Capítulo 40

Dime que sí,

compañera,

marinera,

dime que sí.

Dime que he de ver la mar,

que en la mar he de quererte.

Compañera,

dime que sí.

RAFAEL ALBERTI

Ocho de la mañana

La mamá de Marcos despierta a su hijo con un buen desayuno en la cama. La mujer está más contenta que de costumbre. El día anterior, Marcos le dio una lección sin querer, y eso ha hecho mella en ella.

El chico está en las nubes. Por primera vez en mucho tiempo, su madre lo despierta con buen humor y un «buenos días», y sin decirle nada de lo que últimamente está acostumbrado a oír: «Levántate y ordena tu cuarto, que parece un mercadillo».

Es la primera vez que, desde que viven solos y en el nuevo piso, los dos notan que, por fin, vuelven a ser una familia normal.

—Marcos, esta noche he estado dándole vueltas a una cosa… —El chico espera a que ella continúe. Sabe que su madre ha tomado una decisión, y él tendrá que acatarla, sí o sí. Antes de continuar, su madre sube la persiana—. La habitación de los trastos, ¿sabes? —«Ahí está, seguro que quiere que la limpie», piensa el chico mientras da un mordisco al cruasán—. He pensado en limpiarla. Quiero tirar muchas cosas, y poner plantas…

—¿Quieres poner plantas en esa habitación? Pero ¡si no tiene ventanas! —responde el chico, algo confundido.

—No, quiero poner plantas en toda la casa. ¿Te has dado cuenta de que no tenemos ninguna? A lo que iba… El trastero… Sí… Al principio pensé que sería ideal como cuarto de la plancha, pero he pensado en algo mejor… —Aún de pie junto a la ventana, la madre se le queda mirando con una sonrisa brillante. «Ahora viene mi turno», piensa Marcos.

—He pensado que… —su madre habla con lentitud para que la sorpresa sea mayor—… ¡podrías utilizarlo como tu estudio de música!

A Marcos le sorpende tanto la noticia que casi escupe todo el café con leche como si fuera un aspersor automático.

—¿DE VERDAD?

Su madre ríe.

—¡Pues claro! Así no tendrás todas tus cosas amontonadas en la habitación. Un cuarto para la música, y otro para dormir. —Marcos sigue mirándola, anonadado—. Pero si no quieres, olvídalo, ponemos la plancha y listos.

—¿Y podría poner allí también el ordenador? —pregunta el chico rápidamente.

—Claro. Si te sirve para componer, ¡adelante! —Su madre percibe el brillo de ilusión en los ojos de su hijo y se imagina la cantidad de horas que, a partir de ahora, Marcos pasará en ese cuarto componiendo, ensayando, tocando… ¡Seguro que su hijo músico acabará siendo famoso!

—Y…, y… ¿podré poner hueveras en la pared?

—¿«Hueveras»? ¿Qué son «hueveras»? —pregunta la mujer intrigada.

—¡Hueveras, mamá! ¡Esas cajas de cartón donde se ponen los huevos! Se utilizan en los estudios de música para insonorizar el espacio. Pegas una junto a otra en la pared y eso mitiga el sonido. Así cuando toque no se oirá tanto y ¡no te dolerá la cabeza! —se burla Marcos, que está realmente emocionado.

—Es tu cuarto de los instrumentos… Puedes hacer lo que quieras.

Como impulsado por un resorte automático, el chico se levanta de la cama y le da un enorme abrazo. Si quisiéramos recordar una escena similar entre ellos, deberíamos remontarnos a un lejano día de Reyes, cuando él tenía ocho años. No es que su madre y él no se quieran, ni se lleven mal. Digamos que es una familia que no está acostumbrada a dar abrazos; pero cuando los dan, son explosivos, y de la mejor calidad.

Poco después, en el instituto

Estela ha llegado al centro sin ser consciente de lo que hizo anoche. De camino, ha notado que mucha gente en la calle se la quedaba mirando. Ella pensaba que tenía el guapo subido pero, cuando llega al instituto, los comentarios de sus compañeros le descubren que anoche todo el mundo vio el programa.

Todos la miran, desde los chicos de los cursos inferiores hasta los profesores. Algunos lo hacen de soslayo, otros, de manera descarada. Estela siente las miradas clavadas en su cogote. Y eso la hace sentir radiante, algo parecido a reina por un día. Antes de entrar en el aula se encuentra con dos de las Princess, que la esperan entusiasmadas.

—¡Eres la mejor! —exclama Ana, imitando el estilo de las animadoras de fútbol americano. Salta encima de ella y le da un achuchón tan grande que parece como si Estela hubiera llegado de hacer las Américas.

—¡Cantaste de maravilla! ¡Eres famosa! ¡Todo el mundo habla de ti! —exclama Silvia a su vez, y se cuelga de sus amigas por detrás.

—¿Sí? No será para tanto… —responde Estela, y mira a su alrededor—. ¿Dónde está Bea? La quiero felicitar.

—Todavía no ha venido. Ayer tuvo un día… —contesta Ana.

—¿Qué pasó? —Estela la mira interrogante.

—¡Uy, muchas cosas! La fiesta fue genial. Qué digo genial, ¡increíble! Vino casi todo el instituto.

—¡Qué bien! ¡Siento mucho no haber podido ir! —se excusa Estela.

—No te preocupes, de alguna manera estabas con nosotras. ¡Te vimos en la tele! —dice Silvia, orgullosa.

—Bueno… Supongo que os lo tengo que decir… —Ana baja la voz y fija la vista al suelo—. Pero no le digáis a Bea que os lo he contado, ¿vale? —Silvia y Estela se acercan a Ana para asegurar su confidencia—. Después de la fiesta coincidí con ella en el Messenger y… me dijo que ha cortado con Sergio.

Silvia se queda helada. ¿Será por su culpa? De pronto le entra una angustia insoportable. Se encuentra mal. Quiere irse a casa… «¡No, por favor!».

—Fue después de la fiesta. Cuando nos marchamos se quedaron solos, hablaron y decidieron cortar. Eso es lo que me dijo…

Ana quería avisar a sus amigas para que, cuando Bea llegue, la cuiden al máximo.

—¿Y como está? —pregunta Estela preocupada.

—Bueno… Hablamos muy poco porque ya era tarde, pero me pareció que estaba bien. Además, tú no lo sabes porque no estabas, pero ella ya nos había confesado en la fiesta que Sergio no le gustaba… Veremos qué pasa cuando llegue. —Ana pone cara de circunstancias—. Cortar con alguien, aunque lo tengas claro, siempre duele, ¿no? Así que debemos apoyarla, ahora más que nunca. ¿Qué os parece si comemos juntas?

Estela asiente con la cabeza de manera rotunda, pero Silvia se queda pensativa.

—Yo… Ya veré… Es que… —A Silvia le cuesta expresarse. Ayer se fue de la fiesta para evitar conflictos y hoy siente que, si da un paso en falso y las cosas se tuercen con Bea, eso puede desembocar en una guerra mundial. Las chicas esperan que Silvia se decida, pero entonces suena el horrible timbre del instituto. ¡Es hora de entrar en clase!

«¡Salvada por la campana!», piensa Silvia.

Nunca mejor dicho.

Poco después

Marcos camina rápido, de nuevo volverá a llegar tarde a clase de matemáticas con la Sargento. La primera clase del lunes y ¿tiene que ser la de matemáticas? ¿Alguien piensa en la salud mental de los alumnos? Si llegas tarde, la Sargento suele interrumpir la clase y, desde la pizarra, te hace quedar en evidencia. Marcos ya lo ha visto con algunos compañeros y también lo vivió en carne propia una vez. En esa ocasión, la Sargento le dijo: «El día en que resuelvas la ecuación de tus cabellos, te sabrás peinar. Entonces serás capaz de llegar pronto a clase». Sus compañeros se rieron de él.

Desde ese día el chico ha conseguido ser puntual, pero hoy le ha resultado imposible. Ha querido disfrutar de ese buen momento con su madre. Camina rápido y mira el reloj. ¡Perfecto!, un cuarto de hora tarde. Decide apretar el paso. Es curioso, cuando uno llega tarde al instituto no es necesario mirar el reloj, le basta con echar un vistazo a la calle y la entrada del centro, y ya lo sabe: ambas están desiertas. Los únicos transeúntes son jubilados que pasean al perro y transportistas que sirven los pedidos a los supermercados.

Encuentra cerradas las puertas del centro. Toca el timbre. El conserje le abre y Marcos sube de dos en dos la escalera trotando como si fuera un caballo salvaje hacia el aula. Cuando está delante de la puerta, respira hondo un par de veces. No quiere llegar resoplando y darle un motivo de burla a la Sargento. El chico posa la mano en la manija. «Tres… dos… uno… ¡Bienvenido al infierno!», se dice a sí mismo mientras abre la puerta.

Toda la clase lo mira. La Sargento detiene su explicación y lo mira también. Marcos espera su comentario más cruel.

—¿Sabe usted que hace matemáticas con la música? —le insta la profesora.

Marcos calla ante la mirada sonriente de sus compañeros. No entiende muy bien la pregunta, y está convencido de que es una trampa.

—No…

—La actuación de ayer fue excelente. No esperaba menos de usted.

En silencio, el chico se dirige a su pupitre. Al pasar por las mesas, tres compañeros le palmean el brazo. Al sentarse, el alumno que se sienta detrás de él le da un par de golpecitos en la espalda. La Sargento continúa la clase.

—Como iba diciendo… Hoy haremos un stop en nuestro temario. Vamos a dedicarle la clase a usted. —Se dirige a Marcos, que aún no ha tenido tiempo de sacar la libreta de los apuntes—. Veremos qué relación hay entre el solfeo, las melodías musicales y las ecuaciones matemáticas. Verán que su amigo, el que se sienta ahí, hizo sin querer un logaritmo neperiano, con lo que se adelantó a la última lección del curso.

Los alumnos que están sentados delante de él se vuelven y lo miran con orgullo. Marcos se ha puesto más rojo que en la televisión. Al igual que Estela, él no pensaba que su estreno en la pantalla pudiera causar tanta expectación.

Hora de comer

La salida del instituto es un hervidero de gente. Ana, Estela y Silvia están en su rincón de siempre. Les extraña muchísimo que Bea no haya llegado. Ana está preocupadísima.

—¿Le habrá pasado algo? —pregunta Estela.

—No lo sé… —responde Silvia, aliviada. El hecho de que Bea no haya acudido le da un respiro y una buena excusa para no quedarse a comer.

—Yo la llamaría, ¿qué me decís? Pero me dejé el móvil. ¿La llamas tú, Estela?

La aludida mira a su amiga apretando los labios.

—No tengo saldo. Sólo puedo recibir llamadas… Silvia, ¿puedes llamar tú?

A Silvia le acaba de caer el muerto encima. Sus amigas saben que ella siempre tiene saldo. Es la más organizada de las Princess, y no soporta quedarse sin…

—Bueno…, yo… —contesta dubitativa.

—No seas rata, Silvia, ¡es sólo una llamada! —exclama Ana.

Silvia no tiene escapatoria. Abre la mochila y busca en los contactos. Ella quería ahorrarse hablar con Bea, y ahora no tiene más remedio que llamarla. «¿No quieres caldo? ¡Pues toma dos tazas!», piensa la chica. ¿Qué otra opción tiene? Podría confesarles a sus amigas: «La verdad es que no la quiero llamar ni hablar con ella, porque… ¡le he robado el novio! Lo entendéis, ¿no?». No, no van a entenderlo.

«De perdidos al río», piensa. La chica espera el tono en su teléfono.

—No contesta… —comenta, a punto de colgar después de oír el tercer pitido.

De pronto…

—¿Sí?

—¿Bea?

—¡Silvia! Perdona, no sabía quién eras, todavía no me aclaro con este móvil nuevo, con cómo se copian los contactos. ¿Qué pasa?

No parece que Bea lo esté pasando mal. Su voz es de lo más clara.

—Mmmm… Es que… ¿Dónde estás?

—¡Ah! Estoy con mi padre en la montaña. ¡Hemos ido a hacer rafting! Ahora estamos comiendo en un restaurante. ¡No veas cómo molaaaa! —Bea parece feliz de la vida.

Ana y Estela hacen señas a Silvia para que les informe de la conversación. Ella las calma gesticulando con las manos, pidiéndoles que esperen.

—¡Qué bien! —exclama Silvia, y sonríe a las chicas para que dejen de sufrir, que no hay malas noticias—. Bueno, pues… Mmm… —carraspea, porque no sabe qué más decir.

De un manotazo, Ana le roba el móvil. Silvia respira, aliviada.

—¡Bea! ¡Soy Ana! ¿Cómo estás? ¡Nos tienes muy preocupadas!

—¡Estoy de maravilla! —responde Bea con una alegría infinita—. Con mi padre, en la montaña. Me he levantado y él no tenía que trabajar y nos hemos regalado un día juntos…

—¡Qué guay! Y el tema de… ¿Sergio? Se lo he contado a las chicas… ¿No te importa?

—¿Tema Sergio? —Bea hace una pequeña pausa—. ¡Superado! La verdad es que es un amor. Fue muy comprensivo, y hemos quedado como amigos. Pero cuando digo como amigos, es como amigos de verdad. Tenemos gustos distintos y la cosa no funcionaba, pero…

—Pero ¿tú estás bien? —Ana se muestra excesivamente preocupada.

—¡Ya te he dicho que de maravilla! —la tranquiliza su amiga—. Me he quitado un peso de encima. Entiéndeme, no es que me sintiera atada a Sergio ni nada de eso pero ayer, después de hablar con él, sentí como si se me abrieran las alas, ¿sabes? ¡Oye! ¿Estela está con vosotras?

Ana le pasa el teléfono a Estela, con una gran sonrisa.

—¡Hola! —saluda ésta, en un tono cariñoso.

—¡Hola, Estela! ¡Ayer estuviste genial! ¡Y menudo premio! ¡Qué besazo! —exclama Bea, cambiando radicalmente de tema.

—Ah, sí. Puff, qué vergüenza… —contesta su amiga, recordando el momento.

—¿Vergüenza? ¡Si fue superromántico! Dime, ¿qué pasa con Marcos? ¡Cuenta!

Estela mira a Ana y Silvia, pues lo que va a decir lo van a escuchar ellas también.

—Marcos… Bueno… Después del programa se me declaró oficialmente… —Ana y Silvia se miran sorprendidas y sonrientes y le dan un pellizco cariñoso a su amiga en la cintura—. Es adorable, la verdad, y yo ¡estoy loca por él! Ni Leo ni tonterías… Marcos forever.

—¡Estela! Pon el manos libres un segundo, porfi… —pide Bea. Estela mira el móvil, es muy parecido al suyo, así que sabe cómo funciona. Conecta el altavoz. Las chicas hacen corro para pegarse al teléfono—. ¿Ya?

Todas contestan al unísono.

—¡Síiiii!

—Os quiero dar las gracias a todas, Princess. Para mí sois muy especiales. Ayer me acompañasteis tanto. Ana: gracias por tu cariño y tu blog, gracias por estar allí cuando necesito que alguien me escuche. Estela: tu arte me llena un montón. Contigo he aprendido que la vida se puede mirar de otra manera. ¡Gracias también por ser mi amiga! Y Silvia… —Bea hace una breve pausa.

Silvia hace ademán de decir algo.

—Shhht… Se lo está pensando… —El susurro de Ana la detiene.

—Silvia; tú… Tú… simplemente eres maravillosa. Siento haber dudado de ti… Me conoces, sabes que soy algo celosa y que no me he portado muy bien contigo y, aun así, siempre has estado ahí, paciente, y eso no tiene precio. ¡Gracias por ser como eres!

Silvia respira, aliviada. Se acaba de dar cuenta de que todas sus suspicacias con respecto a Bea eran infundadas. Sus ojos se le llenan de lágrimas.

—¡Gracias a ti, Bea! —le responde—. Sé que no hemos hablado mucho durante estas dos últimas semanas…, pero quiero que sepas que te quiero un montón, y que siento mucho lo que ha pasado con Sergio.

—¿Sergio? ¡Sergio te lo regalo! ¡Todo para ti! —La voz de su amiga se oye claramente por el altavoz. El comentario que acaba de hacer es totalmente sincero, es un comentario lleno de alegría y de verdad. Silvia sonríe. Si ahora mismo pudiéramos ver su corazón como si fuera un dibujo animado, estaría dando brincos y cantando de alegría. La chica puede notar su carcajada en forma de latidos—. Y yo, mientras tanto, seguiré buscando a mi príncipe azul… y no tengo ninguna prisa, os lo digo de verdad. Ahora sólo quiero ¡DISFRUTAR DE LA VIDAAAAA!

—¿Lo dices totalmente en serio, Bea? —pregunta Silvia con una mezcla de alegría, temor y expectación.

—Sé por qué lo preguntas, y nunca he hablado más en serio. Ayer hablé con Sergio, y sé lo que siente por ti. Y está claro que él también te gusta, aunque te hayas negado a reconocerlo porque estaba yo. Eres una buena amiga, Silvia. Y las buenas amigas se merecen una recompensa. Créeme cuando te digo que no me importa que empecéis a salir; de hecho, si he de ser sincera, creo que estáis hechos el uno para el otro. Yo tengo que seguir mi camino y vosotros, el vuestro.

Por la tarde, en casa de Ana

Llaman al timbre. Ana se levanta de su escritorio. Estaba concentrada en su nueva entrada del blog. Lo primero que ve cuando abre la puerta es un montón de rosas rojas. Detrás de las flores se esconde David.

—¡SORPRESA! —exclama el chico, sacando la cabeza por encima del ramo.

—Pero ¿qué…? —Ana está flipando. Nunca le habían regalado tantas flores juntas—. ¿A qué se debe esto?

David le ofrece el ramo, la chica lo acepta y lo mira con devoción.

—Hoy es un día muy especial… Sí, ¡especial! —La voz del chico delata que está nervioso.

—¿Por? —pregunta ella sonriendo.

—Pues porque… Cómo te lo diría… —David mira el techo como si buscase una respuesta, pero en realidad lo tiene muy claro. De pronto se pone muy pero que muy serio—. Creo que tenemos que hablar, Ana. ¿Me dejas pasar?

La muchacha traga saliva. David ha dicho «la frase». La maldita frase que precede a algo malo. Cuando alguien te dice «la frase». («Tenemos que hablar»), lo más seguro es que de ahí no salga nada bueno, y te caiga la maldición.

La chica hace pasar a David. Está confusa. Piensa que no puede ser que su chico se haya presentado para dejarlo con ella con ¡un ramo de flores! Pero él sigue con la misma cara de pasa y, sin mediar palabra y con paso decidido, se dirige a la habitación de ella. Ana lo sigue a paso lento y llena de miedo. ¿Por qué está tan serio, si le acaba de regalar un ramo de flores? ¿Quizá cree que, con el regalo, el golpe será menos duro? ¿Qué querrá?

—Ana, siéntate. —De pie junto a la cama, David ofrece asiento a su novia.

—¿Qué pasa? —Ana está empezando a preocuparse.

—Ahora quiero que me escuches bien.

—David, ¡para ya que me estás volviendo loca! —explota la muchacha.

El chico deja su actitud seria, se acerca a ella y le da un pico en la boca. Se arrodilla delante de ella y se apoya en su regazo. David está más tierno que nunca. Ana no sabe por dónde le saldrán los tiros.

—Hace como tres semanas leí tu blog…

—Ahora estaba escribiendo una nueva entrada… —comenta Ana señalando el ordenador.

—Ya. Pero cuando digo que leí tu blog, me refiero a todo tu blog. Ana, ¡me pareció buenísimo!

—Bueno… ¡Gracias!, no sé, tampoco hay para tanto… Es un blog y nada más…

—Entonces estuve pensando y bicheando por Internete y descubrí un concurso de blogs… —Ana hace ademán de interrumpir, pero él la detiene con la mano—. Lo sé, lo sé… Te lo tendría que haber comentado antes…

—David… ¿Qué has hecho? —Ahora es ella la que se pone seria. Le gusta que la gente lea su blog, pero no le hace ninguna gracia que la gente juegue con ello a sus espaldas.

—Me inventé un perfil de correo electrónico con tu nombre e inscribí tu blog en un concurso de la red.

—Que… ¿QUÉEEEE? —Ana no se lo puede creer.

—Ana, Ana…, tranquilízate, ¿quieres? —El chico la coge por los brazos. Es vital que ella entienda lo que ha pasado.

—Lo que me cuentas no me gusta nada… Por eso me has regalado las rosas ¿verdad? ¡Para comprarme! —Ana está realmente enojada. Para ella, David no ha jugado limpio al regalarle las rosas, puesto que tenía una intención oculta con ello.

—Ana, ¿quieres dejarme acabar? Has ganado. ¡HAS GANADO EL CONCURSO! —Los dos guardan silencio. David espera a que su novia reaccione. La chica está intentando comprender la situación y, como si de un ordenador que reinicia el sistema se tratara, se queda «colgada» un momento. David aprovecha para explicarse—. Quizá obré mal al hacerlo a tus espaldas, pero cuando descubrí el concurso me dije: «¿Por qué no? ¡Ella lo vale!». Sabía que tú no lo harías, y lo hice yo. Y pasaron los días y recibí un e-mail en el que me decían…, corrijo, te decían que habías ganado.

Ana empieza a esculpir una sonrisa lenta en su rostro.

—¿Y qué he ganado? —pregunta la chica con tono neutro, como si en realidad no le importara.

—Has ganado mayor proyección en la red. Esto quiere decir que si quieres escribir sobre algunos temas ¡igual te pagan! Me explico. Este concurso era de cultura…, eso para empezar…, y como has ganado…, tienes entradas gratuitas en todos los cines y teatros de la ciudad durante un año. También podrás ir a todos los conciertos que quieras. Lo único que te piden es que sigas escribiendo el blog igual que hasta ahora pero… añadiendo entradas en las que opines sobre las diferentes actividades culturales que realizas. Ya sabes: la crítica de una película, o una obra de teatro… Te pagarán por ser tú misma y decir lo que piensas. La gente se matará para que hables de ellos.

Ana no tiene palabras. David tiene razón, si fuera por ella nunca se habría presentado a un concurso de ese tipo.

—¿No dices nada? ¿Sigues enfadada? —El chico espera una respuesta.

—Es imposible enfadarse contigo. —Ana acoge al chico en su regazo. Un pensamiento le brota en la mente: «Qué suerte tengo…».

En ese mismo instante

A Silvia le suena el móvil. Está en su casa estudiando y no espera ninguna llamada. Mira la pantalla del teléfono con curiosidad… ¡Sergio! Deja sonar el teléfono unos instantes. «¿Lo cojo o no?». Justo en el momento en el que la chica se decide, el teléfono deja de sonar.

Silvia se levanta de la silla, nerviosa. «¿Le devuelvo la llamada?». No han pasado ni treinta segundos y el móvil vuelve a sonar. Silvia respira hondo: esta vez sí va a contestar.

—Hola —responde nerviosa.

—Hola… —Se hace un silencio incómodo. Sergio carraspea—. Estoy en el portal de tu casa y… no me acuerdo de tu piso. —Silvia recibe este comentario como un puñetazo en el estómago. ¡No se lo esperaba para nada! Y no es que le disguste, sólo que… ¿está preparada?

—¿Qué quieres? —pregunta la chica con la voz entrecortada.

—Bueno… Tengo un taxi esperando… Quiero enseñarte algo. ¿Te pillo en mal momento?

—¿Adónde vas? —pregunta ella para ganar tiempo.

—Bueno, la pregunta correcta sería adónde vamos, si es que… ¿puedes bajar un segundo?

Silvia no sabe qué esperar pero, después de haber hablado con Bea, cree que es hora de descubrirlo y, sobre todo, no huir y enfrentarse a sus verdaderos sentimientos. Sergio tiene algo importante que decirle; de lo contrario, no habría ido hasta su casa.

Diez minutos más tarde

Silvia está dentro de un taxi, camino a no sabe dónde. Al salir a la calle, Sergio la ha hecho subir al coche y éste, sin que el chico le diera ningún tipo de dirección al taxista, ha empezado el trayecto.

Si Sergio fuera un desconocido, a estas horas la chica estaría pataleando con desespero, pero decide confiar en él. Además, Sergio está guapísimo, y ella está demasiado nerviosa como para preguntar nada. El viaje dura unos veinte minutos. Han llegado a las afueras de ciudad.

—Es aquí —le dice el chico al taxista, que frena el coche en doble fila en una zona industrial donde sólo hay descampados, unas cuantas fábricas horribles de cemento gris y una carretera mal asfaltada iluminada por la luz blanca de unas farolas viejas.

El chico pide al taxista que no pare el contador, que regresan en seguida, y ambos chicos salen del coche. En las afueras de la ciudad hace algo más de frío, y ella se abrocha la chaqueta. Las muletas de Sergio los obligan a caminar a paso lento.

—Te quiero enseñar una cosa —dice, conduciendo a Silvia hacia un caminito. La chica mira hacia atrás—. No te preocupes. El taxi esperará.

Las palabras del chico la tranquilizan. Se siente desprotegida ante ese paisaje desolado de la zona industrial. Sergio bordea el caminito y se dirige hacia un gran muro que rodea una empresa abandonada.

—¿Qué es? —pregunta Silvia, que entrevé lo que él quiere enseñarle.

—Ya lo verás… Espero que te guste… ¿Tienes frío?

—No. Bueno, un poco. Pero dices que no estaremos mucho rato, ¿no?

—No sufras… Volveremos en seguida, ya te he dicho que sólo será un momento.

Por fin llegan al muro, y Sergio camina un poco más, buscando algo. El muro esta lleno de grafitis artísticos de todos los tamaños y colores. También está lleno de pintadas que no se entienden nada. Al verlas, a ella le asalta una pregunta.

—Oye —dice curiosa—. ¿Por qué no se entiende la mayoría de las palabras de los grafitis?

—Es que no son palabras —le explica él mientras caminan a paso lento hacia su destino—. Son firmas, y cada cual tiene la suya. Las firmas no se entienden, ¿verdad? Es decir, que muchas no se pueden leer… Esto se debe a que una firma es como una huella dactilar: representa la identidad, el carácter, y para nosotros los grafiteros es nuestra manera de decir: «Estoy aquí, y soy arte».

—¿Y tenéis que hacerlo en una zona tan horrible?

—¡Ésa es la gracia! Pintamos en lugares horribles y desolados y los transformamos, les damos belleza. Llevamos nuestro arte a lugares inaccesibles, lugares adonde no accede la gente con dinero e ideas preconcebidas. Aquí trabajamos. Pintamos, dibujamos, hacemos nuestras pruebas… y, aunque puede parecer lo contrario, todos nos respetamos un montón. Un grafitero jamás pintará encima de otro grafiti. Eso es una ley universal para nosotros.

—No lo sabía. Algunos me gustan mucho —afirma Silvia mientras observa las pintadas y garabatos.

Sergio le imparte una lección rápida de arte callejero.

—Es aquí… Cierra los ojos. —El chico se vuelve hacia ella y Silvia obedece—. Cógeme de la chaqueta, pero no abras los ojos. —Ella sonríe; la aventura le está gustando. Sergio camina unos pasos más. La chica sigue agarrada a su chaqueta, con los ojos cerrados—. Ya puedes abrirlos.

Silvia no se puede creer lo que ven sus ojos. Es un mural de tres metros por dos. Dentro de un cielo azul con algunas nubes blancas hay una chica morena con las manos en la cintura, medio sonriente. Está vestida de colegiala, con una falda de rombos blancos y negros que le llega hasta las rodillas. Por debajo de ellas tiene dibujados unos calcetines rojos y, en los pies, unos zapatos de charol. También luce una camisa blanca con una pequeña pajarita negra. La chica que le sonríe desde el grafiti del muro tiene una mirada lúcida e inocente y ¡es ella!

—Lo acabé esta mañana. Eres tú… ¿Te gusta? —El chico mira orgulloso su mural.

—Pero…, pero… ¿esto lo has hecho hoy? —pregunta ella, emocionada.

—No, no. ¿Te acuerdas cuando nos conocimos? Al día siguiente vine hasta aquí y empecé a trabajar en esto…, hasta hoy.

Silvia abre mucho los ojos y la boca, gratamente sorprendida. Está maravillada.

—Yo… No sé qué decir…

—No hace falta que digas nada. Lo he hecho porque he querido. Ayer, en la fiesta, te dije algo, y quería que lo entendieras, eso es todo. Sé que quizá te cueste creerme pero… no hablaba por hablar. —Sergio calla. Silvia no puede evitar que un par de lágrimas escapen de sus ojos. Se acerca a él y le da un abrazo fuerte, de los que uno imagina que dan las madres y las novias a los soldados que regresan de luchar en el frente.

Sergio deja caer las muletas.

Podríamos decir que el abrazo dura un minuto, dos… pero, como un beso, un abrazo puede ser eterno y durar, así, una eternidad. En el caso de esta pareja, el abrazo se confunde y se convierte en un beso: muy lentamente, sus brazos dejan de sujetar con tanta fuerza el cuerpo del otro y, a medida que despegan sus cuerpos, acercan sus cabezas. Muy lentamente, como en las películas románticas, como sucede a veces también en la vida real, sus caras se aproximan, los labios se entreabren, y se cierran los ojos para saborear el beso tan esperado que está a punto de llegar, de darse, de ser. Y es así como, al fin, nace ese beso, que no es otro que el primer beso que recibe Silvia, y el primer beso de amor de ambos. Es tierno, húmedo y suave. Como siempre habían soñado.

Más tarde, entrada la noche

Ana ha acabado de cenar. Entusiasmada con la noticia que le ha dado David, se sienta ante el ordenador para acabar la entrada que estaba escribiendo. Pero en vez de hacerlo, guarda el borrador y escribe otra, tan sincera y real como todas.

Nueva entrada:

Abrázame fuerte

No sé muy bien cómo comenzar esta entrada. Ha pasado muchísimo tiempo desde que empecé a escribir. No he sido consciente de la cantidad de gente que me ha leído hasta que he ganado un premio. He cambiado mucho desde entonces. Yo y mis amigas, las Princess, que, sin quererlo, también forman parte de esta historia. Sin ellas, este blog no tendría sentido. Sería sólo yo y, la verdad, yo no soy tan interesante. Todas las Princess tenemos nuestros miedos, nuestras fantasías y nuestras cosas. Si las juntamos todas, aparece esto: El blog de Blancanieves. Las cuatro por separado somos muy normalitas. Cuatro chicas que estudian, salen los sábados y poca cosa más. Chicas del montón. Pero si nos juntamos, nuestra energía suma y sacamos lo mejor de nosotras mismas. Este año ha sido crucial para todas. ¡Han aparecido los chicos! El amor, el desamor, la ansiedad, el miedo a no ser correspondidas… ¿Cuándo acabará todo esto? Yo siempre había pensado que acabaría el día en que me enamorara y fuera correspondida, pero, incluso estando enamorada, no puedo evitar sentir miedo. Miedo de que se acabe, miedo de perderlo, miedo de que me deje por otra… Somos muy jóvenes y, aunque creemos en el amor para toda la vida, sabemos que esto es muy difícil, y no porque no queramos, sino porque es obvio. La gente se separa, los matrimonios duran cuatro días y ya no se lleva aquello de «hasta que la muerte nos separe». Pero ¿sabéis qué os digo? Cuando estos sentimientos negativos se meten en mi cabeza, los expulso rápidamente fuera.

FUERA, FUERA Y FUERA

Con esta actitud no se puede amar bien. Una no puede andar pensando que lo suyo se acabará, o que su amor tiene fecha de caducidad. Hay que disfrutar del momento como si nos fuéramos a morir mañana, pero pensando en que estaremos juntos toda la vida. Las Princess somos así. Igual alguien piensa que somos unas cursis y que hemos visto demasiadas películas románticas. Quizá sí. Pero nos gusta mucho ser como somos. Tenemos muchos miedos, es cierto, pero propongo desde mi blog un reto:

RETO DEL DÍA: A partir de hoy, no tendremos miedo del amor.

Del amor no se puede tener miedo porque con miedo, no disfrutas y, si no disfrutas, no puedes amar. Y no se puede amar sin amar. ¡Ay, qué lío! Bueno, como el amor, que a veces es un lío tremendo.

Me despido de todos vosotros con un enorme y fuerte abrazo, y os animo a todos a que cumpláis el reto de las Princess. El amor mueve el mundo, y es lo único que da sentido a la vida.

Por este motivo reivindico el abrazo como fuente de inspiración del amor porque cuando se da un buen abrazo, no se olvida fácilmente. Puedes abrazar una nube, puedes abrazar un árbol, a tu hermano, a tu hermana, a un hombre, a una anciana… pero ¡abraza! Y hazlo como quieras, y si algún día notas o sientes que me alejo…

¡Abrázame fuerte!

Firmado:

Blancanieves