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9.20 a.m. CST

—¿Saben quién le disparó? —preguntó Emily con un gallo en la voz que delató su propia desazón. Aún no había logrado enterarse de la razón por la que habían matado a Arno Holmstrand, el rostro más conocido de la universidad, sin lugar a dudas, aunque también era un vejestorio, al menos desde su perspectiva, porque, bueno, tenía setenta y pico. En esencia, era un anciano reservado y, a lo sumo, algo excéntrico. Ella no le conocía demasiado bien. Habían coincidido unas cuantas veces y Arno había farfullado unos comentarios bastante extraños acerca de la investigación de Emily, las pegas que cabía esperar de un viejo profesor sobre los trabajos de sus discípulos, pero hasta ahí había llegado su relación. Eran colegas, no amigos.

Sin embargo, eso no aliviaba demasiado la sorpresa. Una muerte en el campus, y un asesinato nada menos, era una noticia de lo más insólito. Y Emily no podía evitar sentir un cierto cariño hacia Holmstrand, aunque pesaba mucho más la valoración profesional que la relación personal.

—Ni idea —contestó Jim Reynolds—. Los detectives están en su edificio ahora mismo y el ala está cerrada. Lo estará todo el día.

Emily tomó un sorbo de café frío por instinto, pero en esta ocasión el gesto de llevarse a los labios la taza resultaba forzado, obvio, casi irrespetuoso. Era un comportamiento demasiado normal para ser hecho a la luz de tales nuevas.

—Aún no me creo que esto haya sucedido aquí. —Maggie Larson aún mostraba indicios de pánico—. A lo mejor alguien le tenía ganas…

Dejó que se apagara el eco de sus palabras. Había una declaración no dicha pero implícita para todos ellos: ninguno se sentía seguro ahora que habían asesinado a uno de los suyos.

El grupo se sumió en un largo silencio, roto solo por la llamada de la campana que repicó detrás de su actual ubicación. Estaban a punto de empezar las clases de la siguiente hora. Intercambiaron miradas de preocupación mientras se marchaba para dar las lecciones y atender sus obligaciones. Emily se sintió incómoda y compungida cuando tuvieron que seguir caminos separados. ¿Estaba bien que ahora se marchara cada uno a sus asuntos como si la conversación sobre un colega muerto fuera una charla sin más? Lo más seguro era que hubiera más cosas que decir, alguien debía admitir al menos lo emotivo de aquella situación.

—Yo, bueno…, lamento mucho lo de Arno. —No logró añadir nada más.

Le sorprendía hasta qué punto le afectaba aquella pérdida. Experimentaba una respuesta emocional que habría resultado más comprensible en el caso de la muerte de un amigo que en la de alguien como Arno Holmstrand, que nunca lo fue.

Aileen le dedicó una débil sonrisa y abandonó el corro. Emily luchó contra el estupor, regresó a la oficina, abrió la puerta y entró en la minúscula habitación. Resultaba sorprendente con qué facilidad podía cambiar la perspectiva de un día, lo arrolladora que podía llegar a ser una tragedia. Ella había tenido la mente en otra cosa, la cita pendiente con el hombre que amaba, hasta que tuvo noticia de la muerte de Arno.

El último miércoles antes del puente de Acción de Gracias solo debía impartir una clase a primera hora de la mañana. Cuando Emily iba a salir, disponía del resto del día para los preparativos del esperado viaje; este la llevaría de Minneapolis a Chicago, donde pasaría el fin de semana con su prometido, Michael. Se habían conocido cuatro años atrás, también en un puente de Acción de Gracias. Él era un inglés que estudiaba en el césped de su casa y ella, una estudiante de máster muy impaciente que realizaba investigaciones en el extranjero e intentaba compartir el significado de la gran tradición norteamericana con sus antiguos caciques coloniales. Y desde entonces aquel había sido su día.

Pero aquel ensueño feliz había llegado a su término y el corazón le latía desbocado ahora que se le había disparado la adrenalina al enterarse del asesinato ocurrido en las aulas.

Hizo un esfuerzo por reprimir el malestar y enchufó el ordenador de su mesa. Un trauma no podía detener todo un día de trabajo por muy fuerte que fuera. Emily dejó caer sobre el escritorio todo el correo, que había guardado hasta ese momento en el pliegue del codo.

No reparó en el sobrecito amarillo colocado entre dos folletos de colores brillantes porque tenía la mente sumida en cavilaciones sobre el asesinato y la sensación de pérdida. Sus ojos no advirtieron la elegante y peculiar letra de la dirección escrita con pluma, ni se fijaron en la ausencia del matasellos y del remitente. Pasó inadvertido delante de ella y se quedó en medio del revoltijo con todo lo demás.