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Nueva York, 10.45 a.m. EST (9.45 a.m. CST)

Las noticias guardadas en la carpeta roja que sostenía en las manos eran inquietantes, pero no más que las proporcionadas por la CNN en su televisión, encendida al otro lado de sala, en cuya pantalla podía leer la ventana de noticias abierta detrás de la imagen de una mujer rubia sentada a la mesa. Había tenido la televisión sin sonido hasta hacía unos minutos, cuando su ayudante entró en el despacho. La locutora había dado una noticia sobre una explosión en el Reino Unido. Un helicóptero sobrevolaba la escena en círculos para ofrecer una toma aérea en vivo de los restos del desastre, pero en aquel momento de la investigación poco se sabía, aparte de la hora de la explosión y una visión general donde se mostraba el alcance de los daños. Una bomba había destruido a primera hora de la mañana una célebre iglesia antigua, una de las más destacadas del patrimonio inglés. No se había informado de baja alguna, salvo el daño sentimental y el causado al patrimonio histórico.

—¿Ha reivindicado alguien la autoría? —quiso saber.

—No, señor Hines —replicó el ayudante.

Jefferson apretó los dientes con furia ante la falta de deferencia del joven. No dirigirse a él por el cargo era algo hecho a propósito.

—La CIA sigue al SIS británico en la búsqueda de sospechosos, pero hasta ahora no se han colgado la medalla ni los locos de siempre.

Hines se hizo cargo de la información, o más bien de su ausencia. Después de cada atentado terrorista con bomba, un torrente de grupos se declaraban autores del mismo en busca de la publicidad que proporcionaban los atentados contra la gran bestia de Occidente. Había excepciones, por descontado, y eran lo bastante frecuentes como para que la ausencia de toda reivindicación, como en el caso presente, no hiciera sonar aún las alarmas, pero era un silencio… interesante.

—¿Ha habido alguna reacción oficial por parte del Gobierno inglés?

—Solo ha expresado su sorpresa y horror, y ha asegurado que están trabajando con la debida diligencia para llevar a la justicia a los culpables de tan horrendo crimen, etcétera, etcétera.

Mitch Forrester movió los dedos en un ademán representativo de la absoluta carencia de contenido de aquellas respuestas estándar.

Trabajaba en la oficina de Hines desde hacía solo seis meses, pero se daba unos aires como si hubiera oído todo eso antes.

De pronto, Hines no fue capaz de contenerse y le soltó una pregunta de sopetón:

—¿Cuántos años tienes, Mitch?

La pregunta pilló desprevenido al ayudante.

—¿Perdón?

—Te pregunto la edad. ¿Qué años tienes?

El joven Forrester le miró de un modo raro, con una expresión donde se mezclaban su desdén habitual y la más completa confusión. Si hubieran estado solos, habría podido contestar con una muestra de la aversión que sentía en aquel momento, pero era muy consciente de la presencia de otro hombre en la oficina de Hines, el tipo sentado en un rincón que no soltaba prenda. Y él no deseaba que alguien fuera testigo de su impertinencia.

—Veintiséis —respondió al fin.

—Veintiséis —repitió Hines, y soltó un suspiro, deprimido ante aquella muestra de juventud. ¿Había sido tan cabeza dura a esa edad? Habían pasado más de veintiséis años desde entonces. Él siempre había sido un hombre ambicioso, pero no podía creer que se hubiera comportado con la impetuosidad del muchacho que tenía delante.

—No estoy muy seguro de ver que eso sea relevante para…

—No lo es, no lo es —le cortó Hines, en cuyo ademán dejó claro que quería salirse por la tangente—. ¿Hay algo más?

—Nada todavía —repuso con sequedad el joven—. Le informaré en cuanto haya novedades…, señor.

Hizo una pausa antes de pronunciar la última palabra de un modo que evidenciaba su descontento por el trato recibido. Y luego, con todo el egotismo de la juventud, aguardó en pie a la espera de un reconocimiento a su trabajo. Sin embargo, Hines se limitó a mirar la televisión. El joven ayudante se dio media vuelta y se marchó cuando por fin comprendió que no iba a decirle nada más.

Hines esperó medio minuto antes de volverse hacia el hombre sentado en el rincón más alejado de su despacho. Hacía mucho tiempo que se había resignado al servicio que aquellos hombres prestaban a la organización, pero todavía sentía una punzada de nerviosismo cada vez que se quedaba a solas con uno de ellos. Su papel en la organización siempre había sido diplomático, profesional. Nunca había sido uno de esos tipos que hacían el trabajo sucio necesario. Era una dimensión vil de la causa, pero de lo más necesaria. Aunque mucha gente de todo el mundo le consideraba como alguien con mucha influencia, Jefferson Hines sabía que el hombre sentado a escasos metros de él representaba un poder mayor que cualquiera que él pudiera alcanzar.

—¿Piensas que guarda relación? —preguntó al final, señalando mediante un gesto a la carpeta roja y luego a la televisión sin sonido—. Relación con la misión.

—Por supuesto. —Ambos sabían que no debían hablar del plan de otro modo que no fuera «la misión». En aquella ciudad y en aquellas oficinas, todas las paredes tenían oídos—. Pero que eso no te altere. Nosotros fijaremos el curso.

Hines no estaba satisfecho.

—Eso por descontado. Marlake, Gifford… y los demás. Ese era el plan. ¿Qué diablos ha sucedido en Inglaterra?

Su interlocutor se irguió cuando Hines empezó a hablar y le lanzó una mirada fulminante sobre cuyo significado no cabía duda alguna: «Cierra el pico». Nunca debían mencionarse los nombres.

Hines tomó nota de la mirada y su mensaje. Tabaleó con los dedos sobre la mesa, en parte por enfado y en parte por nerviosismo.

—Dime que hemos previsto una respuesta a ese tipo de situaciones —pidió—. Dime que eso no supone una sorpresa.

Si su interlocutor sentía alguna clase de vacilación antes de contestar, no lo demostró, y enseguida adoptó el aire de un hombre deseoso de exudar confianza y seguridad, alguien que quería que su oyente se mantuviera firme y categórico.

—Nuestros planes son seguros, de modo que nos encargaremos de nuestra parte del negocio y vosotros de la vuestra, y entonces todos ganaremos. —Permitió que sus palabras flotaran entre ellos en el denso aire de la oficina—. No perdáis de vista adónde vais.

Aquella seguridad insufló confianza a Hines a pesar de su pavor a ese tipo de sujetos. Soltó un largo suspiro, se enderezó y recobró la compostura. Los estadistas debían ser fuertes y a él le habían educado para esa tarea.

—Bien, entonces, ¿hablaré contigo mañana?

Su interlocutor asintió y se levantó del asiento.

—Ya lo creo que sí, señor vicepresidente.