Capítulo 36

En amor se transforma cuanto hacemos

todo lo que tocamos y sentimos,

lo que soñamos y lo que vivimos,

cuando nos vemos, cuando no nos vemos.

Ebrios de amor las alas y los remos

sólo para esas horas existimos,

abrazando los ramos, los racimos,

lo que tenemos, lo que no tenemos.

JESÚS LIZANO

Tarde de domingo sorpresa

El bar Piccolino está a oscuras, y hay por lo menos cuarenta y cinco personas dentro. Todos esperan la llegada de Bea. Al principio la oscuridad se llena de voces anónimas de los compañeros que buscan un lugar donde esconderse.

Algunos lo hacen debajo de las mesas. La mayoría se limita a agacharse. El dueño del bar ha dejado que algunos se escondan detrás de la barra. Al señor, que está junto a los contadores de luz para darle al interruptor cuando le den la orden, le divierte mucho la excitación de los jóvenes, las risas y los susurros.

David, que está junto a Ana, aprovecha el jolgorio para darle un largo y amoroso beso. Sergio y Silvia se encuentran en una esquinita en la otra punta del local, rodeados de gente que los apretuja. Sin que ellos hayan podido evitarlo, han acabado situados uno frente al otro, pegados pecho con pecho.

Ambos comparten un silencio tímido, pues ninguno de los dos hace nada para rectificar la situación. La nariz de Silvia roza el pecho de Sergio. Puede notar cómo le late el corazón, a toda prisa. Le encanta cómo huele, y no puede evitar volver a fantasear con lo que pasaría si ella alzara el rostro unos pocos centímetros y él, por el contrario, bajara el suyo y la besara. Imaginar que de pronto él la abraza muy fuerte. ¡Qué ganas tiene de recibir su abrazo y un beso de amor!

Pasa el tiempo y la gente empieza a impacientarse. No es una espera muy cómoda. Sergio hace un pequeño gesto con la mano y, sin querer, roza la de Silvia. Como dos imanes, las manos se quedan enganchadas. Ella no se lo puede creer. Aunque no es totalmente oscuro y están rodeados de personas, parece como si estuvieran los dos solos. Sergio dibuja una pequeña caricia en la palma de la mano de la chica, ella nota el cosquilleo e, inmediatamente, sacudida por todo lo que ese leve roce le ha hecho sentir, la retira.

«¡Qué estoy haciendo! —se dice—. ¡Ésta es la fiesta de Bea!». Silvia corrige la posición y le da la espalda al chico, pero lo que más le gustaría es darse la vuelta y cogerle la mano otra vez.

Los minutos pasan lentos. Todos están mirando la puerta de entrada. Es el único lugar por donde se cuela algo de luz. Alguien rompe el silencio con una broma:

—Creo que Bea ya ha entrado y no nos hemos dado cuenta…

Algunas personas ríen y otras piden silencio:

—¡¡¡Shhhhhht!!!

Silvia está inquieta. «Que llegue ya, por favor, o ¡me mueroooooooo!». En ese instante nota el calor de otra mano que coge la suya. Entonces, las palabras que Sergio le susurra al oído consiguen ponerle la piel de gallina:

—Es que si no te cojo me caigo…

Silvia no dice nada. Está de espaldas a él, y rodeada de gente. Aunque el comentario que le ha hecho el chico le parece una excusa barata, no puede pasar nada. Está claro que, para sostenerse, no necesita cogerle la mano, pero lo mejor que puede hacer es no darle importancia, así que deja que él se agarre de ella. Hay algo en ese gesto que le gusta, pero sabe que las caricias que ambos empiezan a intercambiar sin que los vea nadie no están nada bien.

De pronto, ¡al fin!, alguien abre la puerta del bar. Se nota que todos hacen un esfuerzo por seguir escondidos pero la risa de muchos los delata. A contraluz, Silvia ve dos siluetas. Una más baja y la otra más alta y…

¡¡¡¡¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS, CENICIENTA!!!!!!

Como por arte de magia, su mano pierde la de Sergio. El dueño del bar enciende las luces y, mientras algunos aplauden, otros tiran serpentinas de colores. Bea está completamente conmocionada. Abre los ojos como platos. Ve a una masa de gente a la que no puede reconocer, porque llevan máscaras. Le tiran confeti, serpentinas y cantan la canción de Cumpleaños feliz, desentonando y desafinando.

Bea se ve forzada a reír. Tiene ante sí lo que viene a ser su fiesta de cumpleaños. Algunos compañeros de clase se le acercan para felicitarla. Bea parece una cantante de rock rodeada de fans que quieren tocarla, besarla y abrazarla.

La chica se deja querer. Éste es su día, y ella es la protagonista. Ahora que empieza a reaccionar, se le inundan los ojos de lágrimas. Cada persona que se le acerca descubre su rostro para ella y la homenajeada no hace más que sorprenderse. ¡Está todo el mundo!

Su madre lo observa todo emocionada desde la puerta. Mira el reloj. Su marido debe de estar a punto de llegar, habían quedado que se encargaría de llevar las cámaras de fotos y vídeo. El dueño del Piccolino pone música a todo volumen.

—¡EMPIEZA LA FIESTA! —exclama, contagiado por el alborozo de los jóvenes. Luego se dirige a la barra, donde algunos de los invitados, la mayoría de ellos chicos, esperan nerviosos para pedir una cerveza. En la fiesta hay muchas chicas y, ante la inseguridad que les provoca abordarlas, prefieren esconderse detrás de un botellín para poder coger valor.

Ana y Silvia esperan la llegada de la princesa al banquete. Silvia coloca dos velas, un uno y un ocho, en un pastel gigante en forma de corazón. Parece que la gente intuye que llega el momento de soplar las velas, y forman un corro alrededor de Bea. De nuevo, la chica no puede aguantar las lágrimas cuando ve ese gran corazón de chocolate que le han preparado sus mejores amigas. Se tapa la boca con las manos de la emoción y suelta un grito ahogado. Ana vuelve a cantar la canción de cumpleaños, y todos los asistentes se unen a ella alegres.

—¡PIDE UN DESEO! —insta alguien detrás de Bea. Es el momento de soplar las velas. Silvia levanta el pastel y lo acerca a su amiga para que la tarea no le resulte tan difícil. Se crean unos segundos de silencio expectante y Bea cierra los ojos…

Intenta concentrarse, pero le resulta imposible. Sabe que soplar las velas y pedir un deseo forma parte del ritual de las fiestas de cumpleaños. Ana está observando la situación, como todos, y le viene un momento de inspiración, un pensamiento sobre los deseos que quizá utilice para una nueva entrada del blog: «¿Os habéis fijado en que la gran mayoría de las veces pedimos un deseo cuando tenemos delante un pastel de cumpleaños? ¡Sólo pedimos deseos una vez al año! Es como si ese día nos diéramos el permiso para soñar. Y el resto del año, ¿qué?», reflexiona la chica, como si ya estuviera escribiendo en el blog. De hecho, para que no se le olvide, saca su bloc de notas y lo escribe todo.

—¿Qué apuntas? —le pregunta David.

—Una cosilla que se me ha pasado por la cabeza —sonríe Ana.

En ese momento, y dado que Bea se muestra remisa a soplar las velas, la gente empieza una cuenta atrás…

—¡Diez! ¡Nueve! ¡Ocho! ¡Siete! ¡Seis! ¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres! ¡Dos! ¡Unoooo! Y… ¡CERO!

La homenajeada inspira y sopla con fuerza. Cuando apaga las velas, todos prorrumpen en aplausos. Ana continúa escribiendo a toda velocidad: «Sólo se puede pedir un deseo el día de tu cumpleaños, así que… ¡elegid bien!».

—Ana… ¿Ahora te pones a escribir? —la riñe David, que no cree que sea el momento para que su chica se aísle.

—Sí, es que… ¿De dónde crees que salen mis entradas del blog? ¡Después se me olvida! Pero ya está… Ya he acabado. —Ana sabe cuán importante es plasmar las ideas cuando éstas aparecen. Si no lo hace así, luego es muy difícil recuperar las mismas palabras y frases que uno había pensado.

La puerta del Piccolino vuelve a abrirse: el padre de Bea llega resoplando.

—Tarde, como siempre… —le reprende su mujer.

—¿Ha soplado ya las velas? —pregunta el hombre sacando una de las cámaras.

—Hace un segundo.

—Vaya… Tuve que poner a cargar las baterías…

—Venga, no pongas excusas y tómate algo. Vamos a brindar porque nuestra hija se ha hecho mayor, y eso quiere decir… que a partir de ahora tendremos más tiempo para nosotros… —le susurra su mujer, guiñándole el ojo con picardía y acariciándole la barbilla de modo sensual; el hombre se ruboriza.

Después de que Bea haya soplado las velas, la verdadera fiesta ya ha empezado. Algunos están picoteando del banquete improvisado y hablan mientras otros dan pequeños y tímidos pasos de baile al son de la música. Ana y Silvia se miran. Pese a que aún falta tiempo para que le entreguen el regalo que han comprado entre todos, quieren darle los que cada una le ha comprado a su amiga.

Ana se acerca a Bea por detrás y le tapa los ojos con las manos. La chica estaba hablando con Miguel, quien entiende a la perfección las intenciones de Ana y disimula. Mientras tanto, Silvia saca dos enormes bolsas envueltas en papel de regalo, y se acerca a la homenajeada. Ana retira las manos del rostro de Bea, mira a Silvia y ambas exclaman:

—¡FELICIDADES, CENICIENTA!

Bea esperaba un regalo pero, aun así, el gesto de sus amigas la sorprende. Antes de abalanzarse a abrir los paquetes, piensa: «Lo primero es lo primero». Se vuelve para abrazar a Ana, quien sigue detrás de ella y la recibe con una sonrisa, y después a Silvia. Bea agradece que hayan montado todo eso porque ¡la quieren!

—¡Ábrelos! —le urge Ana, quien está más emocionada que la protagonista de la fiesta.

Bea coge uno de los regalos y, poquito a poco, los desenvuelve.

—¡Un cojín! —exclama—. ¡Es igual que el tuyo, Silvia!

—Sí —confirma ésta, guiñándole el ojo—, siempre te fijabas en él cuando venías a casa… Pero ¡vamos!, ¡abre el otro!

Ana intenta impedirlo. El siguiente regalo es el suyo. Bea sigue el mismo y lento ritual para abrirlo.

—¿Otro cojín… —ríe, sacándolo del envoltorio— igual?

—Bueno, sí… —se explica Ana—. Yo pensé lo mismo. Como en casa de Silvia siempre lo coges para apretujarlo contra ti…

Bea se echa a reír por la coincidencia.

—¡Ahora puedo decir que tengo tres corazones! Uno para ti… —señala a Silvia—, otro para ti… —y señala a Ana con el dedo—y otro… —Bea se toca el pecho y hace una pequeña pausa—… ¡para todos vosotros!

En el bar se oye:

—¡Oooohhh!

Bea contempla emocionada sus dos cojines rojos en forma de corazón.

—¡Que siga la fiesta! —exclama Ana sácandola de su ensueño.

—¡Así me gusta, chiquilla! —grita el dueño del bar—. ¡Un brindis por todos ustedes y por Bea! —El hombre levanta una copa de agua con gas. Cada uno levanta su vaso. El padre de Bea, que aún no ha podido agenciarse una bebida, levanta la cámara. ¡¡CHIN CHIN!! A continuación sólo se oye el sonido de botellas y vasos que chocan entre ellos.

Poco después

La fiesta continúa. Todo el mundo se lo está pasando muy bien esta tarde. El cumpleaños de Bea es una excusa para que reine el buen humor. Los más lanzados han improvisado una pequeña pista de baile. La gente no se quita las máscaras ni para ir al baño. Pero hay un pequeño detalle que estamos pasando por alto. Hace rato que Bea ha llegado a la fiesta y todavía no ha hablado con Sergio. Sí que se han visto, ¡claro que se han visto!, pero no se han acercado ni para saludarse. ¿Qué pasa?

Puede que la presencia de sus padres haya intimidado a Bea, que no quiere realizar la presentación oficial de su novio. Esa postura sería comprensible. Sobre todo, si tenemos en cuenta que en las últimas semanas ha tenido algún que otro roce con su padre en lo relativo a novios. Está claro que ninguno de los dos ha hecho nada por acercarse al otro. Y todo el mundo sabe que, cuando una persona ama a otra, hace lo imposible para que esto suceda, aunque la persona amada se encuentre al otro lado de la calle y, en medio de ésta, haya una manifestación de un millón de personas.

La semana anterior

Bea se da una última oportunidad: irá a visitar a Sergio una vez más. En las últimas visitas no se ha sentido muy cuidada. Claro que él es quien tuvo el accidente, pero eso no es óbice para que ella también necesite su dosis de atención.

Al llegar a casa del muchacho, lo encuentra tirado en uno de los sillones del salón. Está viendo la televisión con aspecto aburrido. Esa situación ya se ha convertido en costumbre. Tampoco es que Bea tenga gran cosa que contar, pero le gustaría que su novio, al verla llegar, apagara el televisor y hablara con ella. Bea se esfuerza por contarle cómo le van las cosas en clase, pero Sergio no parece escucharla con demasiado interés.

Pero no sólo Bea se siente incómoda cuando están juntos. Sergio es un chico muy creativo, y le gusta que las personas con las que comparte su vida tengan lo que él llama «chispa». No es que su novia sea sosa, pero no le mueven ni la creatividad ni el arte, sino el deporte. Ir a correr, bucear, hacer skate, esquiar… La verdad sea dicha, parece que Sergio y Bea no comparten tantas aficiones, y eso ha quedado de manifiesto durante los días en que el chico guardaba reposo y ella iba a visitarlo. Y es que él, después de ver alguna película, cogía su libreta de esbozos y empezaba a dibujar. Para inspirarse, siempre ponía música de jazz de fondo (que Bea odia profundamente). «¡El jazz no se entiende, no tiene melodía!», gritaba ella para sus adentros cada vez que lo escuchaba. Y es que Bea prefiere la música más discotequera, la que tiene una cantante y una base electrónica. Sergio es todo lo contrario.

En esa última visita él, como siempre, se dispone a dibujar.

—Oye, Sergio… —canturrea Bea, que se acerca a él con cariño—. ¿Por qué no dejas los dibujos y me haces un poco de caso? —Besa a su novio en la frente, en las mejillas, en la nariz… Tiene ganas de enrollarse con él. ¡Es la ocasión ideal! Están en el sofá, y la madre del chico ha salido a hacer unos recados. El chico, que interpreta perfectamente la actitud cariñosa de su novia, concentra toda su atención en su arte—. ¡Sergio! ¿Me oyes?

—Sí, te oigo… Si me estás gritando en la oreja… —Pero no cambia de actitud y sigue dibujando.

Bea espera unos instantes, hasta que se cansa.

—Me aburro —sentencia.

Ese comentario sienta al chico como un tiro. Se siente culpable. Sabe que tiene que enrollarse con su novia, y no le apetece nada. Su interior le dice que sí, pero su cuerpo, que no. Bea es una chica preciosa y muy cariñosa. Pero no puede.

—¿Qué te pasa, Sergio? —pregunta ella—. ¿Por qué no quieres besarme?

—No es que no quiera, Bea —miente—; es que me duele todo y no me encuentro demasiado bien.

—Si no me quisieras o no me desearas me lo dirías, ¿verdad?

Esa pregunta lo deja hecho polvo. Le entran unas ganas enormes de llorar, pero se hace el fuerte. La verdad es que no lo tiene nada claro. No puede dejar de pensar en Silvia, y desea de todo corazón amar a Bea. Ella es muy buena y se merece que la quieran.

—Claro que te quiero, pero necesito estar solo —responde, sin dejar de mirar el dibujo. La verdad es que ha soltado la frase de un modo un poco brusco.

Bea encaja el comentario con un grave silencio. No añade nada más, ni se molesta en responderle ni en despedirse. Recoge las cosas y se va. La desconfianza invade todo su cuerpo. Si Sergio le dice que la quiere es que la quiere, ¿no? Bea tiene miedo. Miedo de confiar otra vez y que le rompan el corazón. Decide no volver a llamar a Sergio. Ya lo hará él si de verdad la quiere. Necesita una prueba de amor y, si ella no deja de perseguirlo, éste no se la puede dar. Una vez en casa, hace lo que le funciona cuando necesita serenarse: se pone su chándal rosa preferido y sale a correr un buen rato.

Desde entonces, ni ella ni Sergio han vuelto a hablar de lo sucedido. Tampoco se lo han aireado a nadie. A veces los problemas de pareja no se van contando por ahí, porque no es agradable reconocer que la historia de amor ideal que tus amigos creen que vives no es tan perfecta como ellos piensan. Ha pasado algo de tiempo, y no se han vuelto a llamar. Ninguno de los dos ha dado el paso para contactar con el otro.

Por eso Sergio ha decidido seguir adelante con la fiesta de cumpleaños de Bea: prepararle esa sorpresa es su manera de intentar hacer las paces. Pero las buenas intenciones no siempre desembocan en finales felices…, sobre todo, cuando hay terceras personas implicadas.

Las ocho de la tarde

Ya ha oscurecido y el bar está en pleno apogeo. El Piccolino parece el Club un sábado por la noche. Del pica-pica sólo quedan los platos vacíos. El padre de Bea compra unas veinte pizzas familiares para todo el mundo. La homenajeada se muere de vergüenza cuando ve a su padre entrar con dos motoristas vestidos de rojo.

—¡Chicos, a comer! Invitamos Bea y yo, ¡que soy su padre!

Todo el mundo aplaude la acción del hombre, aunque siempre hay el típico graciosillo que se pitorrea. Claro que, en ese caso, es comprensible: después de invitar a todos a pizza, el padre de Bea se ha lanzado a bailar de manera desaforada como si fuese un joven más.

—Tu padre es la monda… —le dice Miguel a su amiga, que se tapa los ojos con las manos.

—Ni que lo digas —responde ésta, muerta de vergüenza.

Antes de que decida interrumpir el baile de su padre para evitar que sea el hazmerreír del bar, su móvil vibra. Una llamada… ¡Es Pablo! La chica sale del Piccolino para responder. Prefiere mil veces hablar con su ex novio que ver a su padre intentando organizar una conga con sus amigos.

—¿Sí?

—Bea, no digas nada, continuamos con el juego… —le insta él. Bea sonríe. Está dispuesta a dejarse llevar—. Lo sé… Cumplir años no es fácil, y menos los temibles (¡pero tan ansiados!) dieciocho. —Bea piensa: «¡Se ha acordado!»—. Recuerdo que un día me dijiste que era muy duro ser adolescente… No te contesté nada porque… ser mayor también cuesta lo suyo. Te lo digo por experiencia. Y ya que me pongo trascendental, deja que te recite un texto que he compuesto pensando en ti cuando estaba en el gimnasio. —Bea no puede evitar soltar una carcajada—. Sé que parece un poco raro, pero es así… —Pablo carraspea—. Bueno, si te digo la verdad… lo he encontrado por Internet. Es anónimo, y aprovecho ese anonimato del autor para hacerlo mío y regalártelo; es sólo para ti… —El chico hace una pequeña pausa antes de empezar. Se le nota algo nervioso—. Dice así:

Abrazo

Un simple abrazo nos enternece el corazón;

nos da la bienvenida y nos hace más llevadera la vida.

Un abrazo es una forma de compartir alegrías,

así como también los momentos tristes que se nos presentan.

Es tan sólo una manera de decir a nuestros amigos

que los queremos y que nos preocupamos los unos por los otros,

porque los abrazos fueron hechos para darlos a quienes queremos.

El abrazo es algo grandioso.

Es la manera perfecta para demostrar el amor que sentimos

cuando no conseguimos la palabra justa.

Es maravilloso porque tan sólo un abrazo dado con mucho cariño

hace sentir bien a quien se lo damos, sin importar el lugar ni el idioma,

porque siempre es entendido.

Por estas razones y por muchas más… ¡Feliz cumpleaños!

Hoy te envío y te regalo mi más cálido y tierno abrazo.

El chico cuelga el teléfono. Ha dejado a Bea boquiabierta. Pero ¡qué hermoso! ¡Ha sido el regalo más tierno que le han hecho en la vida! Cualquiera vuelve ahora a la fiesta… Si por ella fuera, ahora mismo saldría corriendo en busca de Pablo.