ella desde aquí mismo, en este edificio, en la oficina. Pero ¿cómo lo haría? Eso no lo sé, así de simple. La forma de acceso es lo que usted debe averiguar, doctora Wess.

Cuando cerró el archivo y retiró el deuvedé del lector, Emily reparó en el hecho de que en los últimos cuatro días dos grandes hombres habían pasado sus últimas horas preparando un testamento que le confiaban a ella, y los deseos de los difuntos estaban dando forma a su vida. La sensación de formar parte de algo grande y noble resultó mucho más tangible.

Ahora Emily se hallaba sentada y apretujada en el asiento de una modesta línea aérea. En la penumbra de los primeros momentos de la alborada contemplaba con aire ausente por la ventanilla las montañas de Europa occidental, que pasaban sin cesar por debajo del avión. «La forma de acceso». Qué sencillo parecía. Pero no era nada fácil de resolver, y ella lo sabía. Su sorpresa ante las últimas revelaciones disminuyó conforme empezó a darle vueltas. ¿Por qué le impresionaba tanto la nueva de que la biblioteca se hubiera actualizado para estar a la altura del mundo? En su día, la biblioteca de los Ptolomeos también fue una institución muy novedosa. Nunca antes se había concebido la existencia de un almacén de conocimientos, ni mucho menos se había llevado a cabo. Nunca antes un personal especializado y centralizado se había dispersado por el imperio y el resto del mundo conocido con el fin de reunir documentos para una base de datos conjunta de toda la sabiduría humana y emplearla de forma sistemática para propiciar el avance del ser humano. ¿Era tan sorprendente que la biblioteca, a medida que iba creciendo, hubiera adoptado nuevos mecanismos para conseguir su objetivo de estar en la vanguardia de la industria más nueva y creativa?

Poco a poco fue cobrando una confianza renovada. Había escapado a la muerte y ahora sabía qué andaba buscando, sin subterfugios. Arno Holmstrand había dispuesto una serie de pruebas con un propósito: conducirla en el lapso de cuatro días a ese estadio de entendimiento y conocimientos. Emily se hallaba persuadida de que iban a proporcionarle la información necesaria para que localizase lo que tuviera que encontrar. El viejo profesor le había preparado una larga lista de caminos hacia el éxito.

«Lista». Esa palabra le llevó a recordar algo que no encajaba con facilidad en el esquema general de las cosas. «La lista de nombres. La lista estaba distribuida en dos grupos. Me mandaron cada una en un mensaje de texto». Se acordó entonces de la revelación de Antoun: esos hombres formaban parte del complot del Consejo para obtener un mayor poder en el seno del Gobierno norteamericano. En los últimos tres días había visto los telediarios lo bastante como para saber que la actual administración estaba a punto de caer. Fuera cual fuera su naturaleza, el complot estaba en marcha.

«Las dos listas». Emily recordó un detalle de cuando sufrió el ataque en las calles de Estambul. El hombre que le había arrebatado el móvil se lo entregó a su compañero con una instrucción concreta acerca de los mensajes con las listas de nombres. «Se la enviaron en dos mensajes. La clave está en el segundo. Ese es el que contiene la lista con los nombres de nuestra gente».

«Nuestra gente». Eso era. Athanasius le había explicado que los primeros nombres eran los de personas ejecutadas como parte de la trama para echar al presidente Tratham de la Casa Blanca. Ella había supuesto que la segunda lista contenía los nombres que deseaban promocionar, personas manipulables para favorecer los intereses del Consejo. Pero las palabras del agresor habían sido muy concretas: «Los nombres de nuestra gente». La segunda lista no estaba formada por personas a las que influir y manipular, era la lista de los nombres del Consejo, la lista de sus miembros, que iban a ocupar nuevos puestos de poder en cuanto cayera el actual presidente.

A Emily se le puso carne de gallina. Apenas era capaz de concebir hasta dónde llegaban los poderes del Consejo ni tampoco su capacidad para la traición. Conocía muy bien a los integrantes de la lista. Cualquier norteamericano conocía a la perfección esos nombres. Eran nombres famosos en todo el mundo. El ingenio de la trama del Consejo estaba parejo a lo lejos que había llegado ya su poder. Habían creado un vacío de poder en lo más alto del sistema político norteamericano, tal y como había predicho Athanasius, pero no lo habían hecho con la expectativa de cubrir el hueco con hombres sobre quienes tenían influencia. Esos hombres ya se hallaban allí. Ahora simplemente iban a promocionarlos. Y el vicepresidente era solo el primero de la lista.

Había que detener a esos hombres. Había que detener al Consejo. Emily debía encontrar el modo de lograrlo, por muy inquietante que fuera la tarea. Pronto aterrizaría en Inglaterra y regresaría a Oxford. Una vez allí, daría los últimos pasos para localizar su objetivo. Descubriría qué significaba eso de que la biblioteca se había convertido en una red. Y encontraría la forma de acceder a ella.