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Simultáneamente, en Alejandría (Egipto), 10.15 a.m.

(8.15 a.m. GMT)

El paquete era diminuto y fino. Mientras deshacía el lazo y rasgaba el papel, Emily se preguntó qué podría contener de valor algo de tan poco peso.

Sin embargo, el contenido hizo añicos su pregunta. La norteamericana intentó ocultar su sorpresa mientras sostenía en las manos un sencillo deuvedé envuelto en una funda de plástico. Alzó los ojos en busca de Athanasius, pero este ya había empezado a hablar:

—Quizá la biblioteca sea antigua, doctora Wess, pero siempre se ha caracterizado por ir hacia lo nuevo y usarlo. Conservamos la información en deuvedés porque… la Biblioteca de Alejandría ya no es un almacén lleno de manuscritos, legajos y volúmenes. La biblioteca, doctora, es una red.

La historia de la Biblioteca de Alejandría había cambiado una vez más, como Emily había comprendido, pero no se había preparado para oír esa palabra.

—¿Una red? —Ella miró al egipcio y luego al deuvedé plateado que sostenía en las manos—. ¿Quiere decir que está en línea? ¿Está en Internet? ¿En la web?

—Algo por el estilo —respondió el hombrecito, a quien empezaba a fallarle la respiración, pero, aun así, sonreía con satisfacción—, aunque, obviamente, Internet sería demasiado… arriesgado…, demasiado público, demasiado vulnerable. Nuestra… versión… es, digamos…, algo más segura, y está… un poco más… protegida.

Tosió de nuevo, y en esta ocasión echó una bocanada de sangre. Antoun se retorció por la fuerza de la convulsión. Emily dejó a un lado el deuvedé, se arrodilló junto a él y abrazó al bibliotecario. Jamás había visto morir a un ser humano, pero le invadió el deseo de confortar a ese buen hombre en sus últimos momentos.

—Está bien, Athanasius, me ha revelado lo que necesitaba saber —le susurró. El cuerpo del herido se iba desmadejando poco a poco en sus brazos—. Lo ha hecho bien.

El hombrecito gastó sus últimas fuerzas para incorporarse, agarrar a Emily por los hombros y acercar los labios a su oreja.

—Doctora Wess, pero… ¿de veras… cree que todavía… usamos… estanterías de madera… y armarios… con archivadores? Esta gran ciudad no era capaz… de albergar la biblioteca… hace dos mil años. ¿Acaso piensa que ahora habría alguna con capacidad para contenerla toda? —preguntó, y miró a Emily el mayor tiempo posible con el deseo de que ella le entendiera, y mientras la vida se le iba, lo último que Athanasius vio antes de sumirse en un sueño del que nunca iba a despertar fueron esos ojos, los ojos de la nueva Custodio.