Ella, por volverlo a ver,
salió a verlo al mirador.
Él volvió con su mujer,
ella se murió de amor.
JOSÉ MARTÍ
Tres días más tarde, en el cuarto de Silvia
Las Princess acostumbran a quedar en casa de Silvia para hablar de cosas importantes. Para ellas es como el campamento base. Es la casa más grande de todas, la que tiene mejor conexión a Internet y la que está más cerca del insti y del bar Piccolino. En la habitación de Silvia se pueden sentar todas en el suelo haciendo corro, y poner la música a todo volumen sin que su madre les llame la atención.
Hoy se han citado porque tienen lo que ellas llaman una RPU. «Reunión de Princess Urgente». Los temas del día son:
• La futura cita de Bea y Sergio, y
• el SMS que Ana envió a David.
La madre de Silvia entra en la habitación y les lleva unos sándwiches de crema de cacao y unos refrescos. Puede parecer una escena de película americana, donde la madre es superservicial con su hija y sus amigas y todos parecen ser muy felices. Pero la verdad es que para la madre de Silvia es muy importante cuidarlas. Las amigas son algo fundamental para ella, porque sabe que las buenas amigas son para toda la vida.
—Gracias, mamá —dice Silvia, mientras su madre pone la bandeja con la comida en medio de la habitación.
—De nada, hija; y ahora, a hablar de vuestros novios.
—¡Mamá! —exclama Silvia, sonrojada.
—¿Ya tienes novio? ¡Uy, cuenta, cuenta! —La mujer hace ademán de sentarse con las Princess.
—¡Mamá, no! —se avergüenza Silvia, mientras se pone de pie y empuja a su madre hacia la puerta.
—¡Está bien, está bien, ya me voy! Avisadme cuando empecéis a bailar; aún me acuerdo de una coreografía superchula de cuando era joven —bromea su madre para fastidiar a Silvia, y les guiña un ojo a las demás.
—Adiós, mamá… —la despide Silvia con tono imperativo mientras cierra la puerta, pone el cerrojo y suspira, aliviada.
—Tu mamá es la caña —dice Ana cariñosamente.
—Sí, claro. ¿Empezamos?
Silvia baja la persiana mientras todas se levantan dispuestas a comenzar la reunión.
A las Princess les gusta prepararse para una RPU. Deben estar a oscuras, sólo a la luz de las velas. Cada una debe tener consigo un objeto de valor y ponerlo en medio del círculo.
Ana siempre pone su diario; Silvia, su primer oso de peluche; Estela, una máscara de teatro de Viena que le regaló su profesor Leo, y Bea, una pulsera de plata que fue de su madre y que no se quita jamás.
Desde fuera, puede parecer algo semejante a un ritual de brujas pero, para las Princess, es un acto de confianza, porque los temas que tratan, aunque a veces puedan parecer tonterías, son top secret. Nada de lo que se comenta en una RPU sale nunca de la RPU.
Todas saben que Sergio y Bea han quedado el sábado en un bar del centro, cerca del Milano. Esta vez no quieren que falle nada. Silvia enciende la última vela, cierra el círculo de las Princess, y empiezan su particular sesión.
—Bien chicas, ¿quién quiere comenzar? —pregunta la anfitriona.
Estela es la que lo tiene más claro, y se dirige directamente a Bea:
—Nena, ¡a por él! ¡Nada de hacerse la mojigata! ¡Demuestra que eres una mujer de verdad!
—Tiene razón —confirma Ana, y prosigue con una sonrisa—: Cuando lo veas, te sacas la chaqueta, le enseñas el color de tu sujetador y le plantas un morreo de esos que lo dejen seco.
Todas rompen a reír; saben que Ana no se expresa nunca de esa manera.
—Pues ya que estamos—sugiere Bea—, ¿por qué no le digo que quedemos en un hotel de esos que pagas por horas?
—Pues a mí me encantaría probarlo algún día; es una de mis fantasías recurrentes —confiesa Estela con voz morbosa, mientras el resto de las Princess se miran escandalizadas.
—Chicas, chicas, calma… —susurra Ana, en voz baja—, que nos va a oír David y va a flipar. ¡Pensará que somos unas salidas!
—Tranquila —responde Silvia—, mi hermano todavía está en la uni, llegará tarde. Creo que hoy tenía partido de baloncesto.
—¡Ay, la pobre Ana, que no piensa en otra cosa que en su enamorado! —se burla Estela. Y, aunque lo hace con cariño, la aludida salta:
—Oye, no te rías de mí, ¿vale?
Ana se ha puesto de lo más colorada.
—Que no me importa que te líes con mi hermano, Ana —le dice Silvia—. De hecho, ¡creo que me encantaría que fueses mi cuñada!
—¡Yo no me he liado con nadie!, ¿vale? Sólo fueron un beso y un SMS que me ayudasteis a escribir y que, os recuerdo, ¡no me ha respondido aún! —explota su amiga.
—¡Ahh! —gritan todas las chicas, imitándola.
—¡No dramatices, que sólo han pasado tres días! —exclama Estela—. ¡Y eso, en un hombre, no es nada!
—Un momento, un momento. —Silvia pone orden, moviendo los brazos—. ¿Le enviaste un SMS a David?
—Sí —responde su amiga, avergonzada—. No te dije nada porque me daba cosa que lo supieras…
—¿Puedo ayudar? —pregunta Silvia, con sincera preocupación—. Si me decís qué es lo que decía el SMS, igual os puedo aconsejar. Es mi hermano: os acordáis de eso, ¿no?
Silvia coge el móvil de Ana y busca el SMS.
«Ay, no, qué vergüenza —piensa ésta—. ¡Que no lo lea!».
—¡Mira que no tener WhatsApp! Mi hermano nos llevará sólo cinco años, pero a veces parece un viejo…
—¡Sí! —dice Estela, riendo—. Con ese móvil que parece una minipimer. ¡Es más grande que el mando de la tele!
—Bueno, ¡basta! —exclama Ana—. No os riáis de él, ¿vale? A mí me gusta, aunque no tenga Facebook, ni Twitter, ni tonterías de ésas. Es diferente, ¿verdad, Silvia?
—Qué te voy a contar… Es mi hermano y, aunque a veces lo mataría, como cuando se zampa mi helado sin avisar, me lo comería a besos, y es adorable, creedme.
«Yo sí que me lo comería a besos…», piensa Ana atontada mirando al techo del cuarto. Silvia la devuelve de golpe al mundo real, diciendo, en un tono más elevado:
—Bueno, ¡lo encontré! Atención al mensaje. —Se levanta para leerlo y todas la escuchan—: Dice así: Siento lo del beso… y, si quieres, me gustaría mucho quedar contigo para contarte mi punto de vista.
—¿Verdad que parece que le esté pidiendo cita para una reunión de negocios? ¡Lo ha acojonado, fijo! —comenta Estela.
—A mí no me parece tan mal —la defiende Silvia—. Eres sincera y, conociendo a mi hermano, la verdad es que no entiendo por qué no te ha respondido. Es un buen tío, legal. No es de esos que no contestan. Si quieres, le pregunto.
—¡No! —se exalta Ana—. ¡Como le digas algo, te mato!, ¿vale? ¡Te mato! Prométeme que no le dirás nada, porfi, porfi… —suplica Ana.
—Que no… —susurra Silvia con cariño. Se da cuenta de lo que significa su hermano para Ana—. Te lo prometo.
Su amiga respira aliviada.
—Bueno, no importa si no contesta; al menos, me da ideas para el blog, que hace días que no escribo —dice, encogiéndose de hombros y garabateando apuntes en su libreta, como si de verdad no le importara.
Silvia, Estela y Bea se quedan calladas y la observan escribir sus notas en un silencio inquieto. Se lanzan miradas cómplices y, sin que Ana se dé cuenta, se dirigen hacia ella poco a poco hasta que, entre todas, le dan un gran abrazo y rompen en carcajadas.
«Qué suerte tengo de teneros», piensa Ana mientras recibe el achuchón; no le importa nada el haber hecho un pintarrajo en la libreta, fruto de la muestra de amistad.
—No sé lo que haría yo sin vosotras —confiesa, emocionada.
—¡A lo mejor ya tendrías novio! —responde Estela a toda prisa.
—«¡David, te quiero!» —exclama Bea, burlándose de la situación.
—O puede que dijese: «¡Te quiero, Sergio!» —contesta Ana para defenderse y cambiar de tema.
—Calla, calla; qué nerviosa estoy… Este sábado estaréis conmigo, ¿verdad, chicas? —pide Bea, insegura de la cita.
—Eso no lo dudes nunca —responde Estela, mirando los ojos azules y temerosos de su amiga.
En ese mismo instante, oyen una música que viene del exterior de la habitación. No suena como si fuera un CD; es algo extraño.
—¿De dónde viene esa música? —pregunta Estela.
—No lo sé —contesta Silvia—. Parece un vecino.
Abre la persiana y la ventana, y descubren a un chico muy guapo, con el pelo larguito, que toca la guitarra. Las Princess se quedan mudas escuchando.
La ventana de la habitación de Silvia da a un patio interior y, justo enfrente pero en un piso inferior, ven a un chico que está sentado en su habitación. Toca una canción con la guitarra y parece que canta entre susurros. Estela empieza a saltar emocionada:
—¡Es el chico nuevo! ¡El guaperas rarito!
Al mismo tiempo, Silvia exclama:
—¡Es el chico con el que me crucé en la portería! ¡El que lloraba!
—Un hombre sensible… —murmura Estela.
—Shhhh —susurra Bea—. ¡Nos va a oír! ¡Hablad más bajito!
—¡Claro! Es el hijo de la nueva vecina… —recuerda Silvia—. Mi madre me contó la historia. Por lo visto, el padre murió y se vinieron los dos a vivir aquí, para superarlo y eso. El otro día me tropecé con él en el portal.
—Y ¿de qué murió el padre? —pregunta Estela muy seria.
—Ni idea —responde Silvia, sin dejar de mirar por la ventana—. Pero el otro día parecía muy afectado.
—¿No te lo ha contado tu madre?
—No.
—¿Seguro? —persiste Estela.
—Que noooo —asegura Silvia, harta de la insistencia de su amiga.
—¿Y si lo buscamos en Facebook? Sabrás cómo se llama, ¿no?
—Creo que se llama Marcos.
—¡Bravo! Sólo hay unos mil millones de Marcos en la red —replica Estela, con su ironía habitual.
—¿Le pregunto a mi madre? ¡Mamaaa! —grita Silvia.
—Espera, loca —le dice Bea entre risas, tapándole la boca—. Primero miremos el buzón.
—¡Claro! ¡El buzón, el buzón! —exclama Estela, animada.
En ese momento, se abre la puerta y aparece la madre de Silvia.
—Dime, hija.
—Nada, mami, nada. Perdona. —Sonríe inocente a su madre, que pone los ojos en blanco y cierra la puerta tras de sí—. ¡Ya te avisaremos para bailar!
Silvia les guiña el ojo a las chicas. Sigilosa y lentamente, abre la puerta de la habitación.
—No hay moros en la costa. —Les sonríe a sus amigas. Entonces, al disponerse a salir del cuarto, le guiña un ojo a Bea y le dice—: Has tenido una gran idea.
—Déjame a mí. Voy yo, que soy más rápida —le sonríe ésta, antes de salir corriendo.
Todas escuchan cómo la Princess más deportista abre la puerta de la casa y baja la escalera a toda pastilla. En el edificio hay un ascensor, pero a Bea le encanta hacer ejercicio. Siempre que puede, sube y baja la escalera a pie, y esta ocasión no podía ser menos. El resto aprovecha para seguir observando al chico; sigue tan concentrado en la música que no se percata de que hay tres chicas observándolo.
—Es un poco raro, ¿verdad? —pregunta Estela.
—¿Y por qué crees que lloraba el otro día, Silvia? —dice Ana.
—No lo sé, pero ahora me siento superculpable. Está claro que tendré que pedirle perdón —responde ella, sin dejar de mirar a su nuevo vecino.
—Oye —le espeta Estela, dándole una colleja—, ¡que yo lo he visto antes!, ¿eh, guapa? ¡Prohibido ligárselo!
—¿Cómo? —contesta Silvia—. Te recuerdo que estás e-na-mo-ra-dí-si-ma de tu querido, perfecto y estupendo Leo, ¿o no?
—Sí, pero tenemos una relación abierta —aclara Estela, riendo.
Silvia suspira.
—En todo caso —reflexiona Ana—, no sabemos nada de él. A lo mejor ya tiene novia. Un chico tan sensible y que toca la guitarra…
—¡Se llama Marcos Soler Fernández! —grita entonces Bea, medio ahogada de subir la escalera corriendo, al tiempo que abre la puerta y entra en la habitación.
—¡Aaaaaah! —gritan todas también, y se abalanzan sobre el ordenador de Silvia.
—Tranquilas, chicas, dejadme… —dice ésta—. Primero, Facebook. Es lo más fácil.
—Va, ¡conéctate! —la apremia Estela, impaciente.
—Voy, voy.
Silvia pone la contraseña sin que las chicas lo vean. Es muy celosa de su intimidad. Es de ese tipo de personas que jamás cotillearía el móvil de alguien, ni abriría una carta que no se dirigiese a ella. Por esa razón no cree correcto que las chicas, aunque sean sus mejores amigas, conozcan su contraseña. Ellas lo entienden.
—Vale, ya podéis mirar —las avisa cuando aparece la pantalla de Internet en el ordenador.
Estela es la primera que coge el ratón y entra en Facebook.
—Marcos Soler Fernández… No puede haber tantos… —dice Estela, impaciente, mientras se carga la página.
Una solicitud de amistad pendiente aparece en el icono correspondiente. De manera instintiva, Estela, como hace siempre cuando abre su sesión, dirige el cursor para ver quién quiere ser su amigo o amiga, salvo que en este caso la sesión es de Silvia.
Estela le da al botón, y todas las Princess pueden leer: «Sergio Sánchez quiere ser su amigo».
«¡Dios mío! ¡Me quiero morir!», piensa Silvia. A Bea le da un vuelco el corazón y dice exactamente lo que piensa, muy enojada:
—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Sabía que entre Sergio y tú había algo! ¡Sabía que no era normal que te llevara a casa en moto! ¡Me has mentido, Silvia! ¿Cómo has podido hacerme esto?
—¡Que no he hecho nada, Bea! ¡Cálmate!, ¿quieres? Sólo me pidió el teléfono para…
Silvia no puede acabar la frase; Bea la interrumpe.
—¿Te pidió el teléfono? —murmura, furiosa—. Pues ¿sabes qué te digo? Espero que este sábado te vaya bien la cita con Sergio ¡porque yo no pienso ir!
Bea no puede evitar que se le salten las lágrimas. Todas enmudecen en la habitación. La chica recoge su pulsera del círculo y su mochila de la cama, dispuesta a marcharse con paso firme. Ninguna Princess está a la altura de la situación, y no pueden frenarla. Al abrir la puerta de la habitación, choca con la madre de Silvia, pero eso no impide que la chica se vaya.
—¿Se puede saber qué es ese escándalo? —pregunta la mujer, mirándolas una a una.
—Nada, mamá —responde Silvia, triste.
—¿Cómo que nada? —le contesta su madre—. A mí no me parece que no pase nada. —Mira a su hija de forma severa, pero ésta sigue callada—. Bien. Creo que ya va siendo hora de que volváis a casa, jovencitas. Se acabó la fiesta por hoy.
Con caras largas, Ana y Estela recogen sus cosas.
—Perdone, señora Ribero —se disculpa Ana, y la mira arrepentida por lo que ha pasado, y sin poder evitar pensar: «Me encantaría que algún día fuera mi suegra».
—Adiós —se despide Estela, guiñándole un ojo a Silvia y diciéndole con señas que más tarde la llamará.
La madre de Silvia entra en la estancia y cierra la ventana con decisión. Silvia piensa: «Suerte que no ha visto al chico».
—Silvia, hazme el favor de limpiar este desorden y apagar esas velas. Te he dicho mil veces que no quiero que encendáis velas en tu habitación. ¿Quieres quemarlo todo?
«La que me espera… —piensa Silvia—. Cuando mamá se enfada y empieza a hablar así, hay castigo asegurado».
—Está bien, mamá. Lo limpiaré todo —intenta apaciguarla—. Bea es muy quisquillosa, y se ha enfadado por una tontería; créeme, mamá.
—Pues dile a tu amiga que ésas no son maneras de comportarse en casa de los demás —responde su madre, tajante.
«Puf… De la que me he librado», piensa Silvia, mientras su madre se dirige al comedor.
«¿Y ahora qué hago?», se pregunta Silvia, mientras lo recoge todo: las velas y el viejo osito de peluche del suelo. En el ordenador aparece la solicitud de amistad de Sergio.
Se tira en la cama preocupada, y con razón. Bea se ha enfadado mucho con ella y, aunque ya está acostumbrada a esos prontos, esta vez cree que se ha pasado.
«¿Agrego a Sergio o no lo agrego?».
Por primera vez en su vida siente que la amistad de una gran amiga está en juego por culpa de un chico. Pero ¡qué chico!
Minutos más tarde
Ana busca a Bea en la calle. «Se ha enfadado mucho por algo que no tiene tanta importancia. Después de todo, Silvia estuvo con Sergio, y es normal que se busquen en Facebook».
Ana deduce que Bea habrá ido a casa andando, así que decide que ya hablará con ella, y vuelve a la suya, porque de hecho ya es tarde y, después del último día, lo mejor será no dar motivo a sus padres para que se enfaden con ella.
Entra en el metro. Le gustan los transportes públicos, porque le da tiempo a escribir. Se sienta, saca su libreta y piensa en su nueva entrada para el blog. Le quedan tres paradas para llegar a casa y una pareja que está sentada delante le despierta la imaginación.
Nueva entrada:
Esperanza
Sentada en el metro, no puedo evitar mirar a la pareja que tengo delante. No paran de abrazarse y darse besos. Son de esas parejas empalagosas que dan tanta rabia. Pero ¿por qué nos dan rabia? Supongo que es porque nos dan envidia. Al menos, a mí. Sí, lo reconozco. Me dan envidia. Como no los conozco, no puedo saber si son felices o no, pero la verdad es que lo parecen. Transmiten amor. Igual sólo llevan una semana saliendo juntos, eso diría mi amiga Estela, pero yo creo que no. Yo creo en el amor, y creo que hay parejas que se encuentran, y parejas que no lo hacen nunca. No es que quienes no tenemos pareja seamos malas personas. Ni solteronas. Yo creo que no. Igual que la mayoría de mis amigas, sé cómo me voy a casar, de qué color será mi vestido, a quién le entregaré el ramo, y cómo se llamarán mis hijos. La chica que diga que no ha fantaseado con eso alguna vez miente. A mí me gusta inventarme mi futura familia. Hoy me ha pasado una cosa muy bonita. Una mujer muy guapa me ha gritado. Nos ha gritado a mí y a mis amigas y, cuando lo ha hecho, yo no he podido evitar sonreír por dentro. Ella ni siquiera se ha dado cuenta, ni mis amigas tampoco, pero a vosotros, queridos lectores, os diré que esa mujer es la suegra de mis sueños. ¿Y por qué es la de mis sueños? Porque su hijo todavía no se ha fijado en mí. Creo que todavía no me ha visto realmente, pero, cuando lo haga, ella se convertirá en mi suegra y nos caeremos muy bien. «Qué tontería», pensarán algunos. ¿Pues saben qué les digo? ¡Que no hay que perder la esperanza!
Firmado:
Blancanieves