Minnesota, 9.05 a.m. CST
La jornada que iba a cambiar la vida de la profesora Emily Wess empezó de un modo bastante sencillo. No había indicios de tragedia ni particulares signos de urgencia en la forma con que había empezado su rutina matinal de todos los días de aquel trimestre. Había corrido a primera hora, había impartido las clases de la mañana, se había comprado el café matutino, pero algo le resultaba extraño a pesar de respirar el mismo pesado aire otoñal de siempre en el campus del Carleton College. Había en aquel día algo anómalo, una sensación inusual que no era capaz de determinar con precisión.
—Buenos días a todos.
Anduvo por el pasillo central del tercer piso del complejo Leighton Hall, sede del Departamento de Religión, hasta llegar a la puerta que daba a su despacho; el suyo era uno de los arracimados en torno a un pequeño espacio al que se accedía a través de una sencilla puerta, un corro, como solía llamarse en la jerga de Minnesota. Otros profesores tenían despacho en el corro, en una de cuyas esquinas se encontraban cuatro de ellos y un colega de otro departamento cuando entró Emily.
Ella sonrió, pero el pequeño grupo estaba absorto en una conversación sostenida en susurros.
—Hola —respondió alguien de la camarilla al cabo de un tiempo inusualmente prolongado desde el saludo, pero nadie se volvió a mirarla.
Fue entonces cuando ella tomó conciencia de la atmósfera tan extraña existente a lo largo de toda la mañana, pero de la que no se había percatado por completo hasta ese momento. Reinaba un silencio extraño en las aulas y sus compañeros desviaban la mirada con la preocupación escrita en las facciones.
Extrajo las llaves del bolso y se detuvo delante de unos casilleros a fin de vaciar el contenido del suyo. En el pliegue del codo sostuvo la propaganda que intencionadamente había dejado que se acumulara. Recogerla a diario se le hacía insoportable.
Las voces apagadas de sus colegas continuaron oyéndose. Emily miró por el rabillo del ojo en cuanto encajó en la cerradura la llave de su oficina, aguzó el oído y logró escuchar una frase dicha con suavidad y en voz baja a propósito.
—Le encontró esta mañana uno de los conserjes —informó alguien.
—Es increíble, ayer mismo estuve tomando café con él —comentó Maggie Larson, la profesora de Ética Cristiana, con expresión circunspecta.
«No parece alterada», pensó Emily en su fuero interno al acercarse un poco. Su curiosidad se despertó del todo al comprender que esa no era la palabra correcta. «No, parece asustada».
Cuando había girado la llave hasta la mitad, se dio la vuelta y contempló a sus compañeros. Absorbía su atención algo con pinta de no ser nada bueno.
—Disculpad, no pretendo ser maleducada, pero ¿qué ocurre? —quiso saber al tiempo que daba un paso hacia ellos. Cada una de sus palabras disparó la tensión en el ambiente, pero ella no conocía otro modo de tomar parte en la conversación sin saber ninguno de los detalles, ni siquiera el motivo de la misma.
Sin embargo, sus interlocutores no tenían intención de excluirla de la información.
—Al parecer no te has enterado —comentó una profesora. Aileen Merrin era la titular de Nuevo Testamento. Había sido miembro de la junta de nombramientos cuando Emily postuló a su actual cargo hacía dos años, y desde entonces sentía por ella un cariño innato. Esperaba tener un pelo plateado tan estupendo como el de Aileen cuando llegara a su edad.
—Es evidente que no. —Alzó el vaso de papel y tomó un sorbo de café demasiado frío para ser agradable desde hacía una hora, pero era un gesto cotidiano que ayudaba a superar lo embarazoso de aquel momento—. ¿De qué no me he enterado?
—¿Conocías a Arno Holmstrand, de Historia?
—Por supuesto. —Todos conocían al profesor insignia del Departamento de Historia. Emily habría sabido quién era incluso si no hubiera estado asignada tanto a Historia como a Religión. Holmstrand era el erudito más eminente y célebre de la universidad—. ¿Ha descubierto otro manuscrito perdido? ¿Ha expulsado a otro país del Oriente Medio por no respetar las reglas en una de sus excavaciones? —Tenía la impresión de que cada vez que se mencionaba su nombre era en el contexto de un descubrimiento capital o una aventura académica—. No habrá llevado a la bancarrota a la universidad con uno de sus viajes, ¿verdad?
—No, no lo ha hecho. —De pronto, Aileen pareció muy incómoda, y con un hilo de voz añadió—: Ha muerto.
—¡Muerto! —Emily dio un pequeño empujón y se integró del todo en el apiñado corrillo, cuyos integrantes estaban muy turbados a causa de las noticias—. Pero ¿qué dices? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—La noche pasada. Creen que le asesinaron aquí mismo, en el campus.
—No lo creen, lo saben —la interrumpió Jim Reynolds, un experto en la Reforma protestante—. Le han pegado tres tiros en pleno pecho… Según he oído, ocurrió en su despacho. Tiene pinta de ser un trabajo profesional.
En lugar de los extraños escalofríos que le habían corrido por la espalda, ahora se le puso la piel de gallina. Un homicidio en el campus Carleton College era algo inaudito, pero el asesinato de un colega… La noticia la asustó y le causó una honda impresión.
—Lo encontraron en el vestíbulo —añadió Aileen—. Había sangre en el exterior de su despacho. No he entrado. —La voz le tembló y miró a Emily—. ¿No te has dado cuenta de que la policía andaba por el campus?
—No…, no tenía ni idea de qué iba la cosa. —Emily hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Por qué Arno?
No se le ocurría ninguna otra pregunta.
—Esa cuestión no me preocupa —terció con miedo y timidez Emma Ericksen, la compañera de Emily en Historia de las Religiones.
—¿Y qué te preocupa? —quiso saber Emily.
—La cuestión es, si han atacado y asesinado a uno de nuestros colegas aquí, en el campus, ¿quién va a ser el siguiente?