Washington, DC, 9.06 a.m. EST[3]
En el exterior de la sala de conferencias identificada por un rótulo como la 26 H, el doctor Burton Gifford entregó el maletín de cuero a un camarero y le dedicó una mirada que dejaba claro su deseo de quedarse a solas a la conclusión de su reunión matutina. Se hizo a un lado mientras el resto de los asistentes salían de la estancia y seguían el pasillo en dirección a la salida; ignoró los numerosos letreros de «Prohibido fumar» y extrajo un Pall Mall sin filtro de una pitillera que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta y lo encendió. Había trabajado en el comité asesor de política exterior del presidente durante los dos años que este había permanecido en el poder, había sido un leal partidario de su trabajo en Oriente Medio, a pesar de que el hombre al mando no compartiera su deseo de mostrarse más agresivo y no limitarse a repartir las cartas en las tareas de reconstrucción de después de la guerra allí librada. Había llegado a convertirse en uno de los asesores más influyentes del gran jefe, llevando a cabo tareas políticas y asegurándose de que el presidente distinguiera a los amigos de los enemigos. Los antecedentes de Gifford estaban en el mundo de los negocios, y los negocios no eran sino un mundo de contactos. Le complacía pensar que el presidente estaba conectado, o desconectado, gracias a su sabiduría e influencia. Y no andaba del todo errado. Él era el tipo de los contactos y el presidente, la voz moral que elegía a los correctos.
Un hombre llamado Cole permanecía inmóvil en las sombras. Su rostro invisible esbozaba una mueca de desprecio hacia el corpulento e influyente intermediario político, un hombre dominante de muchos contactos cuyo aspecto recordaba al estereotipo de un gato gordo. Estaba henchido físicamente y también en su vanidad. Para él no existía nada a no ser que fuera relevante para sus propios designios.
Y aquel día iba a pagar por ese defecto.
Gifford dio una larga calada al cigarro en el pasillo vacío. La colilla a medio fumar pendió de sus labios mientras él usaba las manos para alisarse la chaqueta. Cole eligió ese momento para salir de una oficina situada al otro lado del corredor a fin de aprovechar la distracción y la posición vulnerable de aquel hombre. Le agarró de las muñecas con un movimiento sencillo y le arrastró de vuelta a la sala de conferencias.
—¿Qué diablos está haciendo? —inquirió Gifford, perplejo, mientras se le caía el pitillo de los labios.
—Guarde silencio y esto será más fácil —contestó Cole. Mantuvo sujeto a su cautivo con la mano izquierda mientras con la diestra cerraba suavemente la puerta detrás de ellos—. Y ahora, tome asiento.
Arrojó al tipo sobre una de las sillas situadas alrededor de la larga mesa de conferencias, desocupada desde hacía poco. Gifford estaba indignado. Aquel insubordinado no solo le había zarandeado, sino que en el proceso también le había retorcido las muñecas. Fuera de sí, puso las manos sobre el pecho y se las frotó a fin de aliviar el dolor. Mientras giraba la silla hacia su atacante, se puso a despotricar:
—Voy a enseñarte, jovencito, que no soy de esa clase de tipos que se achantan y aceptan sin más este tipo de…
Abandonó sus quejas a mitad de la frase cuando se dio la vuelta del todo y tuvo ocasión de ver las manos del agresor, que estaba dando las últimas vueltas al silenciador antes de tenerlo ajustado del todo a su Glock 32 de calibre 357 SIG.
—Sé perfectamente quién es, señor Gifford —replicó Cole sin molestarse en levantar la vista—. He venido a por usted.
La rabia y la sensación de superioridad de Gifford habían sido sustituidas por el terror y la impotencia.
—¿Qué…, qué quiere? —preguntó sin apartar los ojos del arma.
—Este momento —respondió Cole, que retiró el seguro del gatillo de la Glock en cuanto el silenciador quedó en posición con un chasquido—. Este momento es todo lo que quiero.
—No entiendo —espetó, horrorizado, y empujó hacia atrás la silla, como si así pudiera hallar alguna protección frente a la amenaza que tenía delante—. ¿Qué quiere… de mí?
—Solo esto —replicó Cole—. No quiero nada más. No es un interrogatorio ni un secuestro.
—Entonces, ¿qué es?
Cole levantó por fin la mirada y la fijó en los ojos como platos del aterrado Gifford.
—Es el fin.
—No…, no entiendo.
—Ya, imaginaba que no iba a comprenderlo —repuso Cole, y acto seguido disparó al corazón de Gifford tres balas que cortaron de raíz la conversación.
El hombro derecho de Cole soportó el retroceso de la pistola. Los disparos sofocados por el silenciador apenas levantaron eco en la enorme sala.
Gifford jadeó con incredulidad al ver un hilo de humo en la boca del cañón por la que habían salido las tres balas ahora alojadas en la parte superior de su cuerpo. Se desplomó sobre la silla cuando el corazón empezó a soltar sangre, que salió a borbotones por las heridas del pecho y la espalda.
Cole le vio exhalar el último estertor y se perdió en las sombras.