En el balcón, un instante
nos quedamos los dos solos.
Desde la dulce mañana
de aquel día, éramos novios.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
Viernes
Para encontrar una mesa libre un viernes por la tarde en el bar Milano, debes pactar con la suerte. Se mezclan todos los alumnos de distintos institutos de la ciudad, más los estudiantes que se estrenan en sus primeros años en la facultad.
Aunque a muchos los separa tan sólo un año de estudio, se puede decir que hay una gran diferencia entre los chicos y las chicas que están en la universidad y los que no. Los universitarios hablan como personas mayores, se hacen los interesantes, y sus conversaciones tratan sobre temas relacionados con sus carreras.
Los estudiantes de instituto los respetan porque han pasado la temible «prueba» de la selectividad. Para muchos, son como seres «superiores», pero, para los temas relativos al amor, todos son iguales.
El bar Milano es el bar de moda. Las paredes son viejas y de color naranja, rellenas de cuadros de jugadores de fútbol, anuncios antiguos de refrescos y alguna que otra planta de plástico horrible concebida para dar un toque de verde al espacio. También hay una máquina de videojuegos antigua con el mítico juego del Tetris, donde el récord está por las nubes, y un futbolín que cuesta cincuenta céntimos y que para muchos es el más barato de la ciudad.
Las mesas son de madera oscura y muy rayada, y no hay silla que, al sentarte, no chirríe como una bisagra vieja. Se nota que por ese lugar han pasado millones de jóvenes. Los lavabos son la prueba de ello. Las paredes y las puertas están repletas de garabatos, unos más lúcidos que otros, y con mucha firma de grafitero amateur. Para que os hagáis una idea, encontrar papel de váter en ese lavabo es como si te hubiese tocado el euromillón.
La barra del bar está atestada de pegatinas y flyers que promocionan discotecas, y en un rincón hay una vieja minicadena que aún funciona con casetes. Los mismos casetes de siempre: Extremoduro, Dire Straits, Bruce Springsteen y Sabina, entre otros, configuran la banda sonora de lo que, para muchos, es el mejor local de la ciudad para relacionarse los fines de semana.
Desde hace relativamente poco, no se puede fumar dentro. Y, a decir verdad, es otro ambiente. Antes había una fina capa de niebla provocada por el humo de los cigarrillos que fumaban los estudiantes nerviosos y charlatanes.
Los dueños del local se han visto forzados a poner una pequeña terraza en la calle donde las mesas y las sillas están muy cotizadas. Si para encontrar un buen sitio dentro del bar es necesaria una buena dosis de suerte, para sentarte fuera necesitas ni más ni menos que un milagro.
David y Nerea están sentados a una de las mejores mesas de la terraza. ¡Un sitio inmejorable! Pueden ver quién sale y quién entra del bar, y tener controlada la terraza, por lo que pudiera ocurrir. Ambos van por su segunda bebida, aunque David ha optado por una cerveza, y Nerea, por un Martini blanco.
Ella está contenta, y le habla apasionada a su compañero de sus historias en la facultad. A decir verdad, habla tanto porque está nerviosa: espera el momento para tirarse al cuello del muchacho, cual gato remolón en busca de cariño.
—¡El profesor de química espera que aprendamos toda la tabla periódica de los elementos con sus números y pesos atómicos para el lunes! ¿No te parece increíble? ¡Yo ya no tengo tanta memoria! Soy lo más parecido a un pez en ese sentido. ¿Cómo voy a acordarme de algo que aprendí en el instituto? ¡Si no me acuerdo ni de lo que hice la semana pasada! Así que me espera un buen fin de semana… —Da un sorbo al Martini y lo deja rápidamente en la mesa metálica, mientras David bebe tan tranquilo un trago de su cerveza—. ¡Acabo de tener una gran idea! ¿Qué te parece si me echas una mano? Quiero decir, ¿y si quedamos este fin de semana para estudiar? Mis padres no están en casa. Podríamos estudiar y, después, ver una película en el proyector del comedor. —David se queda pensativo. Nerea insiste—: Necesito a alguien que me pregunte, ya sabes… «¿Cuál es el símbolo y el peso atómico del hierro?». Y yo: «Fe, 55,847». ¿Qué me dices?
David sonríe. Sabe que eso es una trampa. Sus padres se marchan el fin de semana, ella misma lo ha dicho. Y él es de esos chicos que necesitan estudiar en su casa para concentrarse. Las últimas experiencias que ha tenido en la biblioteca y en casas de amigos han sido un desastre, así que decide desviar la pregunta.
—¿Por qué no vas a la biblioteca de la facultad? Seguro que allí encontrarás a alguien con quien poder estudiar.
—Sí, pero no es lo mismo —responde Nerea con media sonrisa.
—Ya… Perdona, tengo el cuerpo lleno de sustancias químicas que necesito evacuar —le responde el chico en tono irónico—. ¿Me guardas la silla?
Nerea asiente con la cabeza, y David se adentra en el bar en busca del lavabo.
En ese mismo instante
Ana está en el baño en su sesión de estética semanal. Depilación, exfoliación facial, bañera con sales de balneario, y la radio de fondo. Es una de las pocas ventajas de ser hija única: no tiene que compartir el baño con nadie, y las sesiones de belleza pueden ser eternas. Tiene el móvil en una repisa del armario. Ana lo coge y revisa todos los mensajes enviados y recibidos. Sin respuesta de David. «¿Y si le envío otro mensaje? —No se lo piensa ni un segundo—. A lo mejor no lo ha recibido…», se dice Ana, sabiendo de antemano que es una excusa barata.
«Ahí voy. Un mensaje corto, conciso y acabado en una pregunta, para que no dude en responderme».
Escribir un mensaje de texto es un arte; quien lo recibe no sólo puede leer el texto sino que también puede analizar el contenido, el estado emocional de la persona que lo ha enviado y lo que quiere en realidad. Ana es una experta en eso, y es consciente del paso que está dando: cuando se está enamorada no hay estrategia ni análisis que valgan. Teclea a una velocidad supersónica, respira hondo y le da al botón de enviar.
«Si no respondes a esto, me olvidaré de ti. Te lo juro».
En la terraza del bar Milano
Nerea observa a la gente de la terraza y a los que no dejan de entrar en el bar. Como está sola, bebe algo más de su Martini, para aparentar que está haciendo algo. De pronto suena el móvil de David sobre la mesa.
Nerea lo coge sin mucho interés, sólo para distraerse, pues tiene la sensación de que la están mirando todo el rato; se siente algo incómoda sola entre tanta gente.
La expresión de su cara cambia cuando ve que el mensaje entrante es de Ana. Algo se le remueve por dentro, como si fuese una bola de golf que le sube desde la boca del estómago hasta la garganta. Siente el impulso de apretar la tecla para leer el mensaje: Oye, siento lo que sucedió esa noche. ¿Estás bien?
Nerea no sabe cómo encajar lo que ha leído. ¿Estarán David y la niña esa enviándose mensajes? No duda en revisar acto seguido todos los mensajes enviados por David. No ve ni rastro de Ana.
«¡Esa renacuaja! ¿Cómo se atreve?».
Nerea siente la necesidad de hacer algo al respecto. David está a punto de llegar, y no quiere que la descubra cotilleando su móvil. El corazón le va a mil por hora. «¡Esto no va a acabar así!». Sin pensarlo, poseída por la rabia y el enfado, Nerea le escribe a Ana, en nombre de David, otro mensaje corto, directo y arrollador: ¡Déjame en paz, niñata tontalaba!
Lo envía y, a continuación, borra ambos mensajes. De esta manera, David no le contestará: ojos que no ven, corazón que no siente. Pero lo más importante para Nerea es que ha matado dos pájaros de un tiro sin que David se entere.
La chica deja el móvil encima de la mesa justo en el momento en el que ve salir a su amigo del bar con una sonrisa. «¡Por poco!». David se acerca a la mesa, bebe un trago de cerveza y mira el reloj del móvil.
—¿Has visto la hora que es? ¡Es tardísimo! Me tengo que ir pitando al baloncesto, llego tarde al entrenamiento, y antes tengo que pasar por casa a recoger la bolsa. —Nerea hace ademán de contestar, pero David se le adelanta—. No te preocupes; ya he pagado.
—Está bien, gracias —responde Nerea mientras él recoge el móvil y su mochila—. ¿Y lo de estudiar el fin de semana? —pregunta de nuevo, y también se levanta.
—No lo sé; nos llamamos, ¿vale? —dice el chico sonriendo y dándole dos rápidos besos en la mejilla.
—Vale, ¡que te vaya bien el entrenamiento! —grita su amiga al verlo marchar, e incapaz de encontrar la manera de convencerlo.
David se marcha a paso ligero. Nerea lo intimida a veces, y eso de estudiar en su casa le pone muy nervioso. El baloncesto ha sido una buena excusa para librarse de contestarle a lo del fin de semana. Nerea es muy absorbente cuando quiere, y David lo nota, y no le gusta demasiado. Ha preferido invitarla y marcharse rápido a dar explicaciones baratas para no ir a su casa el fin de semana.
Mientras, en casa de Ana
Ana sale de la ducha relajada y tranquila, se seca y se pone su crema hidratante. Después de una semana de clases y deberes, de hablar con la gente e ir de aquí para allá, éste es, sin lugar a dudas, uno de los mejores momentos de la semana.
Antes de recoger las cosas y ventilar el vaho del baño revisa el móvil y… «¡Ha contestado! ¡Por fin!». A Ana se le dibuja una gran sonrisa. Antes de leer el mensaje ordena el baño.
«Un mensaje como éste debe leerse como Dios manda».
En ese mismo instante, en otro punto de la ciudad
Silvia vuelve a casa arrastrando la mochila, abatida por la semana. Camina por la calle, tranquila con su Mp3, escuchando el último disco de su cantante favorita. Vuelve satisfecha de la biblioteca. Este fin de semana lo tendrá libre, pues ha acabado todos los deberes hasta el martes.
A diferencia de su hermano, a ella le va muy bien estudiar en la biblioteca. El silencio y el olor a libro viejo la ayudan a concentrarse. Además, cuando está cansada de estudiar levanta la vista y observa a otros estudiantes como ella. Le gusta imaginarse sus nombres, sus gustos y, por qué no, a veces, hasta se imagina que son sus futuras parejas.
Cuando, al fin, llega al portal de su casa, se hace un lío con el cable del Mp3 y la cremallera de su mochila, y las llaves se le caen al suelo. Al instante aparece un perro y le lame la mano. Silvia se asusta tanto que da un chillido y cae hacia atrás. Automáticamente, oye una voz que grita:
—¡Atreyu, no!
Silvia aún está aturdida cuando ve que alguien le tiende la mano para ayudarla a levantarse.
—Tranquila, es un perro inofensivo. Apenas tiene seis meses.
La chica se levanta por su propio pie, se toca con una mano el trasero, y su cara refleja algo de dolor.
—No pasa nada, estoy bien —dice mirando al perro, que lame desesperadamente las llaves.
—Lo siento, me he confiado y lo he dejado sin correa.
Silvia se fija por primera vez en el dueño del perro. ¡Es el chico de la guitarra! ¡Marcos! ¡El que lloraba! Silvia se toca el pelo, nerviosa.
—¿De qué raza es? —pregunta para distraer un poco la atención de su caída.
—Un Jack Russell —responde el muchacho.
—Mi padre dice que estos perros son muy inteligentes —comenta ella mientras se agacha para tocar el perro—. ¿Muerde?
—Qué va… Es buenísimo.
—¡Qué simpático es! —exclama ella cuando el perro se sube a su regazo—. ¿Cómo se llama?
—Atreyu.
—¿Atreyu? ¿Has leído La historia interminable? —pregunta Silvia, curiosa.
—¡Claro! Es el dragón blanco de la suerte —responde Marcos, orgulloso de su perro.
Silvia se ríe.
—Bueno, Atreyu era un guerrero en la novela —explica Silvia, en plan marisabidilla.
—¡Claro, el que ayudaba al niño protagonista!
—Bastian Baltasar Bux —apunta Silvia en tono repelente.
—A salvar Fantasía de… ¡la Nada! —exclama Marcos, al recordarlo todo de repente—. ¿Cómo he podido cometer este error? ¡Confundir a Atreyu con Fujur!
—Lo importante es que Atreyu es un nombre muy bonito para un perro —sonríe Silvia, orgullosa.
—Y tú, ¿cómo te llamas? —pregunta el chico aprovechando la ocasión.
—Silvia, ¿y tú?
—Marcos. «El vecino nuevo». Nos hemos mudado con mi madre. Oye… —Marcos se queda pensativo un instante, y de repente cae en la cuenta de quién es realmente Silvia—, perdona por lo del otro día… Yo…
—No te preocupes. No pasa nada, ahora sé que este perro aprende de su dueño… ¡Ahí por donde pasáis, arrolláis! —ríe la muchacha, tratando de quitar hierro al asunto.
De hecho, aunque se acaban de conocer, Silvia sabe mucho más de él de lo que Marcos piensa. Para muchos podría ser una ventaja, pero lo que realmente cuenta para ella es la mirada de la persona y la manera de relacionarse.
—Bueno, supongo que vives aquí. Es la segunda vez que te encuentro en el portal.
—«Elemental, querido Watson» —responde Silvia con un comentario más propio de su amiga Estela que de ella.
—Entonces somos vecinos —confirma Marcos.
—Si miras por la ventana de tu cuarto, descubrirás lo vecinos que somos. —Silvia le guiña un ojo y se hace la misteriosa.
Pero Marcos no atiende al comentario y pregunta:
—¿A qué instituto vas?
—Al mismo que tú —responde ella—. Te he visto algún día entre clases.
—Ah… Yo no conozco a nadie aún. Bueno, sí, a ti y a la profesora de mates.
—¿La Sargento? —pregunta Silvia.
—Esa misma… —ríe el chico—. ¿Algún consejo para sobrevivir a sus clases?
—Estudiar, amigo… Yo acabo de volver de la biblioteca; si no estudias, estás muerto.
—Bueno, pues gracias por el consejo. Toma tus llaves, están algo pringosas, pero has tenido suerte de que no se las comiera ni las escondiera. Atreyu es especialista en enterrar objetos de todo tipo en los lugares más insospechados —dice Marcos mientras entra en el portal de la finca.
—Supongo que ya nos iremos viendo —se despide Silvia.
—O no —responde, irónico, el chico.
—¿Cómo? —replica Silvia.
—Digo que nos vemos seguramente en el instituto o en la biblioteca —contesta Marcos por decir algo.
—¿También vas a la biblioteca? Podríamos ir…
—No, era un decir —la interrumpe él con una sonrisa, y la deja con la palabra en la boca mientras sube la escalera.
Silvia se queda en el rellano con el cable de los cascos del Mp3 colgando de una mano y las llaves llenas de baba del perro en la otra, despeinada y con la sensación de que no le ha caído muy bien a ese chico.
«Qué raro es. Cuando las chicas se enteren de que lo he conocido, seguro que flipan. Mira que querer invitarlo a la biblioteca… ¡Suerte que me ha cortado! Seguro que tiene novia».
Cinco minutos más tarde, en casa de Ana
Cinco minutos después, Ana está echada en la cama con su pijama de Hello Kitty, nerviosa y con el móvil en las dos manos.
—Una, dos…, ¡tres! —cuenta en voz alta antes de abrir el mensaje.
Un mensaje no leído. Abrir mensajes. David. Ahora.
Ana lee.
—¿Qué? —murmura con voz entrecortada. Los ojos se le ponen vidriosos—. ¿Qué? —repite, esta vez con más rabia—. ¿«Tontalaba»?
Ana se derrumba en la cama, se abraza al cojín y rompe a llorar. «¿Por qué me trata así? ¿Qué he hecho mal? ¡Sólo quería saber cómo estaba!».
Tarde o temprano, todo lo que le pasa a Ana se acaba convirtiendo en una entrada de su blog. Y lo que le acaba de pasar se merece una redacción de esas de bombo y platillo.
Se pone delante del ordenador y abre una hoja de texto. Es de esos momentos en que los dedos le irán solos por el teclado, y sus sensaciones van a ser canalizadas en palabras. No dirá nombres, porque su blog no es como las revistas del corazón, pero sí dirá lo que piensa, su verdad y su dolor.
Nueva entrada:
Mal presentimiento
A veces, emocionarte y hacerte ilusiones con algo te puede dar un gran disgusto.
Los malos presentimientos nos acechan.
Tengo un mal fario.
Un mal presagio.
Un mal presentimiento.
No lo veo claro, tengo miedo.
Como cuando coges un avión y te dices: Voy a morir.
Lo sé. Voy a morir porque tengo una visión, un presentimiento, un mal presentimiento.
Pero, como diría una de mis mejores amigas, los aviones casi nunca se estrellan, ni los malos presagios siempre se cumplen.
Por eso no me queda más remedio que confiar en la vida. Pero ahora mismo he tenido un disgusto tan grande y estoy tan triste que no puedo parar de llorar.
Firmado:
Blancanieves
Y así es. Ana deja de escribir. Su llorera no la deja pensar y, aunque no está muy orgullosa de esa entrada, le gusta porque le ha salido de dentro. Le da a «aceptar» con rabia y cierra el portátil. Su blog es como ella misma. A veces necesita repasarlo ochenta veces antes de colgar una reflexión, porque quiere que sea perfecta, y otras, como ésta, se deja llevar. Le sale del alma, y ni la retórica ni las pausas ni las comas le importan un comino. Tal vez por eso tenga tantos seguidores. Porque es auténtico y le sale de dentro de verdad.