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Minnesota, 9.35 a.m. CST

«La cuestión que me preocupa es que si han atacado y asesinado a uno de nuestros colegas aquí, en el campus, ¿quién va a ser el siguiente?».

Todos los compañeros de Emily se habían ido a dar clase y ella se había quedado sola en la oficina, dándole vueltas a los vericuetos de la conversación que acababan de mantener. Las palabras de Emma Ericksen le resonaban en la cabeza. Los interrogantes irrefutables asociados a la muerte de Arno Holmstrand no eran lo único que le hacían sentir un incómodo pavor. También contribuía a ello la presencia de la misma muerte. Un colega había sido asesinado a pocos metros de su oficina. ¿El riesgo era mayor? ¿Corrían peligro todos ellos?

«¿Y yo?». Emily descartó la idea con la misma facilidad con que había venido. Hacer de aquello una situación personal era irracional y solo serviría para alimentar el miedo. Para no divagar, debía poner a trabajar la mente y encargarse de las pocas tareas pendientes antes de que pudiera abandonar el campus e irse a ver a Michael.

Bajó la mirada a la pila de correo que había retirado del buzón. En aquel momento era la fuente de distracción más inmediata para soslayar sus turbadores pensamientos. Propaganda, propaganda, propaganda. Emily se había granjeado una sólida de reputación de recoger tarde y mal su correo, pero he ahí la razón. En la mano tenía la correspondencia de casi dos semanas y la mayoría de lo recibido iba a acabar en la basura. La carta de una editorial sobre un libro que no pensaba leer jamás. Una circular para concienciarla sobre los derechos de los animales, exactamente igual que la recibida hacía una semana e idéntica a la que iba a recibir a la siguiente. Una nota donde le indicaban su nuevo código para la fotocopiadora del departamento, escrita por la secretaria con el mismo secretismo y solemnidad que si le estuviera dando los códigos del maletín nuclear del presidente. La vida de un académico podía ser atractiva, pero excitante, lo que se dice excitante, no era. Tiró la nota a la papelera junto con el resto de la propaganda.

Debajo de todo había un solitario sobre amarillo de papel texturizado muy caro. El nombre de Emily estaba escrito en el anverso con letra muy pulcra. No había franqueo ni remitente.

Atrajo su atención la elegante caligrafía de su nombre escrito con tinta marrón. Las letras trazadas con desenvoltura presentaban los inconfundibles trazos típicos de quien usa una pluma estilográfica. Le dio la vuelta al sobre y se quedó mirando el reverso en blanco. El sobre carecía de matasellos y de remite, luego lo habían echado personalmente en su buzón. Tal vez se trataba de la invitación a una fiesta o evento, aunque a juzgar por el aspecto del sobre sería un acto de mayor nivel social de lo que estaba acostumbrada.

Se las ingenió para introducir su dedo meñique bajo la solapa del sobre y lo abrió. Una única cuartilla plegada por la mitad cayó sobre su regazo.

Emily la desdobló.

Emily pensó que si la primera impresión deja huella, esa nota quería dar una imagen de lujo. El suave papel de color crema era de primera calidad y su precio elevado saltaba a la vista, y si no le fallaba el olfato, olía un poco a madera de cedro.

Se le formó un nudo en el estómago al ver la parte superior de la hoja, donde un elegante membrete dorado decía:

DESPACHO DEL PROFESOR ARNO HOLMSTRAND, LICENCIADO EN FILOSOFÍA Y LETRAS, DOCTOR EN FILOSOFÍA, OFICIAL DE LA ORDEN DEL IMPERIO BRITÁNICO

Arno Holmstrand, el profesor asesinado esa misma noche. El gran profesor.

El difunto profesor.

El texto de debajo captó toda su atención.

«Querida Emily —empezaba la nota, escrita con la misma caligrafía elegante y la misma tinta marrón que el sobre—. Seguramente mi muerte ha precedido a esta carta».