Capítulo 35

No me culpes:

vi luz en tu alma y entré…

Es cierto,

no toqué timbre,

no golpeé.

Supuse que esperabas mi llegada.

Lo siento.

Si prejuzgué,

fue sin mala intención,

debes creerlo,

Como sea, estoy aquí:

prepárate.

RAQUEL GARZÓN

Domingo. ¡Feliz cumpleaños, Bea!

Una no cumple dieciocho años todos los días. Los dieciocho marcan un antes y un después en la vida de una persona. Para empezar, cumplir los dieciocho significa muchas cosas. Cuando llega el día del cumpleaños, una ya es mayor de edad oficialmente. Eso quiere decir: libertad. Puedes sacarte el carné de conducir, entrar en discotecas por la noche, y tener acceso a tarjetas de crédito. Pero los dieciocho años, la libertad, vienen de la mano de la responsabilidad: debes empezar a cuidar de ti mismo.

La mayoría de edad supone cambiar de estado. Una fecha marca el principio y el fin de un ciclo. Se pasa de ser adolescente a adulto por el simple hecho de cambiar un dígito.

Bea se despierta relativamente temprano. Una mezcla de alegría y melancolía le invade el corazón. «Feliz cumpleaños, Bea», se dice a sí misma. El día del cumpleaños es especial para todo el mundo. Ese día mucha gente tiene sensaciones extrañas y diferentes que no se repiten durante el año. Es el día en que el presente impone su presencia con intensidad y rigor. Durante todo el día uno recuerda constantemente todo lo que ha vivido e imagina lo que le queda por vivir. En esos momentos es importante que te feliciten, pues ¡has completado un año más! ¡Y hay que celebrarlo!

Pero Bea no comparte esa opinión. A ella le pesa cumplir años. No le gusta demasiado pensar que se hace mayor. Además, no se siente muy cómoda cuando la gente se le acerca y exclama: «¡Felicidades!». «Si tienen que felicitar a alguien, sería más lógico que felicitaran a mi madre —piensa—. Al fin y al cabo, es ella la que decidió tenerme, y puede acordarse de mi nacimiento. ¿Yo qué celebro? ¿Que estoy viva?».

La chica se levanta de la cama. En su casa todavía están durmiendo. Ayer no salió, y hoy se siente llena de energías. Aunque Bea no lo quiere reconocer, en realidad se siente así porque es su cumpleaños.

Se enfunda el chándal y sale a la calle. A Bea le gusta correr. Tiene un par de rutas definidas. Hoy es domingo, y decide tomar la que pasa por el parque. Se siente ligera. Cuando lleva veinte minutos corriendo se sorprende al notar que no acusa el cansancio. Una sensación indomable e invencible le recorre las venas, se siente fuerte y poderosa.

Poco después

Silvia se despierta una hora antes de que suene el despertador. Ayer fue un día muy especial para ella, y está muy contenta. Hoy le espera un gran día. La fiesta de Bea le hace especial ilusión.

Remolonea en la cama abrazada a su cojín mientras repasa todo lo que sucedió ayer. No puede evitar pensar en Sergio. Después de ultimar los preparativos para la fiesta, lo acompañó hasta la calle a coger un taxi.

Silvia repasa ese momento: Estuvieron hablando ni más ni menos que ¡dos horas!, en la calle. No es que no pasara ningún taxi pero, de alguna manera, una cosa llevó a la otra y hubo un instante en que el tiempo se dilató. Silvia nunca había mantenido ninguna conversación tan larga con chicos. Se sentía tan cómoda con él. Confiada. ¡Eso es mucho! Siempre que ha estado con algún chico a solas siempre andaba pendiente de algo, nerviosa, pensando en qué decir y sin dejarse llevar, sin ser ella misma.

Al cerrar los ojos ve los del muchacho. ¡La mirada de Sergio es espectacular! Pero, ante todo, mucha calma. Sergio está con Bea, y eso es un hecho. Los sentimientos de Silvia permanecen en secreto. Sólo los puede compartir con su cojín favorito, y con nadie más. Se siente como si tuviera una cajita en cuyo interior sólo pudiera mirar ella. Por un lado lo disfruta, pero por el otro, le gustaría compartirlo con el resto, aunque no debe hacerlo porque no quiere hacer daño a sus seres queridos.

Son las once de la mañana en punto y le suena la alarma del móvil. La apaga. De alguna manera le viene bien que haya sonado, así se despierta de la ensoñación en la que estaba sumergida. Cuando te gusta una persona y piensas en ella es como soñar y, a veces, ¡cuesta mucho salir de ese sueño cuando ya estás despierto!

«¡Manos a la fiesta!». Lo primero es lo primero. Ducha, desayuno y puesta a punto. Sobre las doce llamará a Bea. Tiene la intención de quedar con ella en el parque a las cinco, charlar de cosas intrascendentes sin tocar el tema del cumpleaños e ir a tomar algo al Piccolino con cualquier excusa. Esa idea le encanta. «¡Bea alucinará!».

En ese mismo instante

Bea ha llegado a casa. Se da una ducha y, mientras se seca el pelo, oye a sus padres levantarse de la cama. Sale del baño y se viste en la habitación. Su familia no es como la de Silvia. Ellos no hacen vida en la cocina porque no hay demasiado espacio. La familia Romero suele reunirse en el comedor. Y ahí es donde Bea encuentra a sus padres al salir de la habitación: su padre lee el diario con una taza de café en la mano y su madre, una novela superventas de esas que le encantan de más de cuatrocientas páginas. Ambos van aún en pijama.

Al verla, Lucía, su madre, se levanta amorosa y le susurra al oído:

—Feliz cumpleaños, hija. —Está emocionada. ¡Su hija se hace mayor! Con los ojos llorosos, la abraza con todo el amor del mundo.

El padre deja el periódico un instante para levantarse y abrazar también a su pequeña.

—Feliz cumpleaños, mujercita.

La chica sonríe y les da las gracias.

Sus padres cruzan una mirada cómplice. Lucía abre uno de los armarios del comedor y saca una caja envuelta en papel de regalo. Bea sonríe.

—¿Qué es? —pregunta.

—Ábrelo… —responde su padre, con una mirada enigmática.

Bea examina la caja. No pesa mucho y no es muy grande. Está envuelta en un papel de flores de colores. Sus padres observan con ilusión cómo abre el paquete Bea, con mucha parsimonia y sin romper el papel de regalo.

—¡Un móvil! —exclama Bea sorprendida.

—Con conexión a Internet… —comenta su padre, orgulloso—. ¿Es el que querías?

Bea no tiene palabras. El móvil es de los mejores que hay en el mercado.

—Hemos pensado que te iría bien…

—¡Gracias! —Para agradecérselo, la chica se arroja a los brazos de su padre, y él la acoge como cuando tenía cinco años. Le acaricia el pelo con la mano.

—Ahora ya eres mayor, hija —murmura casi para sí, porque no acaba de creer que su hija tenga ya dieciocho años—. Y eso significa responsabilidades. Tu madre y yo hemos decidido que ya es hora de que dejemos de darte una paga. ¡Es el momento de que te busques la vida!

Bea se zafa del abrazo de su padre, sorprendida.

—Entonces ¿cómo voy a pagar las facturas del móvil?

Su madre sonríe y le ofrece un sobre. Bea lo abre.

—¡Una tarjeta de crédito!

—Hay algo de dinero para que aguantes hasta que encuentres trabajo.

Bea no sabe qué decir. La tarjeta es gris, y lleva su nombre. Dentro del sobre hay algunos papeles que debe firmar. Se trata del contrato de la tarjeta. Bea lo intenta leer, pero hay mucha letra pequeña y está demasiado emocionada como para concentrarse.

—Y eso no es todo… —comenta el padre, que saca otro sobre.

Bea no sabe qué esperar. Deja la tarjeta junto a la caja del teléfono móvil y se dispone a abrir la tercera sorpresa. Hay un papel. Lo lee en voz alta:

—«Vale para: ¡¡¡EL CARNÉ DE CONDUCIR!!!». —La chica grita emocionada y salta encima de sus padres—. ¡¡¡Gracias, gracias, gracias, GRACIAS!!!

—Te lo dije, Lucía. Este regalo es el que le hace más ilusión —afirma su padre, que disfruta al ver a su hija tan feliz.

Al cabo de un rato

Silvia está en su escritorio, delante del teléfono móvil. No está acostumbrada a mentir, y se concentra en que no se note. ¡La llamada a Bea debe ser perfecta! Busca en sus contactos y llama. Automáticamente le sale una voz que dice: El teléfono al que usted llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Inténtelo de nuevo más tarde. «Qué raro», piensa Silvia. No sabe que Bea ha apagado su viejo móvil para probar con el nuevo.

Mientras tanto

Estela está en casa de Marcos. Los dos están supernerviosos. ¡Hoy van a la tele! Uno enfrente del otro, ensayan la canción y la modifican un poco. Estela no se la sabe muy bien aún. Cuando la grabaron, ella leía del papel; hoy tiene toda la mañana para aprendérsela.

Marcos la toca una y otra vez, pero la chica no es capaz de memorizarla. Está tan nerviosa y tensa que incluso, en algunos momentos, desafina. Para cantar es necesario estar tranquila y relajada, y Estela, ahora, es la antítesis de eso.

—No sé si puedo, Marcos… —se lamenta ella, parando a media canción.

—¡Pero si es muy fácil!

—¡Ya lo sé! —suspira la chica—. Intentémoslo de nuevo.

Marcos vuelve a tocar.

—Tendrías que haber entrado hace rato… —Él deja de rasgar la guitarra.

—¡Ay! ¡Lo sé! No me sale… —La chica se levanta de la silla y da una vuelta sobre sí misma, como si buscara algo en la habitación del chico. El muchacho la observa tranquilo. Comparado con Estela, él no está nervioso. Aunque también sienta el estómago revuelto, al lado de ella parece un monje zen.

—Tranquilízate. Créeme, así no saldrá bien… Estás pensando más en el rollo de la tele que en cantar conmigo.

—Tienes razón, pero ¡no sé cómo concentrarme!

La chica suspira, pone los brazos en jarras y se queda mirando a Marcos. Es como si le pidiese: «Oye, Marcos, toma tú el timón, porque yo no controlo este barco». Marcos la mira fijamente y, de repente, exclama:

¡Atreyu! ¡Ven! —El perro aparece corriendo y se planta delante de su dueño, moviendo la cola. El chico se dirige a su mascota—: ¿Quieres ir a dar un paseo? ¿Vamos? ¿Sí? ¡Éste es mi Atreyu!

El perro ladra.

—¿Quieres ir a dar un paseo con Atreyu AHORA? —Estela se muestra algo furiosa.

—¿Por qué no? Ambos estamos tensos, y nos vendrá bien tomar algo de aire.

—Lo que nos vendrá bien es ensayar.

—¿De qué sirve ensayar si no eres capaz ni de entrar cuando toca?

—Oye, no te pases…

—Estás nerviosa. Tranquilízate. —Marcos no sabe lo que acaba de decir…

—¿Que me tranquilice? ¡Que me tranquilice, dice el tío…! —Estela habla para sus adentros—. Tenemos que tocar una canción y ¿me dices que me tranquilice?

—¡Cálmate, por favor! Sólo te pido que vayamos a pasear a Atreyu un cuarto de hora para relajarnos un poco. Y luego volvemos a ensayar. Eso es todo.

—Yo no voy, Marcos. Esto no me parece profesional. —Estela se subleva.

—¿Profesional? ¿Desde cuándo es esto profesional? ¡Dímelo!

El chico ha dado en la diana. Estela enmudece; quiere responder algo pero no le sale. En realidad tiene miedo. Miedo de que todo salga mal. Miedo de que a la gente no le guste. ¡Ha soñado tanto con ese momento! Marcos se acerca a ella para consolarla. Estela está llorosa y balbucea.

—Es que… si no sale… Y si yo salgo y… tú después… La fiesta de Bea… y…

Marcos se pone frente a ella, la agarra de los brazos y la mira. Trata de calmarla, pero no lo consigue. Lo de Atreyu no ha funcionado, y ahora tiene a la chica delante, medio delirando, a punto de llorar, sin encajar bien las frases, nerviosa y…

El tiempo se detiene. De pronto, todo se detiene. El mundo deja de girar, las mariposas interrumpen su aleteo, una gota de agua no llega al suelo… Marcos acalla a Estela con un dulce beso. De esos que hacen que el mundo se detenga.

Mientras tanto

Silvia vuelve a llamar a Bea. No contesta. Tiene el móvil apagado. Decide llamar a su casa. Revisa su agenda, pero no encuentra el número. Normal. Hace siglos que no llama al fijo de su amiga.

Entonces recuerda una vieja agenda de teléfonos de los tiempos en que aún no tenía teléfono móvil. Se pone a buscar por la habitación. Encuentra la agenda junto a unos álbumes de fotos de cuando era pequeña. Busca entre las páginas amarillentas y ¡ahí está!

Vuelve a probarlo. Salta el tono.

—¿Sí?

—Hola, buenos días. ¿Está Bea?

—No, se equivoca.

«Silvia, piensa, ¡piensa!». Se rasca la cabeza. Llama a Ana y tampoco le contesta. Se empieza a inquietar. Busca soluciones… La primera que se le ocurre es plantarse directamente en casa de Bea. Pero esa opción cantaría demasiado. Lo guay es que quede con su amiga como si se tratara de una tarde más. Si se presenta en casa de Bea, seguro que ésta se olerá algo.

Por más que piensa, no se le ocurre nada más. Necesita que alguien cercano a su amiga le eche una mano y esa persona sólo puede ser… ¡Sergio! No se lo piensa dos veces y coge el teléfono. En unos segundos ha hablado con el chico, pero éste tampoco sabe qué decirle. No tiene el teléfono de los padres de Bea.

Ahora ya hay dos personas pensando en el problema. A Sergio se le ocurre llamar a información y pedirlo. Deja a Silvia en espera, y llama desde su móvil. La llamada es en vano: información no da los números de teléfono de particulares.

Entonces Silvia se acuerda de que su madre ha llamado a la de Bea para concretar alguna de las salidas de las chicas.

—¡Qué buena idea! ¡Eres lo más! —exclama Sergio.

Al otro lado del aparato telefónico, Silvia se sonroja.

La chica estaba en lo cierto: su madre tiene el teléfono móvil de la madre de Bea. Esto le abre otra posibilidad a Silvia. Puede llamar a Lucía, la madre de Bea, y contarle lo de la fiesta, para que los ayude y les haga de cómplice. Incluso ¡podría ser ella quien la llevase al bar Piccolino!

Silvia hace la llamada pertinente.

—¿Sí?

—Buenos días, Lucía. Soy Silvia, la amiga de Bea.

—Ah, sí, ¡hola! ¿Cómo estás, bonita?

—Bien. Perdone, pero he estado llamando al teléfono de Bea y no me contesta. ¿Está en casa?

—Sí. ¿Le digo que se ponga?

—No, no, nooo… Verá, es que hoy… —Entonces, Silvia le cuenta emocionada lo de la fiesta sorpresa. Lucía la escucha con atención. La chica le ofrece la posibilidad de que sea ella quien lleve a su hija al bar por la tarde. Al principio Lucía se muestra algo reticente, pues no suele salir a pasear con Bea, ni mucho menos proponerle que se tomen algo en un bar para jóvenes, pero Silvia la convence alegando que es «por una buena causa».

La madre acaba aceptando. Silvia le da la dirección del bar, y quedan a las seis en punto. También le da su teléfono por si hubiera algún problema. La madre lo apunta todo.

Lo primero que hace Silvia cuando cuelga es llamar a Sergio y contárselo todo. Quiere oír otra vez eso de: «¡Eres lo más, Silvia!».

Las cinco y media de la tarde

En el Piccolino hay un montón de gente. No sólo están los amigos de clase, sino también la gente que viene a pasar la tarde en el bar. Todo el mundo se ha puesto guapo, como si fuera una tarde de sábado. No deja de ser una fiesta informal, pero es un buen momento para socializar y conocer al resto de los alumnos de fuera del insti.

Silvia ha llevado el pastel y la bolsa con las máscaras. Ana lleva otras máscaras que ha comprado.

—Mira, Silvia, he pasado por un chino y he visto estas máscaras de Cenicienta. ¡No lo he podido evitar y las he comprado todas!

—¡Buena idea! Hay mucha gente, seguro que no sobrarán. ¡Yo quiero una!

En efecto, al ver las máscaras que han llevado las chicas, todo el mundo quiere una. No tardan en acabarse. Incluso el dueño del bar ha pedido una, y se la pone, divertido.

Como sucede en todas las fiestas sorpresa, la espera está llena de alegría y de tensión.

—¡Un momento todo el mundo, por favor! —Ana se sube a una silla para dirigir al personal—. Falta poco para que llegue Bea. Quiero que alguien vigile en la puerta para que avise al resto cuando la vea llegar. ¡Tenemos que estar preparados! Y con las máscaras puestas. Que ella no sepa quiénes somos. Cuando el de la puerta dé el aviso, apagaremos las luces y, cuando entre, las abriremos y gritaremos: «¡FELIZ CUMPLEAÑOS, CENICIENTA!». A ver… ¿Hacemos un ensayo? Una, dos y… ¡tres!

Todo el bar exclama al unísono: «¡FELIZ CUMPLEAÑOS, CENICIENTA!».

—¡Perfecto! Ahora sólo queda esperar. ¡Atentos!, ¿vale?

Ana baja de la silla, se oyen los murmullos de la gente, ansiosa para que empiece todo. Sergio y Silvia ponen algunas mesas en línea y colocan el pica-pica que va llevando la gente. Patatas fritas, aceitunas, sándwiches, tortillas de patatas, croquetas, un pastel de chuches…

Entonces Silvia recibe una llamada al móvil. Son las cinco y cincuenta y cinco de la tarde. ¡Es la madre de Bea!

—¡Silencio todo el mundo! —Silvia alza la voz y la gente baja el volumen—. ¿Sí? Dime… ¿qué…? ¿Dónde está el bar? Pues cerca de la plaza. Llegas a la plaza y lo buscas… Se llama Piccolino… ¡Picholino no! PIC-CO-LI-NO. —David y Miguel miran a Silvia y se ríen—. ¿Qué? Un segundo…, pero ¿dónde estás? ¿En la calle? ¿Y Bea? ¿Contigo? Bueno… De acuerdo… Hasta ahora.

Silvia cuelga el teléfono, algo seria.

—¿Qué pasa? —pregunta Ana.

—No lo sé…, pero la madre de Bea me ha llamado, y ¡tenía a Bea al lado! Para mí que se ha enterado de lo de la fiesta… La mujer hablaba, y ha dicho mi nombre, y la palabra «fiesta»… ¡Vaya fiasco!

—A estas alturas, ya es tonto preocuparse, Silvia —la consuela Ana.

—Dice que tardan cinco minutos —comenta su amiga.

—Muy bien. ¡GENTE! —Ana vuelve a tomar el mando—. ¡TODOS PREPARADOS Y A SUS PUESTOS! ¡LUCES CERRADAS! ¡NO VALE TOCARSE! —Eso provoca una gran risotada por todo el local—. ¡BEA ESTÁ AL CAER!