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Minnesota, 9.45 a.m. CST

Emily contempló con detenimiento la carta que tenía en las manos. La hoja oscilaba y eso le hizo tomar conciencia de su propio temblor. Releyó la misiva una vez, y otra, y otra más. Se había enterado del asesinato de Arno Holmstrand hacía unos pocos minutos y ahora sostenía una carta escrita de su puño y letra antes de su muerte. Y él sabía que iba a morir.

«Es más que eso —pensó Emily—. Sabía que iban a asesinarle». El hecho suponía una diferencia considerable.

Y sabiéndolo, Arno Holmstrand había escrito a Emily Wess. Un rey escribía a un peón en los últimos momentos de su vida. No iba a poder averiguar la razón. Fuera cual fuera el hallazgo de Arno, ¿a santo de qué la involucraba a ella? La conexión directa entre la misiva y la muerte de su autor hacía que todo fuera más apremiante. Entraba dentro de lo plausible que el conocimiento mencionado en aquella carta hubiera sido la causa del asesinato de Holmstrand. Él, por su parte, sugería mucho y, por tanto, no parecía improbable que de pronto corriera peligro la vida de la propia Emily por el simple hecho de tener dicha carta en su poder. Se le revolvió el estómago solo de pensarlo y eso le hizo tomar conciencia de lo que realmente obraba en su poder.

Dio la vuelta a la cuartilla y buscó con la mirada el número de teléfono escrito en el centro de la página. La instrucción de Arno era que llamase a ese número, pero sin ofrecer indicación alguna acerca de quién podría contestar. Se quedó helada cuando leyó los diez dígitos escritos en tinta marrón de estilográfica en el papel con membrete del difunto. Estaba sorprendida y confusa.

Conocía a la perfección ese número de teléfono.

Solía llamar desde una entrada prefijada en la opción de favoritos, pero aún era capaz de recordar esos números. No había forma humana de que fuera de otro modo.

Descolgó el teléfono de la oficina y marcó muy despacio cada una de las cifras consignadas en la hoja. «Tal vez me equivoque —pensó en su fuero interno, sabiendo que no era así—. Estoy un tanto aturullada y desde que me han contado lo del asesinato no tengo las ideas nada claras». Pero ella sabía que eso era mentira.

La respiración se le aceleró cuando oyó que había línea. Ella era consciente de que, en cuanto hubiera conexión, los acontecimientos de la mañana iban a cobrar una dimensión completamente diferente.

Y ese momento llegó unos instantes después. Cuando descolgaron al otro lado del teléfono, se produjo una peculiar inspiración como preámbulo a un saludo formulado por parte de quien conocía a la persona que le llamaba.

—¡Em!

El acento británico de Michael Torrance resultaba inconfundible. Él saludó al amor de su vida con un entusiasmo equiparable a la confusión de Emily Wess.