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Oxford, 8.15 a.m.

Ewan Westerberg sintió todo el peso de la historia sobre sus hombros mientras contemplaba la lenta apertura de la puerta. Estaba a punto de contemplar algo que sus predecesores habían deseado desde el advenimiento del Consejo. Él era el quincuagésimo Secretario. Siempre se había enorgullecido de esa distinción numérica, pero ahora, después de lo que había hecho aquella noche, iba a ser recordado como el primero y el más grande. Sería el que había llevado a cabo una tarea que otros habían considerado imposible. El poder y la influencia que había saboreado en el despacho de su padre tiempo atrás habían crecido hasta alcanzar unas dimensiones desconocidas para cualquier otro Secretario.

Aguardó a que la puerta se hubiera abierto del todo y golpeara contra el muro de piedra de la izquierda. El gran momento había llegado al fin. Respiró hondo, agachó la cabeza y entró en la cámara y hogar de la biblioteca.

A la luz de su linterna se unieron enseguida las de sus hombres. Se quedó boquiabierto cuando las pupilas se le acostumbraron a la luz.

Ante sus ojos, por debajo del suelo de la antigua ciudad, se extendían hasta donde alcanzaba la vista una hilera tras otra de estanterías de madera primorosamente labradas y ordenadas con sumo cuidado. Todas iban del suelo al techo. Entre ellas había largas mesas y armarios dedicados al archivo. El lugar era de una belleza abrumadora y unas dimensiones colosales. Había espacio para albergar cientos de miles de libros, millones incluso.

Pero no era la visión de las antiguas estanterías lo que había dejado sin habla al Secretario, sino el hecho de que todas y cada una de ellas estaban vacías.